Por Juan Carlos Arellano

Una de las características más subrayadas del lenguaje nacionalista es su énfasis en la raza y lo cultural como factor diferenciador de los pueblos. En la guerra del Pacífico (1879-1884) los discursos bélicos chilenos y peruanos no estuvieron exentos de esta semántica racial. La arenga racista fue alimentada por una concepción histórica nacionalista que emergió desde el inicio de la guerra, narrativa que fue forjada sobre la base de la díada “civilización y barbarie”. El discurso civilizador estuvo sumido en un paradigma positivista y de progreso al definir la guerra como la batalla entre la “civilización” y la “barbarie” (...)

El discurso racial chileno en tiempos de guerra, sirvió para confirmar una idea de nación que buscaba incorporar a las masas bajo una concepción racial de carácter homogeneizador que contribuyó a fortalecer la distinción entre las naciones enemigas y el resto de América Latina. Por otro lado, en el Perú, el discurso racista fue esgrimido como una forma de denostar al enemigo, al resaltar sus características bárbaras, consideradas propias de pueblos salvajes. Ambos discursos derivan de una perspectiva nacionalista inspirada por una noción civilizadora que esgrimió la idea de raza, propia del positivismo y el darwinismo social de la época, para aportar los argumentos que legitiman el conflicto a partir de la noción de progreso o atraso de las naciones. Este discurso nacionalista estará presente en las arengas guerreras de chilenos y peruanos transformándose en la variable para explicar el desarrollo y desenlace de la guerra.

El objetivo de este estudio es comprender, parafraseando a Michael Walzer, la realidad moral de la guerra y a partir de ello dilucidar los argumentos que invocan los publicistas y oradores para salir en la defensa de su nación (2001) (...) Para esto revisaremos entonces, el debate entre los tribunos de la opinión pública chilena y peruana, iluminando las razones morales que justifican el conflicto bélico. La hipótesis plantea la existencia, en los discursos de guerra de chilenos y peruanos, de un lenguaje nacionalista que enfatiza los elementos raciales y culturales como elementos diferenciadores para explicar las causas, el desarrollo y los efectos de la guerra. Entre los argumentos morales sobre las cuales se declaró la guerra es posible reconocer justificaciones de corte racista y cultural, las que se encuentran imbricadas en un mismo discurso. En este lenguaje político palabras como “roto”, “araucano” y “cholo” adquirirán un sentido especial en la retórica bélica, a la luz de la mirada civilizadora en la cual estaban sumidas las élites de las naciones en pugna.

Es importante subrayar que esta mirada civilizadora guerrera nace de una concepción en la que civilización y progreso se encuentran relacionados, al ser utilizados para definir los estados de organización de las sociedades. De esta forma, la civilización es inscrita dentro de un proceso colectivo en que las sociedades dulcifican sus costumbres, educan su espíritu, cultivan las artes y las humanidades, desarrollan el comercio y la industria, alejándose del salvajismo y la barbarie. (...) En consonancia, con el anhelo de saltar al estadio de la civilización, comenzó a influir en esta misma época un “racismo científico” que entregaba las explicaciones de los avances y retrocesos de las sociedades a partir de la “jerarquía natural de las razas” que terminó por legitimar culturalmente la “violencia física” a las razas catalogadas como inferiores (Sánchez Arteaga, 2007). Esta concepción si bien puede parecer contradictoria considerando que el mestizaje es lo que caracteriza la condición racial en América Latina, distanciándose con esto del ideal de pureza racial europeizante predominante en la época, la construcción discursiva que analizaremos a continuación debió agregar nuevos elementos como la cultura y la historia, los cuales serán leídos bajo la lupa racial y del progreso, en función de crear ficciones homogeneizadoras de la nación.

Por tanto, el discurso racista es definido en un sentido amplio al considerarlo como parte de una cultura racista, lo que implica que supera su significado naturalista al permear otras categorías como las culturales y las de clase (Goldberg, 2002). El pensamiento racista es concebido como parte de una construcción discursiva racional que es producto de la modernidad y que se orienta a la formación de categorías dominantes que delimitan lo normal y lo anormal, definiendo los mecanismos de inclusión y exclusión. De esta forma, la cultura racista no se reduce al racismo biológico, por tanto es un fenómeno que es parte de la modernidad. Para el teórico David Goldberg, el racismo ha tenido diferentes mascaras en la historia de la modernidad, a su juicio y confirmando lo anterior, la cultura racista ha permeado otras formas de exclusión como la significación de clase o la distinción social, la cultura y la nación (2002). Con esto el racismo, en su sentido discursivo, pierde su condición esencial e irracional al ser parte de una cultura general de ideas, actitudes y disposiciones, normas y reglas, lenguaje y literatura, las que se transforman en el soporte de las representaciones raciales. Es en definitiva un “sistema de significación”, acompañado de un “sistema material de producción” discursiva, que contribuyen a definir las categorías morales que idealmente deben regir la sociedad. Por lo tanto, la concepción racista es una invención cultural que debe ser pesquisada en su temporalidad. En este sentido, el examen al discurso racista pregonado en la guerra del Pacífico no solo se circunscribirá a nociones racistas de tipo biológico sino que se considerarán también formas de inclusión y exclusión que incorporan lo cultural, lo nacional, lo étnico y el clasismo, las que serán utilizadas para legitimar el conflicto.

