Criado entre Quilicura e Independencia, Juan Carlos Fau vivió toda su infancia y juventud viéndole la espalda a la Virgen del cerro San Cristóbal, pidiéndole a la santa que mitigara sus deseos, pero ella se mantuvo indiferente a sus súplicas, sorda como tapia.

El tránsito biográfico de Fau parece un cuento de hadas meritocrático: de origen humilde, exalumno del Instituto Nacional en los 80, el periodista se tuvo que romper el lomo trabajando en la Feria Chilena del Libro hasta que se independizó y pudo construir la red de librerías Qué Leo, que funciona como reloj suizo a lo largo del esqueleto chileno.

Hoy, a sus 48 años, el antiguo conductor del programa radial “Un país generoso” —al que renunció con polémica— trabaja en su librería de Pedro de Valdivia, rodeado de mujeres, y cuenta que sube en bicicleta hasta la punta del cerro como terapia, porque es su antidepresivo, y “así me ahorro el pastilleo, los psiquiatras y los libros de autoayuda”.

Hace un par de días, pasó la marcha por el “Rechazo” afuera de su librería y un grupo de energúmenos le gritó ¡marxista!, cosa que le causó risa. Piensa que (Alberto) Mayol y los agoreros de la destrucción del sistema neoliberal se han subido al carro de la victoria y “han dicho que ellos predijeron todo lo que ha pasado en Chile”, pero el pelado Fau cree que no existe “una voz auténtica que, desde Puente Alto o Maipú, desde el gueto, con conocimiento de causa, diga y explique que llevamos 30 años viviendo con 300 lucas”.

—Uno de los primeros libros sobre la crisis fue uno de fotografías. ¿Te llama la atención?

—Claro, son libros que más bien parecen suvenires. Son textos de imágenes, donde no hay un pensamiento articulado ni una narrativa que dé cuenta de lo que está pasando. Esos libros vienen a decir algo así como: “Yo fui testigo del estallido social y esto fue lo que la gente escribió en la calle”. Se han vendido mucho, porque la gente necesitaba tener un archivo que testimoniara que había vivido un período histórico.

La traición del Instituto

Dice que las fronteras en la capital siguen existiendo y que el estallido ha sido diagnosticado desde una perspectiva súper elitista, por gente sin calle. “Todavía no hay una marcha en Vitacura. En algunas comunas del barrio alto ni siquiera tienen que poner protecciones en el comercio”.

En Plaza Italia hay rayados que rezan: “Somos los de abajo y vamos por los de arriba”.

—Bueno, eso es una caricatura de lo que es una lucha de clases. Porque si hubiera una lucha de clases de verdad, no rayarían el centro, rayarían el Casa Costanera. Ahora, es probable que esa gente que raya consignas ni siquiera sepa que exista el Casa Costanera o el Santiago College. Las personas que creen que vivimos una lucha de clases porque rompen el centro no saben que ahí vive gente en las mismas condiciones que ellos.

Tú estudiaste en el Instituto Nacional y los institutanos comenzaron la evasión del metro y hace poco cortaron el tránsito en su primer día de clases. ¿Qué opinas sobre lo que sucede en ese colegio?

—Yo creo que el Nacional cayó en la trampa, por lo menos mi generación, al cambiar los sueños colectivos por la ambición. Pasó de ser un colegio que tenía estudiantes que se comprometían con lo social a ser individualistas. Ahora el símbolo del exalumno destacado es Golborne, alguien que traicionó financieramente a su propia clase. La ambición, el querer ser otro, el arribismo, consumió a toda una generación de alumnos que no fueron capaces de poner a sus hijos en el mismo colegio. Y ahora el colegio pasó al número 76 del ránking. Cuando yo estudié, si el colegio salía tercero, era un fracaso, porque estábamos humillando una tradición.

Atropello, forma de vida

Conversas con mucha gente por ser librero. ¿Cómo ves la salud mental de los santiaguinos?

—Los costos son súper altos. Los antidepresivos ahora se toman como golosinas, porque la gente cree que no puede andar triste ni infeliz. Estar con depresión es ser un paria. Ahora solo queda el bajón de hambre, todos los otros bajones los escondes porque te puedes quedar sin trabajo o sin polola. Un tipo deprimido no es productivo para el sistema. Una de las principales causas de muerte en Chile es por los atropellos. Y claro, atropello significa varias cosas: que te embista un auto, pero también el atropello en Chile es una forma de vida. De los ricos contra pobres o del que tiene un mínimo grado de poder para castigarte. O piensa en el metro: si le pides el asiento a alguien que va con audífonos para dárselo a una persona de la tercera edad, eso es un motivo de conflicto.

Hace poco se viralizó una funa a un señor por pagar su pasaje de metro. La gente le gritaba “facho pobre”. ¿Cómo lees estas situaciones?

—Estamos viviendo un ambiente en el que tiene que existir siempre un malo de la película. El viejo que quería pagar el pasaje se transformó en el otro, en el opuesto, el facho. Pasa lo mismo con los ciclistas furiosos. Si tú te pones a mirarlos desde tu balcón, te gritan: “Guatón pajero” porque para ellos te transformas en el enemigo. Es una situación de un infantilismo que produce pánico.

¿Sientes que hay una brecha generacional en este conflicto?

