“Acabo de discutir con un taxista porque me dijo: “Ah, usted vive en la zona cero”.

—Pero, es o no cierto que vives cerca de la “zona cero”..

— No quiero llamarla “zona cero”. Vivo en el Parque Bustamante hace 10 años y me gusta seguir diciéndole así.

Álvaro Bisama, escritor (44), director de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales y casado con la fotógrafa Carla Mc-Kay, es la imagen del amistoso: descomplicado, sonriente, entusiasta. Aunque enfático en sus opiniones, no parece practicar el estilo cargante ni importantoso. Fanático de muchas cosas, es un prolífico escritor y también un crítico de televisión, capaz de conectar e interpretar casi todo lo que se le ponga por delante: James Joyce y Che Copete, o los Sex Pistols y Patricio Aylwin. Esta conversación sucede en una amable y tradicional pastelería de la calle Orrego Luco, semanas antes de que el Corona virus se tomara las conversaciones y el alma del planeta..

—Disculpa que vuelva al tema, pero tú vives en esa área.

— Sí, por eso me interesa el registro. Leer lo que está escrito en las paredes, pensar esa escritura como relato, como foto del presente. Además, piensa que el manejo del intendente Guevara ha ritualizado y consagrado la violencia. Ha polarizado una cuestión que pudo manejarse de otra manera. Esos no son los manifestantes. Esas son decisiones del gobierno.

—¿Desde que todo partió ha cambiado algo?

—Sí. La policía. Al principio les importaba mucho que alguien los estuviera filmando. Las cámaras. Ahora, ya no. Les da lo mismo. Se ha producido el efecto de los realities, cuando los participantes se olvidan de que hay cámaras y empiezan a actuar sin control.

— Se te escucha conmovido.

— Pero no sólo por lo que pasa ahí, sino que por la disociación de lo que veo en las calles y lo que veo en la tele, en el gobierno, entre los políticos, en los medios. Un ejemplo: el domingo, Piñera le dio una entrevista a Matías del Río. Pésima y esperable. Fue el mismo día en que partió “Bailando por un sueño”. Pero lo importante quizás era otra cosa, que después de la entrevista con Piñera, Matías del Río tenía invitados a Francisco Vidal, Javiera Parada y Gonzalo Müller; o sea, los mismos de siempre. Y tú cambiabas la tele y en el “Bailando” veías un abanico de decenas de rostros del Chile hoy. El “Bailando…”, incluso siendo un programa hecho en medio de una industria en crisis, era un programa político cien veces mejor que el de Matías del Río. Luego de esa malísima entrevista a Piñera, había que ver a Vidal, Parada y Müller otra vez, repitiendo las mismas cosas. ¡Son los mismos que van a los matinales y a todos lados! Eso no es entender lo que está pasando en Chile. Así que siendo un programa crepuscular, un último suspiro de la tele, el “Bailando” me pareció una mejor fotografía del país, de su presente, mil veces más real y conectado.

— ¿Pesimista?

— No. Optimista. Lo que debería pasar es que gane el Apruebo. Y ahí se abre la posibilidad de construir un nuevo relato, un relato común.

Una joven mujer interrumpe amablemente la conversación. Lleva muletas. Explica que sufre una necrosis a los huesos. Encarecidamente, solicita ayuda. Bisama busca afanosamente en su billetera, colabora, se queda pensativo frente a su lata de Coca Cola ya vacía y prosigue: “Hay una cantidad de víctimas que necesitan un gesto. Un mínimo gesto. Hay una crisis de derechos humanos. Nunca esperé esta reivindicación a ultranza de unas fuerzas policiales que están seriamente cuestionadas. Creo que algunas autoridades deliran. Veo una suerte de desconexión que no alcanzo a entender. A veces veo a la autoridad bordeando la sicopatía.

—Acabas de terminar una biografía de Pablo de Rokha.

— De Rokha es un hombre que vive el comienzo de la década del 20, en medio de todo ese caldo de cultivo que lleva a Alessandri al poder. Y ahí, con los estudiantes de la FECh y la muerte de Domingo Gómez Rojas, también parece comenzar un estallido perpetuo. A veces pienso que ahí empieza esta cadena que vuelve y aparece muchas veces en Chile.

—¿Era tan excesivo como lo pintan?

—Bueno, sí. Está la desmesura, la rabia, la violencia verbal. Además tiene algo que se perdió: el arte y el goce de la diatriba. Y la ambición. Tiene cuatro o cinco libros que son proyectos literarios gigantescos. Eso ya no está. Y es algo que no hace una vez, sino que tres o cuatro, es algo que trata de hacer siempre. Es decir, libros de 300 páginas, donde cabe la historia del mundo de una. Entre esos libros, imagínate, hay un ensayo biográfico sobre Cristo, es del año 33, mientras se está volviendo marxista.

