Por Hernán Loyola

«Me gustas cuando callas».

Poema 15

Pueden caber dudas sobre la destinataria de algunos de los Veinte poemas de amor, pero no sobre la del poema 15. «Me gustas cuando callas porque estás como ausente»: fue escrito pensando de seguro en Albertina Azócar, estudiante de Francés en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, situado entonces en la esquina de la Alameda con Avenida Cumming, junto al Liceo de Aplicación.

De Albertina, el joven Neruda se enamoró en 1921, a poco de su llegada a Santiago. En sus cartas la llamará mi Pequeña o Netocha. Lejos de ser una machista conminación a callar, este verso, y todo el poema 15, no hizo sino convertir en elogio la referencia a una condición característica de Albertina que podía resultarle desfavorable: su silencio. Albertina, la silenciosa, fue una muchacha de poquísimas palabras, quizá por timidez o porque su familia represiva la acostumbró a callar. No lo sabemos.

El primer manuscrito original del poema 15 traía como título «Poema de su silencio». Neruda recordará cómo, tomados de la mano, hacían largas caminatas por el Parque Forestal sin que Albertina dijera una palabra. Pero ese silencio no era un problema para Pablo, que de todos modos se sentía cómodo y feliz con ella. Especialmente en la cama del modesto cuarto del poeta en calle Padura (hoy calle Club Hípico).

En su biografía nerudiana, Teitelboim se preguntaba qué vio Pablo en Albertina. La respuesta era simple: la muchacha supo ser la amante intensa, mórbida y morosamente sensual que él había soñado, la encarnación viva de la más dulce piel anhelada por sus fantasías. La sensualidad, según ama reiterar el académico Alain Sicard, es la clave máxima para comprender la poesía de Neruda, no solo en el campo sexual sino como deleite de los objetos, del mundo.

La poderosa atracción sexual que Albertina ejercía fue quizás la única base real de aquel amor, pero el poeta enamorado no intentó en los “Veinte poemas…” idealizar esa verdad sino verbalizar con sinceridad la intensidad física con que vivía sus emociones y sentimientos (de ahí el éxito del libro). La relación duró hasta mediados de 1923, cuando Albertina regresó definitivamente a Lota tras una intervención quirúrgica de urgencia en Santiago, obligada por sus padres a volver a la casa familiar y a proseguir sus estudios de Francés en la cátedra recién creada por la Universidad de Concepción.

Ella no pudo o no supo defender el amor que la unía a su poeta. Pero la fascinación sexual siguió ejerciendo su poder sobre Neruda, quien no cesó de escribir a Albertina —pidiendo y suplicando en vano un reencuentro— hasta mediados de 1927, cuando con su amigo Álvaro Hinojosa subió al transandino hacia Buenos Aires para embarcarse en el “Baden” rumbo a Rangoon.

Las pruebas del poder que ella había adquirido son las numerosas cartas (más de un centenar) con que su poeta, entre 1923 y 1927, frenéticamente trató de convencerla a actuar, a superar los obstáculos, para reencontrarse y recobrar la intimidad erótica que habían vivido por casi dos años. A ninguna otra mujer nuestro pobre poeta escribió tantas y tan ávidas cartas —y tan patéticas a veces— como las que escribió a la muchacha de Lota. Ni por ninguna otra mujer, antes de Matilde, inventó y propuso tantas argucias para lograr al menos una noche de amor, incluyendo una posibilísima reunión a fines de 1925, en Ancud, isla de Chiloé, adonde Pablo viajó para acompañar al hermano de Albertina, Rubén Azócar —amigo y profesor del liceo local—, aunque soñaba con el viaje paralelo de su amada desde Lota. Ella no tomó el tren para reencontrarse con su poeta, ni entonces, ni siquiera cuando Pablo estaba por partir hacia Rangoon en 1927: esa fue la otra forma de su silencio.

Aunque a Pablo no le faltaron amores de consuelo en esos años, ninguno logró superar la sinceridad y la fuerza de sus sentimientos hacia Albertina.

2

Esa atracción sexual fue el poder que determinó muchos —y sobre todo el clima expresivo— de los “Veinte poemas” y de las cartas y las ansiosas invenciones de Pablo hasta 1927. Tuvo entonces un efecto de autenticidad poética que pagará muy bien al amante-autor, hasta hoy. Pero esa misma fascinación erótica invistió a Albertina de otro poder particular, negativo esta vez: para superar su íntima crisis de 1923, la ambición narcisista del poeta, unida al miedo y a la inseguridad, hizo brotar de su pasión por Albertina la falsa figura de la amada concebida como una poderosa fuente de cósmica energía poética, capaz de suscitar los poemas que debían salvarlo de la derrota y frustración que siguió a “Crepusculario” en 1923:

Se trata de ese ciclo de poemas que tuvo muchos nombres y que, finalmente, quedó con el de “El hondero entusiasta”. “Ese libro, suscitado por una intensa pasión amorosa, fue mi primera voluntad cíclica de poesía: la de englobar al hombre, la naturaleza, las pasiones y los acontecimientos mismos que allí se desarrollaban, en una sola unidad. Escribí afiebrada y locamente aquellos poemas que consideraba profundamente míos”.

