Por Kate Kirkpatrick

Un día de 1927, Simone de Beauvoir tuvo una discusión con su padre sobre el significado del amor. En una época en que casi todas las mujeres aspiraban al matrimonio y la maternidad, Simone, a sus diecinueve años, leía libros de filosofía y soñaba con encontrar una ideología a la que pudiera adherirse.

Su padre decía que «amar» significa «prestar servicio, afecto, gratitud...». Simone no estaba de acuerdo: para ella el amor era mucho más que gratitud, mucho más que lo que le debemos a alguien por lo que ha hecho por nosotros. «¡Hay tanta gente —escribió Beauvoir al día siguiente en su diario— que no ha conocido el amor!».

Aquella joven de diecinueve años no sabía que iba a convertirse en una de las intelectuales más famosas del siglo xx, que se escribiría mucho sobre su vida y que tendría miles de lectores. Que solo sus cartas y su autobiografía ocuparían más de un millón de palabras, y que publicaría ensayos filosóficos, novelas de reconocido prestigio, relatos cortos, una obra de teatro, cuadernos de viaje, ensayos políticos, artículos periodísticos..., por no mencionar su obra maestra, “El segundo sexo”, considerada hoy en día como «la biblia feminista». No sabía que fundaría revistas políticas, que haría campaña para modificar la legislación vigente, que se opondría al trato inhumano dispensado a los argelinos, que pronunciaría conferencias en todo el mundo y que estaría al frente de comisiones gubernamentales.

Simone de Beauvoir sería también una de las mujeres más denostadas del siglo xx. Formó, junto con Jean-Paul Sartre, una de las parejas intelectuales más polémicas y poderosas del momento. Pero, lamentablemente, muchos creían que era él quien aportaba la fuerza intelectual, mientras que ella ponía simplemente la compañía. Cuando murió en París en 1986, el obituario de Le Monde destacó en el titular que su obra había sido «más divulgativa que creativa».

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La imagen pública de Beauvoir ha sido modelada —hasta el extremo de deformarla— por dos de las historias que nos transmitió ella misma en sus memorias. La primera nos lleva a octubre de 1929, cuando dos estudiantes de filosofía estaban sentados frente al Louvre hablando de su relación. Habían sacado los dos primeros puestos en unas duras oposiciones de ámbito nacional (Sartre el primero y Beauvoir el segundo) y ambos estaban a punto de iniciar su carrera profesional como profesores de Filosofía. Jean-Paul Sartre tenía veinticuatro años, Beauvoir veintiuno. Sartre —según cuentan— no quería una fidelidad convencional, por lo que hicieron un «pacto»: cada cual sería el «amor esencial» del otro, pero permitía que el compañero tuviera «amores contingentes».

Sería una relación abierta, en la que el otro tendría siempre reservado el primer lugar en su corazón. Se lo contarían todo, dijeron; y para empezar firmarían una especie de «alquiler por dos años». Aquella pareja sería, en palabras de Annie Cohen-Solal, biógrafa de Sartre, «un modelo digno de emulación, un sueño de complicidad eterna, un éxito extraordinario, puesto que, en principio, parecía reconciliar lo irreconciliable: los dos compañeros seguían siendo libres, iguales y sinceros».

Ese «pacto de “poliamor”» ha despertado tanta curiosidad que se han publicado biografías tanto de su relación personal como de su vida por separado; en “How the French Invented Love” se les dedica un capítulo entero; y en la prensa se les presenta como «la primera pareja moderna». El escritor Carlo Levi dijo en una ocasión que “La plenitud de la vida” narraba «la mayor historia de amor de nuestro siglo». En su libro sobre la relación de Beauvoir y Sartre, publicado en 2008, Hazel Rowley escribe: «Están enterrados juntos, como Abelardo y Eloísa, con sus nombres unidos para siempre jamás. Son una de las parejas más legendarias del mundo. Es imposible pensar en el uno sin pensar en el otro: Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre».

