En la fila, algunos se sacan la mascarilla para comer con la mano. Veo más de un par que se tocan la cara, se frotan los ojos.

La nueva forma de volar parece segura y está llena de pequeños momentos de tensión, toneladas de alcohol gel, nuevos protocolos y muchos viajeros que parecen empeñados en ignorarlos. Cuando las aerolíneas retoman lentamente su actividad en modo supervivencia (si no lo hacen, con o sin meseta en contagios del virus, lo más seguro es que quiebren), quise experimentar cómo es volar en los días del covid-19.

Es el vuelo L209 de Latam Airlines de Santiago a Concepción de ayer jueves. Y se notan los nuevos protocolos del aeropuerto, el Ministerio de Salud y la aerolínea. Algunos son muy estrictos, y el no cumplirlos puede terminar en drama. Me tocó ver uno.

A las 13:10 horas tomo un taxi en Providencia y en menos de 25 minutos veo las colas de los aviones asomarse detrás del edificio del aeropuerto Arturo Merino Benítez. Autopista despejada. Ni un solo taxi o van en la zona de descarga de pasajeros.

En 4 minutos por reloj hago el check-in en el mesón de Latam, tras una fila casi inexistente y, luego me encuentro ante el que me pareció el mayor cuello de botella de todo el proceso. Ahora, antes de pasar por la DGAC y los rayos X, hay que hacerlo por el Seremi del Ministerio de Salud. Hay una fila en la que cuento más de 50 personas (lejos la mayor concentración humana de gente en todo el aeropuerto), que avanza lentamente hacia el único funcionario que toma la temperatura antes de poder hablar con la gente de la Seremía.

Pocos respetan el metro de distancia en esa fila. “Distanciamiento social a la chilena, the chilean way”, se burla un profesor universitario con el que converso a una estricta distancia, esperando en la fila que toma unos 30 minutos. Son las 14:28 hrs y no todos en esa fila son tan estrictos. Algunos se sacan la mascarilla para comer con la mano. Veo más de un par que se tocan la cara, se frotan los ojos de cansancio, se bajan las mascarillas rápido para tomar una bocanada de aire. Otros, muchos, se mantienen a pocos centímetros de distancia. Son breves momentos, pero muy difíciles de controlar por cualquier autoridad. A menos de tres metros a la redonda nos flanquean tres dispensadores de alcohol gel y en el tiempo que estoy ahí, no veo que nadie los use.

Pequeñas tensiones

Adelante, la discusión entre una pareja y personal de la Seremi se acalora y sube de tono. La gente mira de reojo. “Muchos se quedan abajo y hay peleas”, me cuenta una funcionaria de la Seremi de uniforme clínico, mascarilla, guantes y gafas. La principal razón para impedirles abordar es no traer pruebas de la razón del viaje, me dice. Para volar hoy se necesita el carnet, el pasaporte sanitario (se saca en internet en 3 minutos y se puede llevar en el celular) y un documento que registre que el viaje que se hace es necesario.

—¿No se puede volar porque sí, entonces? ¿Qué cosas sirven para eso?

—No se puede. Hay que traer un documento de la empresa, por ejemplo, que demuestre que es un viaje de trabajo. Si alguien viaja para ver a un familiar enfermo, tiene que hacerlo con un certificado del médico del paciente que pruebe que nadie más puede cuidarlo.

—¿Y si no, se quedan abajo?

—Abajo.

—¿Pasa mucho?

—Uf, todos los días.

—¿Hay dramas?

—Siempre.

Como tengo tiempo, espero cerca de una hora y veo al menos dos personas que se van frustradas al estacionamiento, sin antes protagonizar pequeñas escenas.

Sin duda que las cosas están más tensas en el aeropuerto y los nervios de punta. Tras salir del área de control sanitario y cruzar el control de equipaje (donde todo sigue igual), entro al área de embarque nacional. Solo las tiendas de alimentos están abiertas. Me compro un café y me semi-escondo en un rincón solitario para bajarme la mascarilla y beber. Una mujer canosa cruza decididamente los 10 metros que nos separan solo para señalarme que no puedo bajarme la mascarilla. “Y… ¿por qué venden café, entonces?”, le pregunto. No es mi problema, responde. No veo señales de que sea personal del aeropuerto. Solo una ciudadana preocupada. Me oculto un poco más y termino el café.