—¿De dónde viene su originalidad?

— De la provincia chilena. De un mundo que desaparece cuando él nace. Viene también de su idea de ser a la vez un antagonista y un patriarca bíblico, de fundar un clan, viene de su ambición literaria. En realidad, lo he leído intensamente en los dos últimos años y me ha hecho mirar a todos de nuevo: Neruda, Mistral, Huidobro.

— ¿Y en esa constelación, quién es De Rokha?

— Uno más. Es muy lindo ver cómo los gringos de los años cuarenta lo leen como una de las cabezas de serie de la literatura chilena. Cuando empiezan a traducirlo, en la primera mitad de los cuarenta, va entre los grandes, con Neruda, Huidobro y Guillén. Lo cruzan con Joyce. “Los Gemidos”, su primer libro, sale el mismo año que el “Ulises” y a fines de los años veinte él ya ironizaba con ese vínculo. De Rokha dialoga súper bien con la literatura latinoamericana y europea. Por ejemplo, una de las primeras traducciones al español de “Una temporada en el infierno” de Rimbaud la publicó él en su revista Multitud y es de Braulio Arenas. Además, De Rokha es un gran lector de Whitman. ¿Sabes lo que más me llama la atención? Es que él va a fracasar en todo.

—¿Por qué? Lo friega su desmesura.

—No, porque no es una desmesura fingida. De hecho, esa misma desmesura lo devuelve a sí mismo. Está explotando, pero todos sus grandes poemas están dedicados a su mujer, lo que los vuelve también muy íntimos. De hecho, una de las pocas veces que acierta en algo es cuando apoya a Juan Antonio Ríos. Todos sus contemporáneos son muy políticos. Partiendo por la Mistral y Neruda, que saben llevar sus propias relaciones públicas. Otro punto importante para entenderlo a él y a los otros es la revista Claridad en los años veinte. Los marca a todos. Es el lugar que los reúne, el lugar donde se cruzan, chocan.

—González Vera cuenta bastante de eso.

—Bueno, el narra de un modo muy especial todo ese tiempo. ¿Te has fijado que en sus relatos la precariedad no se transforma en autocompasión?

—No. Pero parece verdad.

— No sé. Yo creo que Manuel Rojas y González Vera tienen un modo de habitar la lengua que es muy singular. Nunca he dejado de pensar en lo importante que es que él y Rojas fueran anarquistas. Y que el gesto literario en ellos tiene que ver con el encuentro de un lenguaje de libertad que les permita empatizar con el otro. Por otro, es un testigo brillante. En “Cuando era muchacho”, hay un momento muy impresionante. González Vera pasa por Temuco, conoce a Neruda y registra dos cosas. Creo que dice que es un niño prodigio que puede decir todas las palabras al revés. Y lo otro es que reconoce en él, en su manera de recitar, cierto acento mapuche. Y dice que la gracia de su poesía viene de escuchar el eco de la lengua mapuche. Más tarde, cuando un Volodia adolescente descubre a Neruda, después de verlo en un famoso recital donde habla detrás de unas máscaras a comienzos de los 30, lo que recuerda es estar atrapado por esta voz que parece monótona, junto con todos en el teatro. Es interesante, porque González Vera y Volodia no tienen mucho que ver, pero ven lo mismo, se preguntan por esa voz.

—Estás en contacto directo con universitarios. Eres un profesor querido, me cuentan.

—Yo veo a mis estudiantes, que tienen 20 años, perplejos, rabiosos, felices y confusos como uno lo estaba a esa edad. Yo creo que lo único que intento es que se hagan preguntas. Provienen y dialogan con mundos muy distintos. Incluso, me cuesta explicarlos porque cambian de año a año. Y me fascina que en la formación de sus gustos sean tan particulares, tan subjetivos. Te obligan a releer, a mirar de nuevo. Por eso me interesa que ellos aprendan a pensar, a desactivar ideas automáticas. A hacer preguntas. Y mientras más lejos tiren la pelota, yo más bien lo paso.

—Conozco un par de estupendos profesores universitarios que, parece, le agarraron miedo a sus estudiantes.

—Está todo cambiando. No sabemos lo que va a pasar hasta que pasa. Trato de no tener respuestas, de mantener la conversación, estar atento.

—Imagino que el debate de la literatura feminista está presente.

—Sí, todo el rato. La lectura feminista chilena es una magnífica herramienta de lectura de la realidad.

—Por ejemplo.