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Durante gran parte del siglo xx, e incluso del xxi, Beauvoir no fue recordada como filósofa por derecho propio. La causa reside, en parte, en la segunda historia que relata en sus memorias. A principios de 1929 se encontraba en París, junto a la Fontaine Médicis de los Jardines de Luxemburgo, cuando decidió exponerle a Sartre sus propias ideas acerca de la «ética pluralista», que había estado desarrollando en su cuaderno, pero Sartre «las desestimó», y entonces ella empezó a dudar de su «verdadera capacidad» intelectual. No cabe duda de que Beauvoir era una de las mejores estudiantes de Filosofía en una época estelar; a sus veintiún años iba a ser la persona más joven en aprobar los dificilísimos exámenes de agrégation organizados ese mismo verano. Al igual que Sartre, el incipiente filósofo Maurice Merleau-Ponty buscó a Beauvoir por su conversación, que valoró tanto como para dialogar con ella en persona y por escrito durante varias décadas. Pero más adelante la propia Beauvoir insistía: «Yo no soy filósofa [...], [soy] escritora. El filósofo es Sartre».

Aquella conversación junto a la Fontaine Médicis hizo que las generaciones posteriores se preguntaran si Simone de Beauvoir, la misma mujer que había escrito “El segundo sexo”, estaba subestimando sus propias aptitudes. Y en tal caso, ¿por qué haría algo así? Beauvoir fue un personaje extraordinario: muchas de sus conquistas allanaron el camino para otras mujeres, consiguió cosas inauditas. En los círculos feministas ha sido homenajeada por su ejemplaridad, porque es «un símbolo de cómo uno puede vivir la vida como quiera, a pesar de todo, sin prejuicios ni convencionalismos, incluso siendo mujer».

Sin embargo, una de las principales denuncias de “El segundo sexo” es que ninguna mujer ha vivido una vida «exenta de convencionalismos y prejuicios». Beauvoir no fue la excepción. Y esta biografía cuenta cómo ella misma los sufrió de muchas maneras, y también cómo los combatió.

Los lectores más atentos siempre han sospechado que, en su autobiografía, Beauvoir transmitía una imagen alterada de sí misma, pero no siempre queda claro cómo o por qué motivo la retocaba. Al fin y al cabo, el pacto con Sartre mostraba a una mujer dispuesta a decir la verdad, y la autora de “El segundo sexo” quería arrojar luz sobre la realidad de la situación en que se encontraban las mujeres. ¿Acaso su compromiso con la investigación terminaba en ella misma? Si no era así, ¿por qué mantenía ocultas algunas de las partes más relevantes de su vida, tanto en lo personal como en lo intelectual?

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Algunos de los que formaban parte del círculo formado en torno a Sartre y Beauvoir —conocido como «la familia Sartre» o simplemente como «la familia»— creían saber qué quería hacer ella con su proyecto autobiográfico: tomar el control de la imagen pública de ambos. Muchos suponen que actuó así por celos, pues quería ser recordada como la mujer más importante en la vida de Sartre, como su «amor esencial».

Pero desde la muerte de Beauvoir en 1986 han salido a la luz nuevas cartas y diarios que ponen en duda esta suposición. Tras publicar, en 1983, las cartas que le escribió Sartre, Beauvoir perdió algunos amigos por hacer públicos los detalles de su relación. Y, cuando en 1990 se publicaron con carácter póstumo su diario de guerra y sus cartas a Sartre, muchos se sorprendieron al enterarse de que Beauvoir no solo había mantenido relaciones lésbicas, sino que además se había relacionado con mujeres que eran antiguas alumnas suyas. La correspondencia con Sartre también revelaba el carácter filosófico de su amistad, así como la influencia de Beauvoir en la obra de su compañero, pero esto último suscitó menos comentarios.

