“¡Vienen por arriba!”.

La madrugada del 5 de julio de 1999, 1.650 familias llegaron en estampida a ocupar ilegalmente el terreno del empresario Miguel Nasur, ubicado entre las avenidas José Arrieta y Tobalaba, en Peñalolén. Mientras corrían, todos gritaban a coro por dónde se movían los Carabineros. Los cientos de niñas y niños esperaban protegidos en una carpa con limones para contrarrestar los efectos de los gases lacrimógenos, lanzados por la policía con el fin de desalojarlos. Desde ese día, y hasta mediados del 2019, el sitio de 94 mil metros cuadrados se convirtió en la toma de Peñalolén, uno de los asentamientos irregulares —como se define técnicamente a las tomas— más grandes y duraderos del país, y que hasta julio del año pasado, cuando se fueron las últimas 24 familias, fue el hogar de alrededor de diez mil personas.

Hoy, los sonidos que se escuchan son diametralmente diferentes. Aunque aún hay gritos constantes, son de niñas y niños que juegan en el espacio que la municipalidad transformó en el Parque de Peñalolén, con un ecoparque para reciclar y un Centro Ceremonial de Pueblos Originarios en construcción. Ahí, bajo los cimientos del skate park, apenas quedan rastros de las casas que durante veinte años conformaron una microsociedad con sus propias reglas y un modelo de organización que, incluso, se estudia fuera de Chile (ver recuadro).

Uno de los tres comités que convocó la movilización de esa madrugada fue “La voz de los sin casa”, una organización formada cuatro años antes por la SurDA, un movimiento de izquierda que quería conseguir casas para los allegados de Peñalolén. Ese era el objetivo de quienes llegaron esa noche: construir en ese terreno su casa propia. Para esto, lotearon los sectores del sitio y en cuanto lograron hacerse del espacio se dividieron en tres comités más. Así canalizaban las necesidades de las familias y negociaban con las autoridades. Por esto, todos tenían que llegar con la familia completa y sumarse a una de las ocho comisiones que crearon para aportar en los diversos frentes que tenían que cubrir para que todo funcionara, desde Seguridad, Niño, Cruz Roja y Electricidad.

Las intenciones de desalojo de la toma por parte de las autoridades locales comenzaron el mismo día que llegaron a instalarse. Por lo mismo, en sus dos décadas de existencia fueron varios los procesos que tuvieron que enfrentar. Interna y externamente. Mientras se consolidaban como una organización de pobladores fuerte y sólida, también vivieron crisis que debilitaron el proyecto, y así como la toma crecía y cumplía hitos —desde la construcción de un tendido eléctrico, un jardín infantil hasta conectar una tubería hasta La Reina para conseguir agua potable—, en paralelo convivían con un tira y afloja para legalizar su situación habitacional.

No fue hasta 2004 que la solución se empezó a visibilizar. En dos años, alrededor de 800 familias fueron asignadas a casas “chubi” —llamadas así por sus techos coloreados— en Peñalolén y La Florida. Desde entonces, y hasta julio de 2019, se hizo frecuente la presencia de una retroexcavadora en la toma. En cuanto una familia se iba, la máquina pasaba por encima de la vivienda para asegurarse de que nadie más la pudiese ocupar.

A un año del anuncio oficial de que la toma llegaba a su fin, prácticamente todos han sido reubicados en vivienda sociales —aún quedan 130 familias en campamentos provisorios esperando la entrega de su vivienda—, muchos aún son vecinos y aunque valoran sus nuevas vidas, rememoran con cierta nostalgia sus tiempos de comunidad.

Una ciudad dentro de una ciudad

En 1999, José Rojas (68) se había separado de su esposa y trabajaba en un taller de electrónica. Llevaba diez años postulando a una casa en el Servicio de Viviendas y Urbanización (Serviu), pero nunca le daban ninguna respuesta. Por lo mismo, fue uno de los miles que el cinco de julio llegaron al terreno de Peñalolén. “Mi hijo era parte del comité de ‘La voz de los sin casa', por lo que me contó de la toma y decidí instalarme en ese sector”, cuenta.