En casi dos horas de espera, veo otras dos pequeñas discusiones. La más intensa, cuando una mujer rubia y alta en una fila de embarque de Sky le pide no muy amigablemente a otro pasajero que mantenga el metro de distancia, y éste le responde aún menos amigablemente.

El tiempo es oro

A las 16:40, la hora prevista, comienza el embarque en la puerta 27 para el vuelo Santiago-Concepción de Latam. Es por grupos, que se avisan por parlante. No es buena idea esperar con audífonos.

Llenan el avión de atrás hacia adelante. En la fila para el último control antes de subir, y pese a los stickers en el piso que demarcan clarísimo el metro de distancia que se debe mantener para esperar el turno, el personal de la aerolínea tiene que pedirle una y otra vez, a varias personas, que guarden la distancia.

El viaje que me tocó fue incluso más rápido que antes de la pandemia. A las 17:21 sellan la cabina y a las 17:27 el avión comienza a moverse. A las 17:35 las ruedas se despegan de la pista del aeropuerto Pudahuel y a las 18:20 aterrizan en Concepción. Al mirar desde mi asiento en la cuarta fila hacia atrás, pareciera que Latam aprendió del video que se viralizó ayer en redes sociales, y que muestra un vuelo del 3 de junio con destino a Punta Arenas, donde pasajeros acusaron de asientos repletos, codos con codos y nula distancia física. Al menos en este avión, un Airbus A320neo de dos corridas de tres asientos cada una, los del medio van casi todos vacíos.

La tripulación va con mascarillas, guantes y nos dan alcohol por montones. Me saludan cortésmente. Saben que estoy haciendo este reportaje. A veces, los veo a menos de un metro y quizás demasiado cerca entre ellos, pero no creo que quede otra, porque las cabinas del A320neo, que se creó pensado para el modelo de bajo costo y que casi todas las aerolíneas usan hoy para viajes cortos, se ven estrechas.

El descenso del avión ya no es un “cada hombre por sí mismo”, en que el que se para primero se baja primero. Ahora son por filas, más ordenados, lo que sería buena idea heredar tras el fin de la pandemia. Cuando aterrizamos en Concepción, pido quedarme para ver cómo sanitizan el avión. Tomaré el mismo de vuelta. Veo una limpieza flash. En menos de 6 minutos, cuatro personas con máscaras y trajes con los que me sentiría bastante seguro entrando a Chernobyl, se suben por la compuerta trasera de la aeronave y avanzan asiento por asiento, lustrando y bañándolo todo con litros y litros de “Líquido Bacter Full -55”, según una ficha que me muestran. “No es peligroso para la salud”, me asegura una tripulante.

Nunca había sido más cierta la frase “el tiempo es oro”. Para las aerolíneas, el turnaround time, o tiempo que el avión pasa en tierra esperando volver a volar, es un costo. Una de las innovaciones del modelo low cost que se ha popularizado en el mundo fue justamente reducir al máximo este tiempo para elevar la rentabilidad. La tripulación me dice que, por las medidas de sanitización adicionales, pasaron de 30 minutos a una hora de turnaround time.

El avión carga combustible hasta las cinco mil toneladas y sube otras cuantas de salmones en su bodega, me cuenta el piloto, y entonces emprendemos el viaje de vuelta. Llegamos a Santiago varios minutos antes de lo estipulado. En el vuelo de regreso, conversando con mi compañero a un asiento de distancia, me dice que trabaja para una planta de procesos de pescados y que en los últimos días ha viajado cinco veces entre Santiago, Concepción y Puerto Montt, con pandemia y todo. “No hay problema con volar o andar en el aeropuerto. Solo hay que aprender a estar siempre a la defensiva”, señala.

Me parece una opinión razonable para esta experiencia. Y si entre 4 y 14 días no empieza a dolerme la cabeza o tengo tos seca (toco madera), voy a coincidir con él.

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