El factor racial como variable causal fue una de las conclusiones que historiadores chilenos esgrimieron para explicar la victoria chilena en la conocida guerra del Pacífico. Las palabras del historiador chileno Gonzalo Bulnes, quien publicó una de las más detalladas obras sobre esta guerra, han sido recurrentemente citadas por la historiografía de Chile y Perú, ya sea para confirmar o cuestionar sus ideas. Una de las afirmaciones más polémicas de la obra de Bulnes, realizada para explicar la victoria chilena en la guerra, está impregnada por esta concepción racial y civilizadora que se esgrimió a lo largo de la guerra: “Lo que venció al Perú fue la superioridad de una raza y una historia; el orden contra el desorden; un país sin caudillos contra otro aquejado de este terrible mal”. Para probar esta afirmación, Bulnes recrea un diálogo después de las batallas de Lima, entre el militar chileno Patricio Lynch y el almirante francés Du Petit Thouars, donde el primero le pregunta a un soldado herido chileno y otro peruano “¿Y para qué tomó Ud. parte en estas batallas?”. El soldado peruano le contestó que la razón era por algún general o caudillo peruano, mientras que los soldados chilenos le habrían contestado todos “por mi patria” (1914). Esta percepción sobre la guerra contribuyó a afianzar un nacionalismo que se propagó a principios del siglo veinte con ensayos y estudios que rescataron la figura del “roto”, en un contexto en el que la élite volvía a mirar con desconfianza a este personaje popular. (...)

El rescate del “araucano” fue la combinación perfecta para el diseño de una arenga guerrera que recogió todo el imaginario épico de la conquista sembrado por Alonso de Ercilla en “La Araucana” que, como señaló Mario Góngora, se constituyó en un elemento crucial para crear un “sentimiento de chilenidad” fundado en la idea de Chile como una “tierra de guerra” (Góngora, 1981).

La raza como principio de distinción entre las naciones

La opinión pública chilena no se tardó en la creación de este discurso racial. En los primeros meses de estallado el conflicto con Bolivia, ya comenzaba a circular una proclama con una canción de Carlos Walker Martínez que exaltaba: “¡A las armas! Valientes chilenos /Noble estirpe de raza viril!”. Esta idea de raza se comienza a constituir a partir de dos ejes de la representación simbólica: ‘el araucano' y ‘el roto chileno'.

A medida que se hacía más irreversible el conflicto, más se exaltaba el discurso nacionalista racial que tenía como objetivo distinguirse de los pueblos que amenazaban a la nación. (...) La Voz de Limache sostenía que ante las “tempestuosas nubes” no había que preocuparse si es que no teníamos guerreros tan famosos como Napoleón en Chile, porque “somos descendientes de Caupolicán y Lautaro, de Carrera y Freire, de Las Heras y O'Higgins” (La Voz de Limache, Limache, 15 de marzo de 1879, p. 2). De este modo, la historia republicana fue vinculada de manera simbólica, con los míticos araucanos, estableciendo una continuidad histórica que tiene por objeto subrayar las cualidades guerreras y victoriosas del pueblo chileno.

Paralelamente se forjó la imagen negativa de la nación enemiga. El Pueblo Chileno acusaba la inevitabilidad de la guerra, pero manifestó su confianza en que los “pueblos viriles, no son vencidos”. La distinción fue establecida al manifestar sobre el pueblo peruano y boliviano, un fuerte desprecio, señalando que “los sibaritas del Rímac” movilizarán a “las hordas de los sanguinarios coyas y de los cholos” los cuales irán a la guerra como “esclavos y nosotros con pecho levantado,” agregando que solo en Chile existen ciudadanos que “comprenden y aman la libertad” (El Pueblo Chileno, Antofagasta, 3 de abril de 1879, p. 2). El discurso esgrimido refleja un fuerte racismo y menosprecio, al calificar a estos pueblos en la condición de bárbaros.

Mientras tanto en el Perú no estuvieron libres de estos adjetivos, destacando de forma peyorativa la descendencia araucana de la nación chilena para construir su imagen salvaje. El conocido publicista Manuel Atanasio Fuentes, a través de las columnas del satírico periódico El Murciélago, publicó una canción titulada “La Araucana”, cuyas letras buscaban subrayar el carácter bestial de la nación chilena.(...) El lenguaje racista fue un arma utilizada tanto por los escritores del Mapocho como del Rímac, cuyas expresiones con el trascurrir de los acontecimientos, aumentarán en calibre y virulencia.

