Casi como si fuese un secreto, en la zona de Alto Cachagua sobrevive escondido parte de un antiquísimo camino que desde la Hacienda de Catapilco (hoy una pequeña ciudad) bajaba al mar, a lo que ahora son los balnearios de Zapallar, Cachagua, La Laguna…

Eran solo huellas, senderos tortuosos que comunicaban las casas de las familias Vicuña, Ovalle, Pérez… con la caleta de Zapallar, límite marino de esa hacienda de 20 mil hectáreas. Allí arribaba un barquito (el “Cachagua”) que sacaba sus cosechas agrícolas (pastos, lentejas, chícharos y ajos) hacia Valparaíso o hacia el norte.

Si hoy se mira en el mapa, la quebrada de Aguas Claras y el camino que la bordea no tienen más de 8 kilómetros. Este, nacido entre la playa Las Ágatas y la de Cachagua, se empina suave y sombreado hasta Los Maos, donde se une a la ruta que va a Catapilco. Son insólitos, pues paisajes arbolados ya no van quedando en Chile Central, menos en esta costa tan edificada, incendiada y negada mil veces su naturaleza. Es cuando se piensa que la quebrada “está encantada”.

La crónica de los lugares la señala exuberante. “Desde Catapilco a Zapallar bajábamos por el ‘agua clara' que en ese tiempo estaba mil veces más poblada de bellotos y peumos que en la actualidad”, escribe hacia 1932 Javier Pérez Ovalle, uno de los propietarios de la Hacienda de Catapilco.

Vicuña Mackenna la visitó mucho antes y en un libro célebre sobre esos lugares “Al galope” (1885), la describe como una selva enmarañada. En 1936, Guillermo Koenenkampf la nombra como el lugar máximo de sus aventuras juveniles. Allí, arriba de sus árboles gigantes iban los niños tras los cógüiles maduros, un fruto que los embriagaba. Al fin, aunque fuera una propiedad privada, esa pequeña porción de la cordillera costina nunca pasó inadvertida por su extraordinaria flora y fauna, como un pequeño paraíso. Y quedó casi igual.

Intrincada cordillera

El cerro Pite, el Tigre (580 m), el Tiuque, Los Duendes, Madre del Agua, San Alfonso, el cerro Murumé, La Madera, Las Cenizas… son antiguos topónimos que se enciman sobre una pequeña y enmarañada cadena de cerros de la cordillera de la Costa. Y los cerros están separados por quebradas, protegidos por su altura y, parece, también amparados por espíritus elementales (enanos, duendes y hadas) que este fin de abril vecinos de San Alfonso, La Laguna y Catapilco, aseguran que moran por esas soledades. Así explican que lugares como Aguas Claras hayan sobrevivido.

Sin embargo, algo más permitió que partes tan intrincadas de esta cordillera costina hayan llegado hasta hoy. Una de las razones fue el haber sido una gran propiedad dedicada a la ganadería, en el llano, y no solo a la venta de leña ni del carbón del cerro. Un cronista del lugar recuerda que en 1884 “los bosques de Cachagua no habían sido todavía atormentados por el hacha”. Además, los bellotos gigantescos se interponían al avance de una explotación fácil. Y era tanta su cantidad y semillas que en 150 años crecieron otros, los que hoy cubren la hondonada y camino de las Aguas Claras.

Lo demás tiene que ver con la geografía. Los cerros costeros detienen los vientos marinos y también atrapan las neblinas que suben. Así, la vaguada costera condensa su humedad sobre los árboles y las neblinas se estacionan, depositando su agüita para que las hojas y la tierra beban. La densidad y baja temperatura del bosque hace que toda esta agua y humedad no se pierdan por evaporación.

Por eso es que en una región donde casi no llueve, este bosque puede permanecer. Sin embargo, no se ven árboles nuevos y, además, cientos se están secando. Los antiguos, sobre todo los bellotos y los más viejos peumos que resisten a la sequía, en sus copas ofrecen una forma bellamente tortuosa; es la que les dio el viento SW venido del mar.

Camino de encanto

Hoy, este camino (o sendero) parece de encanto. Va a media ladera sobre la quebrada. Su color es rojizo amarillento y suave, siempre subiendo. Hace mucho calor, pero aquí está fresco; aunque sabemos que el estero no lleva agua. La huella está flanqueada por bellotos que hacen el último atributo del lugar, pues otros árboles, como el tayú del Norte y el naranjillo, ya están extinguidos.

Los bellotos adultos son corpulentos, de unos 20 a 25 metros de alto, con cortezas tortuosas que hablan de cómo “se la pelearon” al tiempo.

Hojas durísimas, brillantes, de un aroma exquisito. Hoy están sin flores aunque si llueve, las tendrán en mayo. Su drupa, como un huevo o un cuesco de palta, es una joya en la mano. Estos se salvaron. Se sabe que junto a la madera de patagua, la del belloto hizo toda la mueblería fina de la carpintería de la época colonial.

Hay que visitar las quebradas entre Puchuncaví y Papudo. En bicicleta, caminando o en un vehículo respetuoso. Si es primavera, mejor, verá las flores anuales. Por ahora, solo los viejos árboles chilenos, grandes rocas y piedras, cuya intromisión es incomprensible, y usted, que debe entregarse al encanto de un camino que también es un templo de árboles y de misterios.

LEER MÁS