Por Alejandro San Francisco

Chile logró tener una democracia estable y sólida, que se había desarrollado durante varias décadas a partir de su restauración en 1932, cuando regresó Arturo Alessandri a La Moneda. Una de las características del sistema fue el alejamiento de los militares de la actividad política –el regreso a los cuarteles, como se solía decir–, en base al principio de obediencia y no deliberación.

Por lo mismo, una de las fortalezas de esa democracia era la supremacía del gobierno civil y la consagración de las Fuerzas Armadas a sus funciones profesionales. La situación comenzó a cambiar parcialmente en la década de 1960, cuando surgieron gobiernos castrenses en numerosos países de América Latina, en la mayoría de los casos de clara tendencia anticomunista (como mostraba el caso paradigmático de Brasil), mientras otros representaban posturas más izquierdistas (esa era la situación de Velasco Alvarado en Perú).

Dentro de ese contexto regional, el Ejército chileno vivía una situación profesional y salarial delicada, que llevó a afirmar al general Carlos Prats que durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva la Democracia Cristiana había cometido “un grave error histórico, al menospreciar a las Fuerzas Armadas” (Memorias. Testimonio de un soldado, Pehuén, 1985). En realidad, el problema militar se arrastraba desde hacía tiempo, pero estalló durante la “Revolución en Libertad”, en medio de expectativas crecientes de los diversos sectores de la población y de una política cada vez más polarizada.

En ese ambiente, hubo manifestaciones de descontento e indisciplina al interior del Ejército, donde pensaban que no se podía vivir con el dinero que les pagaban a los uniformados, así como no se podía defender al país con las armas con que contaba la institución. Uno de los hitos relevantes fue la renuncia de los oficiales alumnos de la Academia de Guerra en 1968, presentada en forma individual, pero de manera simultánea, en clara señal de coordinación e indisciplina. También hubo otras señales que indicaban la tensión al interior del Ejército e incluso algunos factores objetivos graficaban la pérdida de relevancia institucional. Alain Joxe, en un estudio clásico sobre el tema, explicó que desde 1958 en adelante el promedio destinado a gastos de defensa dejó de disminuir en los países latinoamericanos, mientras en Chile tendió a bajar en forma habitual, situándose por debajo del promedio (en Las Fuerzas Armadas en el sistema político chileno, Santiago, Editorial Universitaria, 1970).

Sin embargo, no cabe duda de que la manifestación más visible y grave de la crisis fue el llamado Tacnazo, que se produjo en octubre de 1969, y que muchos interpretaron como un verdadero intento de golpe militar que hizo temblar al sistema político de Chile. Los hechos se precipitaron cuando el general Roberto Viaux tomó el regimiento Tacna el 21 de octubre. Hombre carismático y muy valorado en las filas castrenses, logró despertar la solidaridad a veces silenciosa de muchos camaradas que compartían sus legítimas demandas de mejoramiento institucional y del personal del Ejército. Sin embargo, rápidamente emergieron las preocupaciones políticas, aunque el líder del movimiento argumentara que “no era un asunto político, sino que enteramente profesional-militar” (en Conversaciones con Viaux, 1972, Entrevista de Florencia Varas). Finalmente, aunque entregó “sin condiciones” el regimiento, la verdad era bastante más compleja, considerando que fueron atendidos con mayor prontitud algunos de los problemas militares; se produjo la renuncia del ministro de Defensa Tulio Marambio, mientras el comandante en jefe del Ejército Sergio Castillo pasó a retiro.

En su reemplazo asumió el general René Schneider, un hombre de indudable prestigio entre los uniformados, y a quien le correspondería liderar la institución en un año que se preveía muy movilizado e incluso peligroso. Luis Corvalán, secretario general del Partido Comunista, lo resumió en una frase directa en el XIV Congreso del PC (23 de noviembre): “Es un hecho que las Fuerzas Armadas constituyen un nuevo factor en la política nacional” (en Camino de Victoria, Impresora Horizonte, 1971).

Fuera o no así en términos reales, lo cierto es que muchos comenzaron a ver que el Ejército había pasado a ser un actor político en la vida del país.