En 1997 aparecieron publicadas las cartas a su amante norteamericano, Nelson Algren, y los lectores vieron de nuevo a una Beauvoir desconocida: una Simone tierna y sensible que tenía palabras más apasionadas para Algren que para Sartre. Menos de una década después, en 2004, se publicó en francés su correspondencia con Jacques-Laurent Bost, en la cual queda patente que, durante los primeros diez años de su pacto con Sartre, Beauvoir mantuvo otra ardiente relación con un hombre que le fue fiel hasta el día de su muerte. Fue una revelación sorprendente que desplazó a Sartre del cenit romántico que ocupaba en la imaginación de los lectores. Sartre se esforzó en explicar el papel decisivo que Beauvoir desempeñaba en su vida intelectual, reconociendo públicamente su profunda influencia crítica en el desarrollo de su propia obra. Pero, si queremos evaluar la vida de Beauvoir, tenemos que desplazar a Sartre de su centro.

Durante la última década han aparecido más publicaciones y documentos que describen a Beauvoir con mayor nitidez. Sus diarios estudiantiles —que muestran el desarrollo de su filosofía antes de conocer a Sartre, así como sus primeras impresiones sobre la relación establecida entre ambos— revelan que la vida que ella vivía era muy distinta de la que narraba en sus escritos. Sus diarios se publicaron en Francia en 2008, pero todavía no están traducidos en su totalidad, por lo que ese período de su vida no es muy bien conocido fuera de los círculos académicos. Y en 2018 los investigadores pudieron acceder a nuevos materiales, incluso a las cartas que escribió Beauvoir al único amante con el que vivió y el único al que tuteaba: Claude Lanzmann.

Ese mismo año se publicó en Francia una edición en dos volúmenes de los diarios de Beauvoir, con fragmentos inéditos y apuntes de trabajo para sus manuscritos. Además de estas publicaciones, durante los últimos años Margaret Le Bon de Beauvoir, directora de la colección Beauvoir, se ha encargado de localizar, traducir y editar o reeditar muchos de los primeros escritos de Simone de Beauvoir, desde sus ensayos filosóficos sobre ética y política hasta artículos para las revistas Vogue y Harper's Bazaar.

Este nuevo material muestra que Beauvoir omitió muchos detalles en sus memorias, pero también desvela algunos de los motivos de esas omisiones. En esta era saturada de información y publicidad digital, resulta difícil imaginar hasta qué punto la autobiografía de Beauvoir desafiaba las ideas convencionales en materia de privacidad. Sus cuatro volúmenes autobiográficos (o seis, contando las narraciones sobre la muerte de su madre y la de Sartre) crearon una sensación de íntima familiaridad con sus lectores. Pero Beauvoir nunca prometió contarlo todo: de hecho, les dijo a sus lectores que había desdibujado algunas cosas intencionadamente.

El material más reciente —los diarios y las cartas inéditas a Claude Lanzmann— muestra que no solo evitaba mencionar a sus amantes, sino que además ocultaba la génesis de su filosofía del amor y el influjo de su ideología sobre Sartre. A lo largo de su vida se vio acosada por personas que dudaban de su competencia o de su originalidad, insinuando incluso que Sartre le escribía los libros. Hasta del «colosal edificio» que es “El segundo sexo” se dijo que estaba basado en «dos postulados insustanciales» que Beauvoir habría tomado prestados de “El ser y la nada”; la acusaron de citar las obras de Sartre «como si fueran un texto sagrado». En algunos de sus escritos, Beauvoir tacha estas infravaloraciones de burdas falsedades; pero lo cierto es que la afligieron durante la vida y la persiguieron incluso después de su muerte: además del obituario que la tildó de simple divulgadora, en otra necrológica se afirmó con desdén que Beauvoir era «incapaz de inventar nada».

El lector actual tal vez se sorprenda de que acusaran a una mujer como ella de falta de originalidad. Pero era (y por desgracia sigue siendo) una descalificación utilizada con frecuencia contra las escritoras, quienes a menudo la interiorizaban. Beauvoir tenía obviamente sus propias ideas, algunas de las cuales se parecían mucho a las que hicieron famoso a Sartre; en una ocasión publicó un artículo con su nombre porque él estaba demasiado ocupado para escribirlo, y nadie se dio cuenta. Sartre reconoció que fue idea de ella que “La náusea” fuera una novela en lugar de un abstracto tratado filosófico, y que Beauvoir era una crítica rigurosa gracias a cuya perspicacia pudo mejorar todos sus manuscritos antes de su publicación.