Si hubieran leído ese libro, las feministas que lo atacan hoy habrían encontrado para su misión inquisitorial mucho más material que en “Veinte poemas”. El poeta en crisis había concebido un proyecto de rescate para el cual reclamaba a grandes voces el auxilio erótico de la amada.

“Sumérgeme en tu nido de vértigo y caricia. Anhélame, retiéneme De pie te grito! Quiéreme . [ . . .] Yo solo te deseo, yo solo te deseo! No es amor, es deseo que se agosta y se extingue, es precipitación de furias, acercamiento de lo imposible, pero estás tú, estás para dármelo todo, y a darme lo que tienes a la tierra viniste como yo para contenerte, y desearte, y recibirte! [ . . .] Llénate de mí. Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame [ . . .] Porque tú eres mi ruta. Te forjé en lucha viva. De mi pelea contra mí mismo, fuiste [ . . .] Seré la ruta tuya . Pasa. Déjame irme. Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame . Haz tambalear los cercos de mis últimos límites . Y que yo pueda, al fin, correr en fuga loca, [ . . .] correr fuera de mí mismo, perdidamente, libre de mí, furiosamente libre . Irme, Dios mío, irme!”.

A través de esta escritura de vehemencia exigente y demencial, Pablo creía haber encontrado su lenguaje más original, más propio; la ruta para su definitiva afirmación poética y la conquista de la fama. Su amigo Aliro Oyarzún, que gozaba de un cierto prestigio de lector bien informado, al escuchar “El hondero entusiasta”, le confesó a Pablo que percibía ecos del poeta uruguayo Carlos Sabat Ercasty, muy leído por ambos. Neruda negó rotundamente esa influencia, pues justo aquel poema, destinado a dar título al conjunto, lo había escrito de noche en Temuco, bajo las estrellas que veía desde la ventana de su cuarto, en un estado de delirante inspiración, de embriaguez creativa.

Pero corroído por la duda escribió al maestro uruguayo con ansiedad, cargándolo de enorme responsabilidad en caso de respuesta desfavorable. Afortunadamente para Pablo, Sabat Ercasty no se dejó impresionar por el muchacho y respondió que en efecto advertía algo de suyo en los versos recibidos. Por lo cual Pablo, despechado y furioso, abandonó bruscamente el proyecto y dejó extraviarse los muchos poemas (casi un centenar) que había escrito en 1923 con ese propósito.

Así, “El hondero entusiasta” —libro en el que tanta ilusión había puesto— nunca se habría publicado si diez años más tarde Luis Enrique Délano no hubiera logrado rescatar, con la ayuda de Albertina y de otras amigas, una docena de los textos perdidos. El abandono del proyecto a comienzos de 1924 obligó a Pablo a recuperar —a contrapelo— su lenguaje erótico más sincero y auténtico con la publicación de los “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” a mediados de ese año.

A contrapelo, sin quererlo, porque el lenguaje de su sinceridad aparecía poéticamente disminuido a sus ojos por la presión de una imagen idealizada y falsa de sí mismo, la del Hondero. El triunfo de esa sinceridad fue proclamado por Pablo en el “Poema 1”, escrito después de la respuesta de Sabat Ercasty y donde declaró nítidamente el ascenso y la caída del Hondero, y el regreso al amor auténtico:

“Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros y en mí la noche entraba su invasión poderosa. Para sobrevivirme te forjé como un arma, como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.

“Pero cae la hora de la venganza, y te amo. Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme. Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia! Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia...”

3

El 5 de octubre de 1929 el cónsul de elección, aún llamado Neftalí Ricardo Reyes, comenzó una larga carta que escribirá por etapas, intermitente, hasta completarla el 21 de noviembre en su bungaló junto al mar en Wellawatte, aldea periférica de Colombo, Ceylán (hoy Sri Lanka), para enviarla a Héctor Eandi, de Buenos Aires, fiel amigo argentino con quien no se conocían personalmente. Eandi tuvo la feliz e impagable constancia de obligar a Pablo, con sus cartas, a escribir un maravilloso epistolario, fundamental para la historia de su residencia en Oriente y para la exégesis de “Residencia en la tierra”.

Al comenzar su carta, tras agradecer a Eandi su obstinada, insólita adhesión, le declaró por primera vez lo que por dignidad había omitido hasta entonces: la permanente humillación de un trato económico insoportable: «Tengo 166 dólares americanos por mes, por aquí este es el sueldo de un tercer dependiente de botica». A lo cual agregó una declaración de extremo interés para el presente relato:

“Tal vez si mi salario fuese justo e inmutable —es decir, que yo tuviera la seguridad de recibirlo a cada fin de mes—, acaso me importaría poco seguir mi vida en cualquier rincón, frío o caliente. Sí, yo que continuamente hice doctrina de irresponsabilidad y movimiento para mi propia vida y las ajenas, ahora siento un deseo angustioso de establecerme, de fijarme algo, de vivir o morir tranquilo. Quiero también casarme, pero pronto, mañana mismo, y vivir en una gran ciudad”.