“Lo ocurrido no puede ser aceptado”

El general René Schneider había tenido una larga y exitosa trayectoria militar, desde que ingresó a la institución en 1930, hasta alcanzar la comandancia en jefe del Ejército, en el complejo escenario que sucedió al Tacnazo. Meses después de los acontecimientos declaró que “el precedente de lo ocurrido no puede ser aceptado y menos legitimado, porque sería llevar al Ejército a la anarquía y el desquiciamiento, lo que no puede estar en la mente de quienes comprenden su verdadera misión y no desean usarlo como instrumento de ambiciones personales” (La Nación, 6 de enero de 1970).

Sus tareas principales se desarrollaban al interior del Ejército, donde era necesario fortalecer la disciplina, gravemente afectada durante el Tacnazo, así como resultaba imperioso conservar la prescindencia política en el contexto de un año electoral, sabiendo que muchos ojos estarían puestos sobre la institución, ante el difícil escenario que presentaba, con tres candidatos relativamente equilibrados –Jorge Alessandri, Salvador Allende y Radomiro Tomic–, en un clima político muy dividido y con una violencia que irrumpía en las campañas políticas. A ello se sumaba el factor militar, que estaría presente durante gran parte del proceso electoral de 1970.

El momento clave desde la perspectiva político-militar se produjo el viernes 8 de mayo, cuando El Mercurio publicó una breve entrevista al comandante en jefe del Ejército, en la cual le preguntaron, en primer lugar, “¿Qué piensa el comandante en jefe con respecto a la participación de personal militar en actividades políticas?”. La respuesta de Schneider fue bastante tradicional y obvia desde la perspectiva institucional vigente desde el siglo XIX: “Esa intervención en política está fuera de todas nuestras doctrinas. Somos garantes de un proceso legal en que se funda toda la vida constitucional del país. Por ello no se puede permitir que se realicen tales actividades. Es nuestra doctrina garantizar la estabilidad interna y a ello deben tender todos nuestros esfuerzos y es una razón poderosa por la cual no debemos tener preferencia por ninguna tendencia, candidatura o partido”.

A continuación reforzó que la institución respaldaría al Gobierno Constitucional y que garantizaría la normalidad del proceso electoral, para dar la seguridad de que asumiera el Poder Ejecutivo la persona que resultara electa. Ahí le consultaron sobre la posibilidad de que el Congreso no ratificara al candidato que obtuviera la primera mayoría, y designara en cambio al que tuviera la segunda mayoría. “¿Cuál sería en ese caso la actitud del Ejército?”. Sin moverse de su línea argumental, el general señaló: “Insisto que nuestra doctrina y misión es el respaldo y respeto a la Constitución Política del Estado. De acuerdo con ella, el Congreso es dueño y soberano en el caso mencionado y es misión nuestra que sea respetado en su decisión”. Efectivamente, la Constitución de 1925 establecía que sería elegido Presidente de la República el candidato que obtuviera la mayoría absoluta de los votos y en caso de que ninguno lograra dicha mayoría, elegiría el Congreso Pleno entre las dos primeras mayorías relativas. Muy claro y muy simple, aunque no fuera la mejor solución posible, aunque existieran fórmulas más democráticas como podría ser una segunda vuelta, la que había sido desechada cuando se propuso en su momento. Pero plenamente constitucional.

Sin embargo, pese a lo obvio de las respuestas del general Schneider y a su plena fidelidad al texto y sentido de las normas constitucionales, sus declaraciones provocaron reacciones apasionadas, críticas interesadas y debates que solo resultaban comprensibles en medio de una democracia desgastada.

Debates e incomprensiones

En circunstancias normales, las declaraciones del comandante en jefe del Ejército solo habrían sido comprendidas como lo que fueron: la ratificación de la doctrina constitucional de las Fuerzas Armadas, de obediencia y no deliberación y de pleno acatamiento al orden institucional.

Sin embargo, el senador Julio Durán afirmó que si él hubiera contado con una declaración así en 1964 –cuando había sido candidato contra Frei y Allende–, no habría retirado su postulación después del “Naranjazo”, pues contaba con suficientes fuerzas en el Congreso, por lo que consideraba “desafortunada e imprudente” la posición de Schneider (Ercilla, N° 1.822, 22 al 26 de mayo de 1970). Rápidamente el diario La Nación calificó las reacciones de la derecha como maniobras electorales (11 de mayo de 1970). Sin embargo, la Democracia Radical, partidaria de la candidatura de Alessandri, acusó que el general Schneider había formulado “una declaración de carácter eminentemente político”, lo que por primera vez hacía un jefe del Ejército desde 1932. Consideraba que era una intromisión en el proceso que vivía Chile, “porque en contra de todos los precedentes constitucionales se anticipa a la realización del acto eleccionario mismo, asegurando que si el Congreso elige al candidato que obtenga la segunda mayoría, el Ejército amparará dicha decisión” (El Mercurio, 14 de mayo de 1970).

