“Me aislé de mis amigos, de mi entorno, de mi familia. Había desarrollado una fobia social muy extraña”.

Jorge Monge.

El estrés de la primera línea

Carlos Abarca (29) sabe lidiar con el estrés. Hace siete años trabaja como enfermero en la Unidad de Pacientes Críticos, primero en el Hospital San José y ahora en una clínica en el sector oriente de la capital. Llevaba siete meses en este empleo cuando llegó la pandemia. Desde entonces, su unidad creció de 8 a 18 camas; la inestabilidad en los pacientes lo empezó a frustrar y la imposibilidad de desconectarse de su trabajo comenzó a acecharlo.

“Me encanta lo que hago, pero este tiempo ha sido difícil. Cuando llego a mi casa es imposible dejar de pensar en la pega, reviso mentalmente que todo lo que hice haya estado bien. Empecé a soñar con las alarmas de las máquinas de anestesia con las que intubamos a los pacientes y cuando escuchaba la sirena de una ambulancia quedaba pegado al techo”, dice.

Para poder descansar, por las noches toma Zopiclona, un inductor del sueño que combina con Ravotril cuando el turno ha sido muy traumático. En el día funciona con Clotiazepam, un ansiolítico. Antes tomaba estos medicamentos de manera esporádica, pero ahora los consume a diario. “No estoy con un tratamiento, como sé de medicamentos comencé a tomarlos. A veces hablo con una amiga psicóloga y me desahogo un poco. No estamos recibiendo apoyo psiquiátrico ni psicológico de ningún tipo. Nuestras convivencias fuera del trabajo se están yendo a la cresta y lo sé también por mis compañeros: todos toman ansiolíticos e inductores del sueño. No vemos a nuestras familias hace meses, en los días libres estamos agotados, el tema en todos lados es el covid-19 y ya no quieres más. Entre nosotros nos apoyamos y tratamos de reírnos de cualquier cosa, pero tenemos preocupaciones. Pienso en mis papás que viven en Pichilemu, en donde el hospital no tiene UCI ni UTI, y me da mucho susto que se enfermen. Muchos pacientes que veo tienen sus edades, podrían ser ellos. Sólo espero que todo esto pase pronto, quiero verlos de nuevo y poder descansar”, dice.

Estallido social, pandemia y maternidad

Hace cuatro años, en las últimas semanas de embarazo de su primera hija, Antonia, Javiera Rossel (35) no bajaba las revoluciones. A pesar de que le tocaba su prenatal, decidió aplazarlo una semana y justo cuando estaba por comenzar, la muerte de un familiar se lo impidió. El resultado: una parálisis facial de la que se recuperó ocho meses después y de la que aún tiene pequeñas secuelas físicas.

La huella más importante, sin embargo, es haberse hecho cargo de su salud mental. “Nunca le tomé el peso a la importancia del tema. Esto me pasó por estrés, por trabajólica, por no parar. Después de que parí comencé a acompañarme e hice un trabajo que se profundizó con mi segunda maternidad, con Eloísa, porque de nuevo estaba con mucho estrés y entrando a una depresión”, explica.

Para ello recurrió a una psiquiatra. Y esa ayuda, el complemento de la sertralina –un antidepresivo que ayuda a controlar la ansiedad–, y varias otras terapias, han sido la gran herramienta para experimentar lo que le tocó después del nacimiento. “A la semana vino el estallido social y después la pandemia. Llevo muchos meses encerrada. Si no hubiese sido porque me sentí contenida, no sé cómo estaría”, cuenta Javiera, que creó una cuenta en Instagram (@madres_selva) para acompañar a otras mujeres.

Aún así, su estado de ánimo se ve afectado por la incertidumbre, la angustia de tener que retomar el trabajo –está con licencia por la alergia alimentaria de su guagua– y la crudeza de la pandemia. “Es como que Chile nunca se hubiera tratado, da mucha angustia. Por eso mi mejor consejo es pedir ayuda. Yo esperé a que se me paralizara la cara. Es importante saber sostenerse y dejar de creer que te las puedes todas. No, estás vulnerable, tienes que ser cuidadosa y ponerte límites”.

Fobia al mundo

En el último mes Jorge Monge (26) siente que ha vuelto a reconocerse a sí mismo. Después de una pelea con su mamá en mayo, en la que le decía que tenía que renunciar a su trabajo, para dejar la casa en la que viven junto a su hermano menor en Talca y mudarse a la playa, ella simplemente le dijo basta. “Estaba tan preocupado por un posible contagio porque ella sale a trabajar, que me puse obsesivo con ella, con que se lavara las manos, con cómo usaba la mascarilla, era insoportable”, cuenta.

Ese episodio fue la máxima revelación de un estado de angustia que Jorge arrastraba por diversos motivos. Cuando se cambió de universidad hace cuatro años, trasladándose de Talca a Santiago, se potenció. “Me aislé de mis amigos, de mi entorno, de mi familia. Había desarrollado como una fobia social muy extraña que me tenía preocupado”, cuenta. La máxima expresión fue la decisión que tomó el verano pasado: irse a una casa familiar en la playa, solo, por un mes y medio. “Ahí me pilló la pandemia. Y con abuela adulto mayor, cifras descontroladas, tele universidad súper demandante y ver a mi mamá salir, la angustia pasó a niveles irracionales”.

Jorge se despertaba y acostaba tiritando. Bajó sus notas, sentía un hambre descontrolada, casi no dormía y ya no soportaba la idea de salir de la casa. “Después de esa pelea, literalmente, un día me desperté y decidí que tenía que tomar cartas en el asunto. Y fui a una psiquiatra”, explica. El diagnóstico: ansiedad generalizada. El tratamiento: rize -benzodiacepina que funciona como ansiolítico- y una psicoterapia que lleva dos “reveladoras” sesiones. “Nunca pedí ayuda antes porque pensaba que esto no me la podía ganar, pero con el tratamiento estoy volviendo a ser la persona que no era hace diez años”.

