En compensación de su falta de amigos, era un enemigo implacable. Tenía ardides que revelaban su crueldad innata”.

Necesitaba actualizar su carta astral cada dos meses, lo que a veces lo obligaba a postergar decisiones, hasta que el documento llegaba del lejano Puerto Cisnes, donde vivía su astróloga”.

Federico Willoughby en “La Guerra: Historia Íntima del poder”

“Yo, para el Plebiscito, soy partidario del NO”, decía en la frase televisiva de 1988 el periodista Federico Willoughby, quien anoche falleció a los 82 años.

En su momento, esa declaración de principios fue todo un impacto, considerando que se trataba del mismo que durante los primeros tres años del Gobierno Militar fue secretario de prensa de la Junta. Y, sobre todo, el asesor más cercano a Augusto Pinochet.

Una relación que el mismo reconoció que derivó en “amistad”, pero que se quebró definitivamente ante la creciente influencia de la DINA —Manuel Contreras lo amenazó de muerte— y sobre todo cuando Pinochet decidió buscar su permanencia en el poder.

“Los posteriores roces fueron duros. A él también le dolió, según me comentaron amigos comunes, con quienes se sinceró”, señaló en sus memorias, “La Guerra: Historia Íntima del Poder (Momentum, 2012).

Una confesión aparentemente muy privada.

“Un mal nacido nomás”, fue como Pinochet lo tildó en un acto público durante la campaña que marcó el retorno a la democracia, donde de hecho Willoughby actuó como “Asesor de Asuntos Especiales” en el mandato de Patricio Aylwin.

“Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer?”

En “La Guerra”, Willoughby relató detalle a detalle su carrera pública, como estudiante de la Universidad de Chile, colaborador de Jorge Alessandri, periodista en Ercilla, La Nación, corresponsal del Miami Herald y jefe de prensa de la Embajada de Estados Unidos en 1966.

Y obviamente su cercana relación con Pinochet.

Un papel en la Dictadura que, cuando se presentó, le supuso un fuerte dilema político, profesional y valórico. Pero que decidió asumir: “Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer?”

Aunque técnicamente su cargo era “secretario de prensa”, admitió que su trabajo fue siempre “más político que comunicacional”. Un “asesor no limitado (que) debía ver asuntos de Defensa, imagen o problemas sociales”, que trató de alivianar la imagen pública de Pinochet: “Un militar absolutamente típico, no sofisticado ni distinto a la imagen pública (…) Era un huaso típico de Cauquenes”.

Manejo comunicacional que lo llevó a tomar decisiones tan curiosas como deshacerse de los icónicos e intimidantes lentes café verdosos que sus detractores hasta el día de hoy recuerdan. Y por deshacerse, más bien hablamos de escondérselos para que no los usara más.

Sin compartir sus ideas, desarrolló un programa que incluyo cambiar su apariencia física, el aspecto de su presencia y entrenamiento de su lenguaje corporal y de dicción. Aunque con una derrota: “Fue imposible cambiar su fonética de Chile, que sonaba «Shiile»”, como confidenció en sus memorias.

“Tendencia natural a la crueldad”

“Con Pinochet nos hicimos amigos. Logramos conocernos bien como nuestras familias. Teníamos una afinidad, un trato amistoso, horizontal, que impresionaba a su entorno militar”, reconoció en “La Guerra”.

Nexo que lo llevó a conocer íntimos detalles. “Él siempre decía: «mis reyecitos», «los duendes». Indicando hacia el cielo. «Tengo mis reyecitos que me protegen», una cosa así, supersticiosa. Necesitaba actualizar su carta astral cada dos meses, lo que a veces lo obligaba a postergar decisiones, hasta que el documento llegaba del lejano Puerto Cisnes, donde vivía su astróloga”.

Se conocieron por primera vez en 1969, cuando el general era comandante de la VI División de Iquique, y por eso fue viendo como paulatinamente su personalidad y ambición iban cambiando. Y aumentaba su lado más oscuro.

“Empezó a nacer en él una tendencia natural a la crueldad”, escribió.

“En compensación de su falta de amigos, era un enemigo implacable. Tenía ardides que revelaban su crueldad innata, de características que se cultivan desde la niñez en la crueldad con los animales o en los juegos. Aspecto de su carácter que fue expandiéndose con el poder, siempre oculto”, agregó. “Tenía afición por los detalles del sufrimiento ajeno. Las cosas crueles cuando alguien caía en desgracia. Cuando despedía a un militar, llamaba al oficial que cumplió la orden y pedía detalles: «¿Qué dijo, qué cara tenía, estaba la mujer ahí?» Aspecto en que desde el '80 se fue soltando más y más. No me extrañaría que en el caso de algunos delitos haya pedido saber más detalles”.

Sobre el final, nunca entendió cómo no sólo creía que no perdería el plebiscito de 1988, sino que él era lo mejor para el país: “Para mí, fue una sorpresa ver cómo no se daba cuenta que iba a perder, cómo no percibía el valor, el peso que tenía para el país una negociación para crear una atmósfera que fuera superior a las pasiones que hasta hoy nos tienen entrampados. Nuestra relación quedó saldada en la conversación sobre su intención de seguir gobernando. Ahí terminó. Él me mandó una carta manuscrita en que decía: «Cada uno hace lo que más le conviene». Una amenaza (…) Nunca más lo vi como Presidente. Eso quebró nuestra amistad para siempre”.

Como Willoughby reflexionó en el epílogo de su biografía, pensando en el fallecimiento de Pinochet el 2006: “Prefirió seguir un camino incompatible para mí. Progresivamente cambió su carácter; sus intenciones se convirtieron en ambiciones y finalmente, perdió la noción entre el bien y el mal”.

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