—Me cuesta entender que los jóvenes crean que el mundo parte de ellos. Ellos se aferran a figuras ideales del pasado y las convierten en próceres. Y se apropian de ese pasado como si fuera suyo. Los jóvenes confunden los libros de Baradit u Ortega como libros de historia y ahí aparecen las reducciones. No entienden que son ficciones históricas. Quedarse con la idea de que Gabriela Mistral era una lesbiana militante punk es absurdo y ridículo. Los jóvenes le quieren dar una épica a su propio relato histórico y dividen el mundo entre buenos y malos.

La salida de la radio

Tú te viste involucrado en una funa debido a que tu exmujer te acusó de abusos. Eso significó tu renuncia al programa “Un país generoso”. ¿Cómo viviste esa situación?

—Mi vida se vio suspendida porque alguien dijo algo, pero no se sabía bien qué era. No fue una denuncia judicial. ¿Cómo reaccionas frente a una acusación así? Yo no puedo meter presa a una persona que empezó un rumor que luego les llegó a mis compañeros de trabajo.

¿Y cómo se portaron ellos con la denuncia?

—Me dijeron: “Si tú cagas, cagamos todos”. “Mejor ándate, porque esto nos va a salpicar a nosotros”. Al final me sirvió para filtrar gente. Yo creo que las personas traicionan cuando entran en pánico y ellos no tuvieron reflexión. Cuando se vieron envueltos en esta situación, sin ningún antecedente, ellos ni siquiera me preguntaron o me llamaron por teléfono. Nadie se dio el trabajo de preguntar qué había pasado o cuánto tiempo yo llevaba luchando por la custodia de mi hija. Fue el rumor y listo.

¿Iván Guerrero y Werne Núñez eran compañeros o amigos?

—Es que cuando llevas 8 años trabajando con las mismas personas, inevitablemente se crean lazos. Había comidas, fiestas, domingos compartidos, hijos que conversaban entre ellos, amigos en común…; pese a todo eso, la posibilidad de que ellos pudieran ser salpicados por una acusación los acobardó. Ahora, con más tiempo, pienso que también existe la funa al que defiende al funado, porque es una bomba expansiva. Se ha producido un temor a que una información sobre tu pasado se transforme en un detonante permanente en tu vida. Todos somos vulnerables, y por ende, ahora se cree que todos somos víctimas.

¿Te sentiste víctima?

—No, pero fue una situación tramposa, donde defenderme era peor que quedarme callado. Porque les iba a provocar daño a mis hijos, a mi hija, y a la mamá de mi hija. Yo quiero ver a mi hija. Ese es mi objetivo. No quiero crear un problema mayor. Para los papás que tenemos este drama, quedarse piola es lo único que se puede hacer. No te puedes agrupar con otros hombres, porque no sabes si el otro sí abusó de su hija. Entonces, es la soledad total. No se puede hacer una agrupación de huevones falsamente acusados.

¿Cómo saliste adelante?

—Despejando las dudas. Si alguien me preguntaba qué había pasado, yo le explicaba la situación. Yo me separé hace seis años; mis hijos mayores se fueron a vivir conmigo, mi hija sigue con su mamá, y yo entiendo que para una mujer debe ser súper difícil asumir que sus hijos decidieron no vivir con ella. Y esa presión social puede detonar reacciones inesperadas. Cuando una mujer adulta ve que sus hijos se van a vivir con el padre de sus hijos, ella es enjuiciada por la sociedad. Es un peso gigante. Una condena brutal. Y es difícil hablar del tema porque uno no tiene ni voz ni voto. Muchas veces, en Chile, basta con el “amiga, yo te creo”.

¿Cómo viviste esa época?

—Tuve un estrés crónico durante un tiempo y ahí descubrí el mundo de los antidepresivos. Me acuerdo que sentía que me dolía el pecho y me aconsejaban que me tomara un rize. Pero yo siento que la automedicación trivializa la vida, te pone zombi.

En tu Instagram subes frecuentemente fotos del cerro San Cristóbal. ¿Por qué?

—Nací en Conchalí y ahí estuve hasta los 17 años; después me fui a vivir a Independencia, pero siempre cerca del cerro. Yo me he ido acomodando a la Virgen. Le he ido dando la vuelta y siento que el San Cristóbal es el patio de mi casa. Es un lugar que me da respiro y trato todos los días de subirlo, porque me permite pensar. Ahí puedo reflexionar y no tomar decisiones apresuradas. Si necesito gritar, voy al cerro; ese es mi rize.

Correr con barricadas

Juan Fau dice que el deporte en Chile sigue siendo elitista y se considera un afortunado porque “debe ser difícil salir a correr en la noche en Renca con barricadas. Y peor si llegas a tu casa a ver en la tele las imágenes de la Plaza Italia y luego te vas a dormir con la sensación de que va a quedar la “cagá”.

Eres hincha de la U. ¿Cómo ves el comportamiento de las barras bravas?

—Las barras bravas son las que pegan los carteles en las campañas políticas. Cuando un partido tiene un comando y quiere elegir a un diputado, necesita a las barras para poner las palometas y romper los carteles del adversario. Ese es el negocio. De eso viven. Son la mano de obra de los partidos políticos. Que ahora se desconozca esa realidad y se diga que van a solucionar el problema de las barras es, no sé, surrealista.

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