Ahí conoció a su actual pareja, Gladys Cabezas (62), con quien hoy comparte una de las casas que el municipio entregó durante la primera ola migratoria de la toma, en 2006. Entonces, el Serviu les dio un plazo de 15 días para decidir si querían quedarse en uno de los dos terrenos de Peñalolén que estaban en proceso de construcción o recibir un voucher para comprar una casa nueva o usada en Santiago. José optó por la primera y no solo sigue viviendo ahí, sino que junto a varios de sus históricos vecinos.

En los primeros dos años de la toma, José se transformó en una figura importante a nivel organizacional. Armó la primera radio de frecuencia FM de una toma en Chile y lideró la comisión Electricidad, a través de la cual levantaron el tendido eléctrico que les dio luz a todas las familias. Primero, se colgaban de la energía de las casas aledañas, pero con la intervención de Chilectra y del municipio, finalmente pudieron acordar un tendido formal, que se pagaba de forma equitativa entre todas las familias. “Para mí fue una responsabilidad moral, porque veía que algunas casas se quemaban por el mal uso de la corriente”, recuerda.

Una aliada importante para el poblador fue Antonieta Mariqueo (52). Hoy dueña de casa, llegó al terreno un día después del inicio de la toma. Hasta entonces vivía de allegada donde su suegra en Lo Hermida y entró a “La voz de los sin casa” porque su primo y varios conocidos estaban ahí. Así se enteró de lo que había ocurrido esa madrugada de julio y la noche siguiente, junto a su marido y su hijo Lenin, de entonces 12 años, partieron a instalarse.

“Hacía un frío que te calaba los huesos, pero pusimos nuestra carpa y nos quedamos”, recuerda. Gracias a su carácter determinado y con una voz que no permite ser interrumpida, rápidamente tomó un rol protagónico y se volvió una de las primeras dirigentas. Desde ese lugar, se encargó de lotear el sitio y se sumó a la comisión Niño, que pronto creó el primer jardín infantil que se haya hecho en una toma.

En 2006, luego de varias diferencias que causaron divisiones en la comunidad, tanto José como Antonieta se fueron de la toma. Lo hicieron el mismo día. Y aunque anhelaban ese momento desde que llegaron, ambos recuerdan con añoranza su época de liderazgo, sobre todo por el nivel de organización que alcanzaron, un factor que los ha hecho destacar en comparación con cualquier otra toma en Chile. Incluso fue motivo para que la Cepal, de la Naciones Unidas, invitara a José a exponer sobre su experiencia.

Había rondas del equipo de Seguridad durante todo el día, establecieron ley seca para evitar peleas y prohibieron el consumo de drogas. “Fuimos firmes y eso se refleja en las cinco mil firmas que juntamos en la comuna para que, en caso de no poder comprar el terreno, la toma se convirtiera en un parque para la comunidad. Y así pasó”, señala José.

Aun así, el día a día tenía desafíos que a ninguno le gustaría volver a enfrentar. “Estar en ollas comunes, ocupar entre todos un baño y las reuniones eternas fueron momentos que me cambiaron la vida”, explica Antonieta. Pero esa sensación de que unidos podían lograr mejores cosas se quedó con ellos. Hoy trabajan en conjunto para obtener termopaneles para sus casas, el paso que sigue luego de haber instalado paneles solares. “Me demoré seis años en querer este nuevo hogar. He ido soltando mis amarras y es bonito ver a mis hijos crecer en libertad”, agrega la ex dirigenta.

José siente lo mismo. “Hoy estoy feliz por lo que logramos. Lo único que quería era que las y los niños de la toma pudieran salir en las noticias por algo más que la vulnerabilidad y drogas. Pero uno siempre mira para atrás y es imposible no recordar a quienes no alcanzaron a reunir el dinero para su vivienda. Por eso siguen los comités. Porque esto siempre fue pensando en que la vida mejorara para todos los que estuvimos ahí”.

