Casi de mentira, aunque no de juguete, es la pequeña isla de Aucar. Es que fácilmente podría dibujarla un niño, pues es absolutamente esencial: una porción de tierra rodeada de agua y cisnes. Sobre su playa, en este otoño, un anillo de árboles nativos y de álamos le construye una altura dorada sobre el mar.

En medio de su continente infantil un largo prado limpio también es el atrio que conduce a la capilla y cementerio. Lo demás son muchas flores (nativas e introducidas), senderos sombreados algo misteriosos, los olores del arrayán y, sobre todo, los chillidos y cantos de al menos un centenar de aves que la habitan y sobrevuelan.

Sin embargo no es todo, pues Aucar tiene algo que la hace ser la más amable y amistosa de las islitas que se allegan a la Isla Grande, casi como si fuera una nieta que nunca creció. Tiene un puente de madera (de luma, coigüe y tepa…) de poco más de 500 metros, que las unen.

Así, la islita y la costa de Aucar se hacen una sola, aunque la primera será el espacio sagrado del rito y la segunda el lugar del poblamiento, trabajo y la economía.

Y aquello de que un niño podría dibujar todo esto no es una fantasía, pues a mediados de los años 80 ellos escribieron “Aucar. Cuaderno de la historia, hecho por la Comunidad”. Allí quedó claro que los primeros “aucarinos” habían sido los Tocol, los Paillaleve, los Nail y los Quinán. Algunas señoras, como Rosario Huichapani (85 años), Doralisa Paillaleve (87), Rosario Soto (88), Candelaria Tocol (103) recordaban cuando los Nahuelanca llegaron desde las Islas Chauques.

Añadieron que no había caminos y con marea baja se desplazaban por las playas para ir a otros lugares o para mariscar el alimento diario.

Eran tiempos sin turistas, y su artesanía tan funcional y su ropa la hacían con lana de sus ovejas; mientras que los canastos y redes eran de junquillo. Los hombres se dedicaban a cortar quilineja y al madereo de árboles y troncos que embarcaban en Puerto Fernández o vendían en Quemchi. La siembra de papas y habas se ocupaba en el sustento diario.

Se ve que Aucar no ha cambiado mucho su maravilloso paisaje humano.

Toda esta historia oral, que cubre unos cien años, la anotan y dibujan los niños Mauricio Tocol, Bernardita Nail, Marisol Barría Paillaleve, Florindo Chicuy y varios más.

Diferentes tiempos

Aucar, su islita y la orilla que la enfrenta en tierra firme mantienen su vocación ancestral. Aquella de ser un espacio de reflexión, de bello silencio sagrado y litúrgico. Allí todavía se celebra una fiesta religiosa en septiembre, la de Nuestra Señora de las Mercedes. Antes eran 9 días en torno de la veneración de cinco imágenes coloniales que venían desde el siglo XVIII, cuando el navegante José de Moraleja escribió (1795) de “un lugareño pequeño, con una capilla i contorno de mediano cultivo”. Esta fiesta se sigue celebrando, aunque sin la pompa de los antiguos tiempos.

Alguna vez -en la década del '50- un camino desde Degañ conectó Aucar con Quemchi y otro costero con Dalcahue, en los '60, que la comunicó con el mundo conocido. Sin embargo, sus vecinos y su vista inmediata seguirían siendo Queler, Quiterquén (en la isla de Cacahué, que la resguarda de los vientos del noreste) y hacia el sur, Choen y Tenaún.

Al lado norte, a unos cuatro kilómetros, se encuentra con Quemchi.

Cuando baja la marea, la islita de Aucar queda comunicada a la tierra, ya no es necesario el puente. Se puede ir caminando sobre el lodo y las algas a piernas peladas; esto es bellísimo, sobre todo por el roce con el barro y los olores que afloran. Son momentos en que el puente es una pausa en el paisaje y el pie se hace protagonista. Después sube la marea y el puente vuelve a ser decisivo, y lo único que existe para transitar entre la isla y la orilla grande.

A la salida del puente, una señora Vidal, ya anciana, nos cuenta de los tiempos en que el cura Efraín Pérez, en los años '40, hacía allí sus cultivos de papas. También, después, cuando el cura Montealegre sembraba gladiolos y tulipanes para vender sus bulbos a Holanda.

10 veces reconstruido

La capilla y el puente han sido innumerables veces reconstruídos o reparados. Una primera capilla pajiza está documentada desde finales del siglo XVIII. El puente, primero de barro y piedras, luego de piedras y ramas y, al fin, uno de maderas, reconstruido unas diez veces, existe desde los años '40 del siglo XX. Así es la vida. En 2018 se inauguró una nueva capilla y quizás cuánto más se seguirá reinaugurando el puente... la madera perece.

Hay que visitar la islita de Aucar. En silencio. Pensando. Mirando esa riqueza ambiental que hoy construye una nueva liturgia, la de las almas navegantes como la llamó el escritor quemchino Francisco Coloane.

Si se quiere saber más, hay que hablar con José Paillaleve. También se puede preguntar por alguien de la familia Tocol, que viven allí hace miles de años. Si no encuentra un Tocol puede preguntar por los Huichapani o Naguil. Saben todo de Aucar, la islita del puente y la capilla.

LEER MÁS