Durante las décadas de 1940 y 1950 Beauvoir escribió y publicó sus propios ensayos filosóficos, criticó a Sartre y con el tiempo hasta le hizo cambiar de opinión.

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Hay muchas dudas sobre si los amores de Beauvoir satisficieron sus expectativas. Pero sí sabemos que ella tomó la decisión de vivir una vida filosófica, una vida de reflexión guiada por sus propios valores intelectuales, una vida libre. Decidió llevar a cabo su propósito escribiendo en diferentes estilos literarios y apoyándose en toda una vida de conversaciones con Sartre. Conviene reconsiderar la vida de Beauvoir porque Sartre y ella estaban unidos en la imaginación popular por una palabra muy ambigua —«amor»—, y este era un concepto que ella misma examinó desde el punto de vista filosófico durante años.

Volver a analizar la vida de Beauvoir también es importante porque con el paso del tiempo a ella empezó a disgustarle cómo describían su vida (…) Incluso después de su muerte, las hipótesis más extendidas sobre «lo que quieren las mujeres» y «lo que pueden hacer» siguieron influyendo en la manera de recordar la vida de Simone de Beauvoir. Tanto desde el punto de vista romántico como desde el intelectual, se la presentaba como la presa de Sartre.

Desde la perspectiva romántica, la idea de que Beauvoir era la víctima de Sartre se basa en la suposición de que, en lo que respecta al «amor», todas las mujeres, si son sinceras consigo mismas, aspiran a una monogamia para toda la vida. A lo largo de los cincuenta años que duró la «legendaria pareja», Sartre cortejó en público a numerosas mujeres «contingentes». Beauvoir, a su vez, parecía (porque no las menciona en sus memorias) mantener pocas relaciones contingentes con otros hombres, todas las cuales terminaron cuando ella tenía cincuenta y pocos años. Partiendo de esa base, algunas personas llegaron a la conclusión de que Sartre la convenció para que aceptase una relación de explotación en la que ellos, pese a no estar casados, representaban los consabidos papeles de mujeriego irresponsable y mujer fiel. A veces, la vida de Beauvoir se interpreta como una consecuencia natural de las normas patriarcales, según las cuales una mujer madura o intelectual no era tan deseable como un hombre de las mismas características.

Y, en ocasiones, ella misma es víctima de su propia insensatez. Como dijo Bianca Lamblin, una alumna suya: Beauvoir «sembró la semilla de su propia infelicidad» al rechazar el matrimonio y la familia. Louis Menand escribió en The New Yorker que «Beauvoir era extraordinaria, pero tampoco era de hielo. Aunque sus relaciones fueron casi siempre aventuras amorosas, de cada página que escribió se desprende que habría renunciado a todas si hubiera podido tener a Sartre solo para ella».

En cambio, los diarios estudiantiles de Beauvoir muestran que, a las pocas semanas de conocer a Sartre, le asignó ya un papel irreemplazable; estaba tan contenta de haberlo conocido que escribió: «Lo llevo en el cuerpo y en el corazón, y, sobre todo (pues en mi cuerpo y en mi corazón podría llevar a otros), es el amigo incomparable de mi pensamiento». Era más amistad que amor, según le contó a Nelson Algren en una carta, porque a Sartre «no le interesa demasiado el sexo. Es un hombre cálido y animado en cualquier circunstancia, pero no en la cama. Me di cuenta en seguida, aunque tuviera poca experiencia; y, poco a poco, me empezó a parecer inútil, e incluso indecoroso, seguir siendo amantes».

¿Fue acaso «la gran historia de amor del siglo xx» la historia de una amistad?

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