Las mujeres de la toma

El 26 de mayo de 2006, cuando José y Antonieta dejaban la toma para comenzar sus nuevas vidas, el hijo mayor de Darinka Morales cumplía 12 años. A pocas horas de levantarse, ya sabían que sería un día intenso, porque se rumoreaba que durante esa misma jornada, en la que 800 familias salían, llegarían nuevos pobladores a realizar una retoma de los terrenos que quedaron liberados.

Darinka corrió al jardín infantil que seis años antes ayudó a fundar y colgó un letrero que decía: “Hoy no hay clases”. Adentro ya había varios alumnos, a los que reunió y escondió en la iglesia que también construyeron los mismos pobladores, a pocos metros, para que no fueran reprimidos en caso de que llegara Carabineros. El sargento Urra, un oficial que estuvo desde los inicios de la toma vigilando a los pobladores, se encontró con Darinka unos minutos después. Quería saber si el rumor era real. Ella no alcanzó a contestarle cuando por el portón de José Arrieta ingresaron cientos de personas.

Para Darinka es uno de los días más tristes de su paso por la toma. “Destruyeron el jardín por completo”, cuenta. La escena, asegura, era desoladora: “Los carabineros entraron con un camión, se metieron al jardín y nos dicen: ‘vamos desalojando'”. Entre gritos y empujones, los pocos que estaban adentro alcanzaron a salir, mientras el camión enganchó la estructura completa y se la llevó.

“Los papás y las mamás no sabían qué hacer. Yo lloraba mientras veía cómo los niños corrían pidiendo que no se llevaran el jardín”, recuerda. Era el fin no solo de un espacio que había sido de gran ayuda para las familias, sino también un símbolo de la fuerza femenina del campamento. “Jamás imaginé trabajar en un jardín y poder entregar educación a personas que quizás no la obtendrían en otra parte”, cuenta sentada en su casa, a dos cuadras de la de José, en uno de los departamentos entregados por Un Techo para Chile a 262 familias de la toma en 2016.

Darinka llegó al sitio de Peñalolén la misma gélida madrugada de julio de 1999. Con cuatro hijos y viviendo de allegada con su mamá, fue la única alternativa que encontró para tener una casa propia. “En esa condición”, dice, “con esa cantidad de hijos y siendo mujer, no eres bienvenida en la sociedad”. De inmediato se integró a la comisión Niño, ya que sentía que con su experiencia como mamá era donde más podía aportar.

“Dentro de las necesidades más urgentes estaba el problema de dónde dejar a los niños cuando sus tutores salían a trabajar. A muchos les pasaba que eran discriminados en los jardines fuera de la toma, solo por vivir ahí, así que junto a unas estudiantes de Pedagogía de la UC, que vinieron el 2000, comenzamos a idear el jardín El Canelo. Yo tenía solo mi tercero medio cumplido, pero nos hicieron un curso para empezar a funcionar y abrimos en noviembre”, recuerda Darinka. Hoy es dueña de casa y se dedica a cuidar a sus nietos mientras busca trabajo.

“Ahí, dentro de la toma, me sentía respaldada y protegida. Eso sí, el machismo se veía en la violencia intrafamiliar. Como había ley seca, los hombres se desesperaban, ¿y qué hacían? Le pegaban a su mujer”, explica. Por eso establecieron la ley de no agredir a las mujeres, que se fiscalizaba con miembros de Seguridad haciendo rondas por los pasajes en busca de maltrato intrafamiliar. “Como eran casas de material ligero, los gritos podían escucharse fácilmente”.

El Ministerio de Vivienda y Urbanismo (Minvu) hizo un catastro nacional de campamentos el año pasado, donde publicó que el 55% de las jefaturas de hogar correspondían a mujeres. Algo que ya pasaba en Peñalolén: “Las hacíamos todas”, dice Darinka. Antonieta recuerda lo mismo: “Las pobladoras nos empoderamos. Los hombres salían a trabajar y nosotras nos hicimos cargo de manejar la toma”.

