La Campaña de las Cuatro Plagas de Mao Tse-tung ha de clasificarse como la política sanitaria pública de éxito más desastrosa de la historia. Aunó a todos los sectores de la sociedad en la consecución de sus objetivos, que consiguió sobrepasar hasta un punto asombroso; y es prácticamente innegable que la mitad de esos objetivos se tradujeron en mejoras generales en la salud del país. Dos de cuatro no está nada mal, podría pensarse. Lo malo es que el cuarto objetivo trajo como resultado decenas de millones de muertes.

El problema surgió de esa misma incapacidad para comprender que los ecosistemas son complejos e impredecibles. Sí, claro, «vamos a añadir una especie por aquí, y si acaso eliminamos un par por allá —nos decimos—; así irá todo mejor». Punto en el cual las Consecuencias Indeseadas se suman a sus colegas los Efectos Demoledores y los Fallos en Cadena, y montan una fiesta del descontrol. Cuando, a finales de 1949, los comunistas del presidente Mao se hicieron con el poder en China, el país atravesaba una crisis sanitaria.

Diversas enfermedades infecciosas, desde una epidemia de cólera a la malaria, campaban por sus respetos. Si había que alcanzar el objetivo de Mao de transformar el país por la vía rápida, pasando de ser una nación eminentemente agrícola, que había dejado atrás el feudalismo hacía pocas décadas, a convertirse en una potencia industrial moderna, tenían que tomarse medidas. Algunas de las soluciones eran evidentes y sensatas: programas de vacunación masiva, mejoras en el saneamiento, ese tipo de cosas.

Los problemas surgieron cuando Mao decidió echar la culpa a los animales de los males del país. Los mosquitos propagaban la malaria, las ratas difundían la peste; eso era bastante innegable. Así que se concibió un plan para reducir sus poblaciones. Por desgracia, Mao no se detuvo ahí. Si hubiera limitado la campaña a esas dos plagas, la cosa podría haber salido bien. Pero Mao decidió (sin molestarse en consultar la opinión de expertos ni, en fin, nada por el estilo) añadir dos especies más. Había que exterminar las moscas, porque son molestas.

¿Y la cuarta plaga? Los gorriones. Lo malo de los gorriones, razonaron, era que comían grano. Un solo gorrión podía comer hasta cuatro kilos y medio de grano al año; un grano que de otro modo podría usarse para alimentar a la población de China. Hicieron sus cálculos y llegaron a la conclusión de que por cada millón de gorriones que se eliminaran podrían dar de comer a sesenta mil personas más. La campaña de las cuatro plagas comenzó en 1958, y supuso un esfuerzo notable.

Se pegaron carteles por todo el país pidiendo que todos los ciudadanos, desde los más jóvenes a los más viejos, cumplieran con su deber y se cargaran a cuantos animales pudieran. «Los pájaros —se aseguraba— son los animales públicos del capitalismo.» Se armó a la población con todo tipo de implementos, desde matamoscas a rifles, hasta el punto de enseñar a los escolares a acabar a tiros con tantos gorriones como fuera posible. Multitudes inflamadas de odio a los gorriones se lanzaron jubilosas a la calle a sumarse a la guerra contra los pájaros.

Se destruían sus nidos y se aplastaban sus huevos; la ciudadanía, tañendo cacerolas y sartenes, los ahuyentaban de los árboles, impidiéndoles descansar, hasta que, exhaustos, caían muertos del cielo. Solo en Shangai, se calcula que murieron casi doscientos mil gorriones durante el primer día de hostilidades. «No se retirará ni un solo soldado —proclamaba el Diario del Pueblo— hasta haber ganado la batalla». Y, ciertamente, la batalla se ganó. Desde el punto de vista del cumplimiento de sus objetivos declarados, fue un triunfo: una victoria aplastante de la humanidad contra las fuerzas de pequeños animales.

En total, se estima que la campaña de las cuatro plagas acabó con 1.500 millones de ratas, 11 millones de kilos de mosquitos, 100 millones de kilos de moscas... y 1.000 millones de gorriones. Desafortunadamente, enseguida se puso de manifiesto por dónde hacía aguas el plan: esos 1.000 millones de gorriones no se habían dedicado solo a comerse el grano. También comían insectos. Concretamente, comían langostas. Libres de pronto del incordio de 1.000 millones de depredadores que mantenían a raya su población, las langostas de China lo festejaron como si cada día fuera la celebración del Año Nuevo. A diferencia de los gorriones, que picoteaban granos sueltos aquí y allá, las langostas arrasaron con las cosechas de China en oleadas inmensas y voraces.

En 1959, se hizo caso por fin a un experto de verdad (el ornitólogo Cheng Tso-hsin, que había tratado de advertir a todo el mundo de que aquello era una pésima idea), y en la lista oficial de plagas que exterminar se sustituyó a los gorriones por las chinches. Pero para entonces era demasiado tarde; no es posible reponer así como así un millón y medio de gorriones una vez que te los has cargado. Para ser precisos, la aniquilación de los gorriones no fue la única causa de la gran hambruna que azotó China en el periodo de 1959 a 1962: una tormenta perfecta de decisiones catastróficas contribuyó a provocarla. La transición dictada por el Partido Comunista de una agricultura tradicional de subsistencia a cosechas de alta rentabilidad, una serie de técnicas agrícolas nuevas y destructivas basadas en la pseudociencia del biólogo soviético Trofim Lysenko y la política del gobierno central de apropiarse de toda la producción arrebatándosela a las comunidades locales influyeron en el mismo sentido.

Los incentivos que impulsaban a los funcionarios de cualquier nivel a presentar informes de resultados positivos llevaron a los dirigentes del país a engañarse pensando que, en definitiva, todo iba a pedir de boca, y China disponía de alimento más que suficiente. Esto supuso que cuando llegaron varios años de condiciones climatológicas adversas (inundaciones en algunas partes del país, sequía en otras), se encontraron sin reservas con las que tirar adelante. Pero aquella masacre de gorriones y la consiguiente devastación de las cosechas por las auténticas plagas fueron factores decisivos del desastre que sobrevino. Las estimaciones del número de muertes causadas por la hambruna oscilan entre los quince y los treinta millones, y el hecho de que ni siquiera sepamos si murieron o no quince millones de personas no hace sino añadir otra pincelada de horror al asunto.

Cabría esperar que hubiéramos aprendido la lección (no te enredes con la naturaleza a menos que estés muy, muy seguro de cuáles van a ser las consecuencias, y aun así es probable que no sea buena idea). Pero mejor no hacerse ilusiones. En 2004, el Gobierno chino decretó un exterminio en masa de mamíferos, desde gatos de algalia a tejones, en respuesta al estallido del virus del síndrome respiratorio agudo y grave (SARS, por sus siglas en inglés), lo que sugiere que la capacidad del hombre para aprender de sus errores sigue siendo tan escasa como siempre.

Ficha de autor

Tom Phillips estudió Historia y Antropología en la Universidad de Cambridge. Editor de Full Fact, la empresa líder en comprobación de datos en el Reino Unido, su libro “Humanos” (Paidós) revisa los grandes desastres creados por el hombre.

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