Por rara coincidencia, justo mientras Pablo escribía estas líneas a Eandi, Albertina Rosa Azócar desembarcaba en el puerto de La Rochelle-Pallice el 16 de octubre, y desde Bruselas, no antes de instalarse con toda calma, envió a Pablo una postal con la noticia. Investigadora y docente de la Universidad de Concepción en Metodología de la Educación, Albertina fue enviada a Europa para estudiar el método pedagógico del belga Ovide Decroly en la ya célebre École de l'Ermitage, cercana al bosque de Soignes.

No es difícil imaginar la conmoción de Pablo al recibir la noticia, en noviembre, y el estado de agitación que le provocó. Olvidando los desaires de Albertina a sus requerimientos entre 1924 y 1927, de inmediato le rogó viajar hasta Colombo para casarse con él, sugiriéndole en cartas del 17 y 18 de diciembre el modo de cambiar el pasaje de regreso a Chile por otro a Colombo desde Marsella. Pero entre la renacida atracción y su desastrosa situación económica, la angustia de Pablo subió al punto de pedir a su examante postergar ese hipotético viaje a Colombo hasta fines de febrero para poder recibirla con algún decoro. Cabe imaginar la terrible humillación con que nuestro mísero cónsul vivió su incapacidad, incluso para hospedar a su novia aún tan soñada y deseada.

Otras inquietudes tenía ella entretanto. A mediados de diciembre viajó a Londres con compañeros de estudio sin dejar dirección. Pablo y sus requerimientos eran, como antes, la última de sus preocupaciones. Una de las cartas urgentes de Pablo retornó a Colombo con la nota Parti sans laisser d'adresse, mientras desde Londres llegó una postal con solo cuatro palabras: «Tu silencio me inquieta» y una nueva dirección en Bruselas. Pablo respondió el 12 de enero de 1930, con una carta tan patética como algunas de años atrás:

“Mi Albertina, apenas puedo contener mi furia y escribirte con calma... He estado pensando locamente en ti todo este tiempo... y esperando con angustia una palabra tuya, y cuando la creía llegada, tengo mi carta devuelta, porque tú no te has dignado dar instrucciones al respecto. Ayer creí volverme loco de rabia, decepción, tristeza. Supongo que mis otras seis o siete cartas enviadas a la misma dirección se perderán también... Y naturalmente una pequeña postal en un mes. Después de cinco años de absoluta mudez, lo que tienes que decirme cabe en una postal! Dime, Albertina, debo dudar de ti?”.

Sabiendo que el embarque de Albertina estaba previsto para el primer día de febrero, la porfía de Pablo se acentuó y devino aún más patética. Le escribió de nuevo resumiendo su plan y, para hacerse perdonar la frase de su carta anterior («Todo debe pasar ahora o nunca»), agregó una posdata confesando la soledad en que vivía.

Lejos estuvo de intuir que eso convencería aún menos a la impertérrita Albertina, quien sin inmutarse emprendió el regreso a Chile. Irónicamente, la fidelidad a su compromiso con la universidad (que Albertina esgrimió para no viajar a Colombo) fue tan mal correspondida como el desesperado requerimiento de Pablo. Al regresar a Concepción fue convocada por el director, el mismo que la había enviado a Bruselas, para recriminarla por el contenido de la última carta de Pablo, que acababa de abrir. Furiosa por la violación de su correspondencia, Albertina reaccionó abandonando su cargo en la universidad y con ello su proyecto de aplicar el método Decroly por el que había viajado a Bruselas. Y por el cual, según su última carta a Pablo, había renunciado a reunirse con él en Ceylán.

4

El 13 de junio de 1930 Pablo desembarcó en Batavia, isla de Java, viajando desde Colombo, y el 6 de diciembre de ese mismo año desposó a una mujer javanesa (de ascendencia holandesa) poco mayor que él, y cuyo nombre chilenizó de inmediato como Maruca. La evidente prisa fue consecuencia del fracaso de su tentativa de realizar con Albertina, en Ceylán, su declaración de la carta a Eandi: “Quiero también casarme, pero pronto, mañana mismo”.

Había llegado a Batavia como cónsul también en Singapur, vale decir con doble sueldo, lo que pareció asegurarle un matrimonio más o menos desahogado en lo económico. Para su desgracia —y la de su luna de miel— nadie avisó al cónsul en Batavia de la catástrofe de los efectos del crac financiero de Wall Street de 1929, que descargó su retardada furia sobre la economía chilena al término del año 1930 y no antes debido a que los pactos entre el gobierno de Estados Unidos y el del general Ibáñez del Campo rigieron hasta fines de ese año. Al comenzar 1931 no solo sus entradas se redujeron a la mitad, y nominalmente, porque no siempre llegaban, sino que además Pablo comenzó a comprender que su matrimonio había sido una mayúscula equivocación. «Para qué me casé en Batavia?» se preguntará todavía decenios más tarde, en 1958, en “Estravagario”.

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