Mientras la cantidad de dirigentas aumentaba, aquellas que no tomaban roles de liderazgo comunitario accedieron a alternativas pagadas de trabajo y especialización. Así fue como en 2002 Darinka comenzó a recibir un sueldo de $56 mil, gracias al interés del Hogar de Cristo en el proyecto educativo. Pero el triunfo más grande, el que Darinka atesora como el recuerdo más importante, fue cuando consiguieron alimentación gratuita para sus estudiantes en 2004, después de protestar en masa afuera de la Junta Nacional de Jardines Infantiles (Junji).

Para Darinka, el jardín se había transformado en algo mucho más relevante que un trabajo, y por eso no siguió a Antonieta y José cuando se fueron en 2006 y optó por esperar. Se quedó hasta el 2016, cuando se acabó el jardín y la organización Integra acogió el proyecto para recuperarlo en Las Torres de Peñalolén. “No me quería ir, era mi hogar y mi trabajo. Pero ese día me echaron de la toma, con funcionarios de la municipalidad y carabineros que desarmaron mi casa”.

Una vivienda que no tenía ventanas, solo paredes, techo y una puerta. “Cuando me entregaron el departamento quedé maravillada. Tenía un ventanal enorme con vista al cerro. Es lo que más amo de mi casa”, cuenta Darinka.

Una lucha que no termina

Cuando el Minvu anunció, en marzo del 2019, que solo faltaba la última parte del proceso de desalojo de la Toma de Peñalolén, todavía quedaban 24 familias ahí. Si bien los últimos dejaron el terreno en julio —cuando de inmediato se empezó a preparar el terreno para el actual parque—, actualmente quedan 130 familias distribuidas en campamentos provisorios a la espera de su vivienda. Blas Roa (46) y Gloria Contreras (46) se conocieron en la toma. Desde entonces son amigos y todavía siguen siendo vecinos. Cada uno habita una mediagua de dos piezas de 18 metros cuadrados frente al Cesfam Silva Henríquez, en Peñalolén.

Blas fue de los primeros en llegar a la toma. Cinco años antes había dejado Angol para instalarse en Santiago y trabajaba en una empresa de colchones. “Llegué solo a ‘La voz de los sin casa'. No puedo decir que pasé necesidades, ya que la única que tenía era la de una casa. Pero ya no podía pagar el arriendo porque ganaba una miseria. Por eso me fui a la toma”. Está sentado en el patio de su actual casa, donde llegó junto a su pareja, Mariela Vargas (36), y su hijo, en diciembre de 2018.

Blas, a diferencia de otros pobladores, no se ceñía al trabajo de una sola comisión. Él participaba en cualquiera que necesitara ayuda. Por lo mismo, fue parte de Seguridad y también del equipo que construyó la cañería que conectó la toma con agua potable. “Fue tan bien organizado que solo diez personas sabían que haríamos esto por debajo, y eso que éramos diez mil”, recuerda sonriendo. La experiencia lo marcó, porque experimentó el compromiso que todos sentían con mejorar la calidad de vida como grupo.

“Me acuerdo de que salía a trabajar todos los días hediondo a humo. Me iba a las 5:30 de la mañana y volvía a las nueve. Como vivía solo, podía comprarme dos panes y listo, pero siempre hacían un fogón, entonces llevaba dos kilos de pan y los dejaba ahí para quienes no tenían qué comer. En un escenario así, no se puede ser inconsciente”, dice Blas.

Pronto él se hizo conocido por su local de abarrotes. Con unos ahorros que logró juntar le compró el terreno a un vecino que dejó la toma en 2004. Ahí instaló Entre Negros Minimarket Casi Pub, el negocio que le da trabajo hasta el día de hoy y que le permitió mantener un vínculo cercano con muchas de las familias del campamento.

Fue testigo de cómo las negociaciones del desalojo pasaron por una serie de obstáculos, desde promesas de reubicación en la comuna que no se cumplían hasta las divisiones dentro de los mismos comités por diferencias de opinión. A él mismo le ocurrió: en 2004 habían firmado la promesa de compra-venta para un terreno en Renca, pero no se concretó. “No nos devolvieron la plata ni nos dieron explicaciones al respecto”, cuenta. “Después me pasó que estaba listo para irme a las ‘chubi', en Peñalolén, pero me echaron cascando porque no tenía hijos”.