—Basta leer, por ejemplo, a Julieta Kirkwood, Nelly Richard o los ensayos de Diamela Eltit. O las décimas autobiográficas de la Violeta Parra. Si tomas las tres primeras secciones de esas décimas, son una teoría de género completa. Piensa en ese momento cuando ella le dice a Nicanor Parra, quien la incita a escribir, que ella no puede hacerlo porque tiene que trabajar, mantener a sus niños. Y luego le dice que sí, que va a hacerlo. Entonces, lo que ella hace ahí es poner la escritura como un problema material y autobiográfico. Lo mismo pasa si tomas, por ejemplo, “La Brecha”, de Mercedes Valdivieso, que es la gran novela feminista de los sesenta que termina con el funeral de la Mistral. O a Winétt de Rokha que, en los 40, escribe unos ensayos durísimos.

—Escribiste un libro de reseñas…

—Sí. “Cien libros chilenos”. No lo volvería a hacer. Fue meterme de cabeza en varias tradiciones que había mirado un poco como de lado y desde ciertos lugares comunes. La idea instalada, por ejemplo, que la Generación del 50 era lo mejor que le había pasado a la narrativa chilena. Y de repente te das cuenta, voy a decir una barbaridad, pero que un libro como “El Río”, de Gómez Morel, había declarado obsoleta buena parte de la obra de Jorge Edwards, incluso mucho antes de que esa literatura se escribiera.

Volver a Violeta

Un auto gira cerca del café donde Bisama habla. El chirrido de los neumáticos distrae. Bisama pierde el hilo, la conversación divaga entre preguntas sin respuestas, referencias a Chile, Raúl Ruiz, y preguntas desarticuladas, hasta que el propio Bisama la vuelve al camino con una parrafada que describe muy bien su sorprendente capacidad de hacer conexiones.

“En Netflix estrenaron una serie de terror que se llama ‘Locke & Key'. Está basada en un cómic del dibujante chileno Gabriel Rodríguez con Joe Hill que es una obra maestra. Hill es un escritor de terror que es además hijo de Stephen King y muchas veces es mejor que su padre. Todo el relato transcurre en torno a un caserón lleno de sombras y secretos. Yo siempre le he dicho a Gabriel que aunque esto transcurre en Estados Unidos, lo que él había dibujado era una casa chilena. Entonces, atrapada en los pliegues de la historia de terror que esté contando, él recupera un espacio cercano que todos reconocemos. De repente, leyendo el cómic o mirando momentos de la serie me parece que es como volver a leer a Donoso”.

—¿Donoso? ¿En Netflix?

—Sí, es muy loco. A mí me gusta mucho Donoso cuando escribe de terror. Sobre todo una novela corta que está medio perdida. Se llama “Los habitantes de una ruina inconclusa” y trata de unos matrimonio de señores de cierta edad que viven en Providencia. Al lado hay un edificio en construcción que queda abandonado. Y ellos tienen que comenzar a obsesionarse con los indigentes que empiezan a llegar. Es la historia de Providencia en versión fantástica. O de Ñuñoa. Pero Donoso no tiene el humor que tiene Raúl Ruiz. El humor es también una manera de zafar de la desesperación.

—¿Lo pasaste bien escribiendo De Rokha?

—Fue una experiencia demoledora. Una persecución. Porque de repente me puse a perseguir el detalle del detalle. Pero me gustan mucho esos libros que toman caminos paralelos, como el que hizo Janet Malcolm sobre Sylvia Plath, “La mujer en silencio”, por ejemplo. O los de Greil Marcus, un periodista de rock y crítico de la Rolling Stone de la década del 70, que comentaba muy mal los primeros discos de Dylan de ese tiempo. Marcus escribió a comienzos de los noventa un ensayo llamado “Rastros de Carmín”, sobre la idea de que “Anarchy in the UK”, la canción de los Sex Pistols, podía resumir la historia de la contracultura desde la Edad Media. Marcus va al Mayo francés, a los situacionistas, a los dadá. Para hacerlo trabaja con materiales precarios, grafitis, fanzines, publicaciones perdidas. Marcus hace de la cultura una especie de arqueología, los objetos presentes contienen todas los rastros del pasado.

— ....

— Lo que dice es que cuando escuchamos esa canción de tres minutos de los Pistols, estamos accediendo a los ecos de otras muchas historias más. Y yo creo que eso pasa con Los Prisioneros, Los Jaivas. Pasa con Nicanor Parra. ¡Y la Violeta Parra! Yo vuelvo a Violeta Parra porque no sabes qué carajo está pasando ahí. ¿Leíste la biografía de ella de Bernardo Subercaseaux con Jaime Londoño? Está perdida hace varias décadas. Para mí es el mejor libro sobre Violeta Parra. Recopilan entrevistas y arman una biografía coral, con muchas voces. Aparecen hablando la mamá y las cantoras de las cuales ella les había recopilado canciones, Manns, Sergio Larraín, hasta Gastón Soublette. Lo interesante es ver las voces que están chocando una contra otra y que, en general, no pueden atraparla nunca. ¡Nunca!

LEER MÁS