Es un ir y venir de gente que gira y busca, se detiene, pregunta, compra, critica el producto, medita, manosea las ciruelas, vuelve a preguntar y al fin se decide por unas mínimas chalotas, las cebollitas de Chiloé.

Tras este frenético acto existe un sinfín de reminiscencias que, por usuales, pasan inadvertidas para quienes solo van a comprar. Sin embargo, un viajero atento a esos códigos de intercambio —el trueque, las largas conversaciones, fechas de acuerdos, consejos, regateos…— puede celebrar el origen de una pequeña economía, el derecho, la moralidad de una antigua sociedad agrario marítima que, a 147 años de su nacimiento, es contemporánea.

Angelmó es un gran mercado bordemarino. Aun cuando hoy ya no llegan los veleros chilotes que lo hicieron famoso y que traían maderas de ciprés, alerce, miles de sartas de mariscos y pescados ahumados, más sacos de papas y leña, sigue habiendo, a menor escala, los resabios del mayor centro de intercambio comercial y social que hubo en el sur de Chile. Lo que no ha cambiado es el escenario de lluvias, temporales, vientos en el invierno. También, aún en este otoño, sigue siendo el laberinto de callejuelas húmedas en donde se apilan cajas con merluzas, sierras, se cuecen picorocos y jaibas, y se ofrece carne ahumada, milcaos, tortillas de papas, quesos… cosas que huelen y encantan.

Desde el balcón al mar pueden verse unas seis grandes lanchas acoderadas, es decir, afirmándose unas con otras, pues hay marea baja.

Una de ellas funciona como carnicería. Sobre sus escotillas cerradas se han dispuesto trozos de carne de cordero y cerdo. El lanchero/carnicero pone a punto el cuchillo y comienza a recibir a los clientes que cruzan por unos tablones.

Aun cuando hay poca agua en el canal de Angelmó siguen llegando pequeños botes con motor. La mayoría trae pescados. Se nota que es la pesca hecha en la noche, la madrugada, pues cabe en un cajón. En la orilla, la venden rápido directamente a las dueñas de casa, comerciantes gastronómicos o a revendedores que se instalan allí mismo a filetear, a trozar, a descuerar… en fin, todo es a pedido del cliente.

Arriba, en el patio central y en medio de los locales “oficiales” y construidos, se concentra una multitud de venta al menudeo con productos sacados desde hermosos canastos, almudes, mallas de fibra.

Variedades muy antiguas de ciruelas, chupones, bayas de zarzaparrilla, moras, papas de todos colores y formas, morcillas (prietas) con arroz, ajos, luche, flores y una gran variedad de masas hechas a base de harinas y papas. Por lo general, estos productos —como la chochoca o la mella que trae una señora desde Maillén— son vendidos por mujeres venidas por mar desde las islas. Esta vez las hay de Huar, Puluqui, Queillín, y todo se produce en sus pequeños huertos caseros.

También hay vendedoras de Matri, Puelche, Contao, Aulén… venidas en buses desde la costa de Chiloé Continental, al sur de Puerto Montt.

Una caleta que identifica

Todo comenzó hacia 1852 cuando Vicente Pérez Rosales, agente de Colonización, mirando desde el volcán Osorno, escribía refiriéndose a

Angelmó: “La próvida naturaleza, al formar ese surtidero, parece que se hubiese esmerado en dotarlo de todas aquellas ventajas que solo obtiene la mano del hombre en otros puertos a fuerza de tiempo y de supremos sacrificios”.

Al próximo año, 1853, llegaron los primeros colonos alemanes que desde Silesia o Sajonia van instalándose en el territorio de Melipulli, actual Puerto Montt.

En 1861 es un puerto maderero. A las familias Maldonado y Mancilla, que eran las únicas que vivían allí desde antes de la colonización, se les sumó de un golpe la llegada de más de 200 alemanes. La ciudad ya tenía 610 habitantes, una fábrica de cerveza y el Puerto y Mercado de Angelmó.

Ya nada es tan idílico; sin embargo, los cambios ocurridos en un siglo y medio de vida, que tienen que ver con el embancamiento del canal Tenglo, su polución ambiental, la erosión de la isla Tenglo y, sobre todo, con la ida del puerto hacia Chinquihue, no le quitaron a Angelmó su vocación de mercado que, gracias a que supo acomodarse al nuevo orden urbano de Puerto Montt se le hizo imprescindible. Gracias a Angelmó, Puerto Montt no pierde su atractivo turístico pues esta feria es lo que le da un rostro sureño y verdadero, su antigua identidad.

Mientras tanto, la feria de artesanía, que está al lado de Angelmó, más allá de lo culinario también rescata identidades y sus productos se ofrendan al visitante. Hay frazadas de Chaica y Lenca. Choapinos de Quillaipe y Piedra Azul. Esteras y canastos de Isla Maillén; chales y mantas de Putenio y Rulo.

Al fin, Angelmó es un lugar de repliegue de la antigua cultura agromarítima del hinterland chilote. Una estética de colores y sabores que emocionan. Una soberanía ciudadana y campesina humildes, que se expresan desde lo ambulante, el espectáculo popular y una tremenda dignidad de ser así, sin extraviarse en la vida urbana moderna que no tiene olor ni sabor.

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