A Gloria también le tocó vivir la desilusión del sitio en Renca. Ella llegó a la toma en septiembre de 1999, con dos hijos y un embarazo de cinco meses. Su hermano participaba en el comité de “La voz de los sin casa” y él le había dado el dato. En cuanto se asentaron, entró a la comisión Secretaría, donde aprendió a organizarse y a fortalecer la lucha por el sueño de la casa para sus hijos. Uno que debería concretarse finalmente durante el segundo semestre de este año.

“Estoy en una transición a mi casa definitiva y siento que no puedo ir progresando ni arreglando mi casa actual porque nos vamos”, dice Gloria, que llegó a la mediagua el seis de abril de 2019. “Espero con ansias ese día”.

A diferencia de muchos de sus antiguos vecinos, que pasan a diario por el lado del sitio de la toma, Blas y Gloria apenas han vuelto algunas veces. Y ella no ha querido entrar. “No, porque tengo rabia por el sistema de vivienda que tiene este país”, cuenta.

De alguna manera, para Gloria sus tiempos en la toma aún no terminan realmente. Porque aunque ya no está ahí, y falta poco para la asignación de su vivienda definitiva, para ella la lucha sigue igual de viva.

“Estoy ansiosa por tener mi casa tras 20 años de espera. Pero a pesar del tiempo, siento que la toma fue una victoria. Es cierto, legalmente el terreno no nos pertenecía, pero ahí comenzamos a construir un verdadero hogar. No puede ser que tengas que llegar al extremo de ir a vivir a una toma para obtener una casa. La vivienda es un derecho, no un privilegio”.

El conflicto urbano de la toma

Juan Pablo Astorga es arquitecto, académico de la UTEM y candidato a doctor en la University College London, donde desarrolló una profunda investigación sobre la toma de Peñalolén. Empezó a estudiarla en la primera década de los 2000, cuando se aseguraba que Chile era una excepción en el mundo por la reducción en el número de asentamientos irregulares en los 90. Para él, esto no se condecía con la realidad que veía en el país —la que desde 2011 ha tenido un retroceso en esta materia, ya que desde entonces los asentamientos informales han aumentado en un 22% según cifras del Serviu—.

“La toma de Peñalolén es un reflejo de la crisis del sistema de subsidios y del tipo de planificación urbana en Chile. Vivían en bastante precariedad, y eso son los asentamientos informales: la precarización de muchas dimensiones fundamentales de las personas, como la salud y el empleo, entre otras”, afirma el arquitecto.

Sin embargo, el foco de su interés en la toma tiene que ver con dejar de perpetuar la noción de los asentamientos como un “conflicto” que padecen ciertos lugares del mundo y más bien apostar por entenderlos como una expresión de diversidad, aportando en imaginar y construir una parte alternativa de la ciudad según explica en el paper que publicó en 2015, La toma de Peñalolén como conflicto urbano: reflexiones sobre su causa y medios de formalización. En este, aborda la toma desde tres dimensiones: gobernanza, sentido de lugar y planificación. “Creo que quienes están encargados del trabajo desde la institucionalidad no aprecian la ciudad como diversidad, sino que ven a un grupo como un problema y otro que no lo es. La toma en sí es la expresión de la diversidad. Si supiéramos escuchar a la gente que vive ahí, realmente aprenderíamos de la forma en que se organizaron para construir ciudad”, afirma.

Un aspecto destacable de la toma, según el arquitecto, “es el hecho de que pudieran quedarse en la comuna, y eso no sucede siempre. Tiene que ver con su capacidad organizativa para la negociación. Como los terrenos en Peñalolén eran más caros que el valor de los subsidios habitacionales, el Minvu tuvo que elevar el valor de estos bonos para todos quienes compraran viviendas en el país”.

LEER MÁS