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Alberto Larraín, director ejecutivo de fundación ProCultura, psiquiatra y académico de la Universidad Autónoma.

¿Cómo evaluabas la salud mental chilena pre pandemia?

Chile tiene una historia de mala salud mental de base, que hoy le hace enfrentar la pandemia de una manera compleja. Somos malos para conectarnos con nuestras emociones y tenemos poco legitimado ese tipo de cosas. Hemos construido la idea de que el esfuerzo individual y la sensación de superación personal tiene que ser a cualquier costo. La salud mental es vista como un síntoma de fragilidad.

La OMS habla de dos pandemias, la del virus y la de salud mental, que tendrá una mayor incidencia y prevalencia ¿Qué significa esto para Chile?

La OMS proyecta que los países suban un 30% las cifras en enfermedad mental por sobre lo que tenían pre pandemia. Nosotros teníamos 3.8 millones de personas, si subimos el 30% vamos a llegar a 5 millones. Se nota ya en las licencias –según datos de la Superintendencia de Seguridad Social, en el período enero-mayo hubo un aumento de un 25% frente al mismo periodo en 2019-. Creo que es probable que llegar en torno al 50% del total de las licencias médicas. Eso es complejo, porque antes de la pandemia teníamos una tasa de cobertura de sólo un 20%. El gran desafío de la salud mental hoy es lograr que la población entienda que no es un tema sanitario. Es un tema de abordaje global.

¿Qué ocurre con los fármacos, hay pacientes que dicen que se han agotado?

Está pasando, de hecho hemos tenido remedios descontinuados. Por ejemplo la Fluvoxamina, para el toc, se supone que llega la pròxima semana. Hay una dificultad para administrar remedios. Los fármacos de depósitos, por ejemplo el Modecate, para la esquizofrenia, lo administra sólo el sector público y se inyecta una vez al mes. Pero hoy no hay quien lo inyecte, los hospitales están saturados. Por otro lado, tenemos mucha automedicación y si bien la mayoría de la gente hoy tiene un síntoma, eso no quiere decir que todos requieren fármacos, sólo el 20%.

Cómo se evidencia esto en las consultas.

Antes del estallido social me llegaban de cinco a seis casos nuevos diarios. Para el estallido social llegué como a 10 o12. Ahora son en torno a los 70. Todos los días. No tengo ninguna capacidad de responder. Y es gente en situaciones terribles.

¿Dónde están las mayores preocupaciones?

Un tema crítico tiene que ver con la infancia y adolescencia, y cómo se aborda e incorpora en su biografía esta pandemia. Hay que pensar fuera de la caja, poner el bienestar en el centro y generar medidas específicas para las poblaciones que requieren cosas distintas. Por ejemplo, las mujeres. Los estudios que han salido estas semanas muestran que las mujeres consideran que la pandemia es una situación de estrés máxima en torno a un 70%, en cambio en los hombres oscila sólo en un 30%. Vivimos pandemias distintas, porque nuestros roles son distintos y también la forma en que construimos nuestras biografías.

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¿Cuáles son los primeros signos del impacto que ha tenido la pandemia en la salud mental?

El impacto es dinámico, va cambiando en el tiempo. Publicaciones y estudios han descrito algunos síntomas en relación al miedo, a la ansiedad, a los trastornos del sueño, la irritabilidad, la incertidumbre, la sobrecarga en los roles (por ejemplo el integrar el trabajo y la educación de los hijos), y el miedo al contagio por supuesto, como también todo lo que tiene que ver con la perinatalidad en padres y madres que están esperando a hijos por nacer. En esta primera etapa, estos síntomas pueden darse de una manera leve o moderada, pero al pasar el tiempo y extenderse el confinamiento, aparecen también los duelos por muertes de familiares. Todos los síntomas psicológicos se van agravando y este estrés sostenido va haciendo emerger la psicopatología en personas que no la presentaban, por ejemplo, trastornos de ánimo, de ansiedad, consumo de alcohol y otras sustancias, violencia intrafamiliar, maltrato infantil y la agudización de los conflictos previos. En la medida en que vamos avanzando en el tiempo, las secuelas van teniendo un impacto mayor, y en ese contexto el consumo de medicamentos empieza a aparecer como una estrategia para abordar el malestar.

Somos uno de los países más depresivos de la región desde antes del Covid-19. ¿A qué se debe este?

Esta pandemia no nos pilló bien parados. No es que el covid haga aparecer todos estos trastornos, sino que nuestra salud mental se ve impactada desde antes por la inequidad. Venimos de un estallido social que da cuenta de que somos de los países más desiguales de la OCDE; qué mayor estresor que la pobreza, que inunda todas las áreas de la vida. El estallido se puede entender como la explosión de un malestar ciudadano frente a la baja calidad de vida y a un desarrollo económico disarmónico, que no fue de la mano del desarrollo de las personas ni de la equidad. Esto suma y potencia los efectos en la salud mental. Debemos identificar los grupos de riesgo y no sólo enfocarnos en la salud mental, sino que en las medidas de intervención psicosocial, pensando en que si a la gente le falta comida o no tiene trabajo, evidentemente su salud mental estará afectada. Tiene que haber intervenciones del Estado más globales, y movernos todos hacia una mirada más colectiva, donde no se salve cada uno solo. Es importante pensar cuáles son las bases para una sociedad más justa, solidaria, igualitaria, que garantice de alguna manera los derechos, entre los cuales uno fundamental es la salud mental. Ese es el desafío.

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