En sus páginas editoriales, tanto El Mercurio como La Nación reafirmaron que el general Schneider había acatado plenamente el orden constitucional en sus declaraciones. “Ha contestado lo único que conforme a la doctrina legal del Ejército podía y debía responder”, aseguró el periódico gobiernista (“Incomprensiones y equívocos sobre el Estado de Derecho”, 13 de mayo de 1970). Por su parte, el diario que había publicado originalmente la entrevista afirmó en un editorial que las declaraciones del general constituyen “una reafirmación de la directiva que vienen siguiendo los institutos armados por lo menos desde 1938” y que solo había reiterado que el Ejército permanecía en el invariable “predicamento de no intervenir en las luchas cívicas” (“Intervención ajena a la función militar”, 9 de mayo de 1970).

La revista Punto Final (N° 105, 26 de mayo de 1970), con imagen del comandante en jefe del Ejército en portada, se preguntaba retóricamente “Golpe ¿antes o después de las elecciones?”. En su interior, el artículo respectivo comienza afirmando que “la aparente prescindencia de los militares en los asuntos políticos es otro de los mitos que el hombre medio mantiene para avalar uno de sus espejismos más queridos: la alta politización de los ciudadanos del país”. No descartaba que se estuviera buscando una forma de alterar el itinerario electoral por parte de la “ultraderecha”.

El cuerpo de generales respaldó al general Schneider, mientras este decidió enviar una “circular confidencial” –que, sin embargo, trascendió rápidamente a la opinión pública–, en la que reafirmó que la Constitución chilena era totalmente clara en relación con las funciones del Ejército en el proceso electoral, por lo cual había considerado pertinente que la ciudadanía conociera con claridad la postura legal de la institución. En la mencionada circular agregó un aspecto crucial: “El comandante en jefe ha procedido conforme a la doctrina institucional inspirada en la constitucionalidad de la Misión del Ejército y, por lo tanto, no requiere de permiso ni precisa consultar a sus superiores jerárquicos”.

Esta precisión del general era muy relevante por dos razones. En primer lugar, porque desde el mundo político había quienes insinuaban o afirmaban que debía haber solicitado la respectiva autorización para hacer las declaraciones formuladas en El Mercurio, que habían provocado el debate posterior. En segundo lugar, porque el propio líder del Ejército reafirmaba que solo había seguido la línea tradicional de la institución: por lo mismo, es preciso clarificar que no existe la llamada “Doctrina Schneider”, de la que muchos harían gárgaras posteriormente, sino que solo había una doctrina del Ejército, que su comandante en jefe había estimado necesario reafirmar a toda la institución, y al país, meses antes de la decisiva elección del 4 de septiembre de 1970.

Finalmente, la circular confirmaba ciertos aspectos fundamentales del momento electoral que vivía el país y de la función institucional de los militares en ese escenario: el general Schneider precisó que “el Ejército es garante del régimen constitucional”, que tenía en la elección presidencial uno de sus momentos trascendentes. Por otra parte, si el resultado no daba mayoría absoluta a ningún candidato, correspondía al Congreso Nacional designar al Presidente entre las dos primeras mayorías relativas: “Esta facultad la ejerce el Parlamento con absoluta soberanía y su decisión debe ser respetada y apoyada por el organismo armado”. Finalmente, aseguraba que no se podía discriminar acerca de los alcances de esta prerrogativa constitucional del Congreso ni correspondía ejercer presión sobre él, aunque sí era relevante que la ciudadanía y el propio Ejército conocieran “el verdadero sentido de esta disposición y como ella será garantizada para la tranquilidad de quienes confían en nuestro sistema de gobierno” (reproducida en “La doctrina del general”, Ercilla, N° 1.822, 22 al 26 de mayo de 1970).

Como suele ocurrir, algunos harían lecturas torcidas o interesadas de esta doctrina constitucional, otros ni siquiera la leyeron o no la entendieron, aunque la citarían repetidamente. A esa altura, la claridad que representó el general Schneider debía lidiar con demasiados nubarrones que amenazaban a la democracia chilena, mientras que sus declaraciones dentro de la Constitución y la ley producían nervios, escándalos e incomprensiones.

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