En el mes de junio, El Murciélago, fiel a su estilo, se mantuvo firme para responder las arengas chilenas: en uno de sus artículos que tituló “Otro bruto”, discute un escrito realizado por Benjamín Vicuña Mackenna y Manuel Aldunate sobre “la historia y estado actual político, moral y social de la Repúblicas Oriental, Argentina, Boliviana y Peruana”, donde habría desplegado sus impresiones sobre la sociedad peruana y cualidades raciales. Fuentes, con la misma virulencia que la de los publicistas chilenos, respondió en el mismo estilo y similares argumentos, reconociendo la existencia de una raza peruana que se formó desde el período de conquista, luego de mezclarse la sangre española, indígena y negra, señalando que el resultado histórico fue muy distinto al que han llegado sus interlocutores:

“Los peruanos son ciertamente hijos de los bravos gitanos que acompañaron a Pizarro, de los indios de raza pura, y de los negros; de ahí ha resultado la actual raza, envilecida, porque, según el mucho más vil Aldunate, hay razas envilecidas; pero la raza actual de Chile, no degenerada hasta hoy, viene de ladrones, sus conquistadores, presidiarios, más que gitanos, y de los salvajes; por eso, esa raza pura es hasta hoy lo que fue en su origen, de ladrones, de asesinos, apenas contenibles con el azote dado por manos del verdugo”. (El Murciélago, Lima, 11 de junio de 1879, p. 66).

El fuerte diálogo entre los publicistas chilenos y peruanos refleja gradualmente la mordacidad de los discursos, marcados por un tinte racista, el que es explicado por un sentimiento nacional naturalista. La idea de una raza amenazada comenzó a circular por todo Chile, a través de las arengas improvisadas y los artículos, los que fueron construyendo gradualmente este concepto desde el comienzo de la guerra. La historia, como hemos señalado, fue uno de los principales insumos para construir el discurso nacionalista que perseguía justificar, por todos los medios, la condición de raza y pueblo diferenciados de las naciones enemigas. En Concepción, en un mitin organizado en su plaza a fines de abril, el orador Manuel Valenzuela Ortiz declamó algunas palabras. En el discurso se invitaba a los soldados a marchar al desierto, a defender la patria, calificando a los peruanos de “eunucos y farsantes de América”, manifestando que en los pechos chilenos se inflama “el corazón ardiente de Rengo y Tucapel”. (...)

En la noción de raza chilena se comienza a tejer una retórica bélica que rescata fundamentalmente la mitología de los araucanos como pueblo indomable y guerrero del cual los chilenos serían herederos. En Valdivia, Eugenio González Bustamante, en el contexto de la inauguración del “Club Patriótico”, arengó a los participantes a defender los derechos conculcados por las repúblicas enemigas, planteando como ventaja, que los soldados chilenos tienen en sus venas “sangre del fuego del español, mezclada con la lava de los volcanes de Arauco o en otro términos la sangre de Pelayo con la de Caupolicán y Lautaro”. Compara además, la historia de la conquista peruana con la de Chile, al señalar que “Pedro de Valdivia no pudo matar un solo araucano imponente” y desestima la valía de la sangre indígena peruana cuando asevera que “las afiladas espadas españolas se mellaron en el pecho de granito de los hijos de Chile; mientras que en la sedosa piel de los cholos peruanos, más se afilan”. Los pueblos indígenas en este discurso, son diferenciados en términos bélicos a partir de los resultados de la historia de la conquista, de allí que plantease el conflicto como una lucha histórica en donde los “degenerados descendientes de los Incas reciban el castigo que merecen por su traición cobarde” (Ibíd.).

La mirada histórica chilena transgrede los límites de la historia republicana para ser leída sobre la base del encuentro y mezcla entre españoles y araucanos. De hecho, en un artículo comparativo propio de estos convulsionados tiempos, en la simbólica La Esmeralda de Coronel, se retrata cómo la historia es interpretada para construir mitos heroicos que enfatizan la idea de raza, subrayando el antagonismo entre ambos pueblos:

“Hará comprender que, descendientes de una raza de titanes, aunque adormecidos en una paz octogenaria, entregados tan solo al rudo golpe del combo o la barreta en los trabajos de la industria; sus hijos –bravos entre los bravos – corren frenéticos en ardiente patriotismo al eco sonoro y vengador del clarín guerrero al campo de batalla, para vengar en su sangre y su denuedo la traición asquerosa y sin nombre de ese pueblo que, más que una nación mediocremente civilizada, es un lupanar repugnante de corrupción y secuestro”. (La Esmeralda, Coronel, 6 de agosto de 1879, p. 2).

La concepción civilizadora se funde con un discurso racial y cultural que siembra un espíritu nacionalista. Lo mismo pretendían los arengadores peruanos que, a través de las lecturas de una de sus canciones, dejan entrever cierta desesperación sobre lo que consideran un pueblo adormecido. El arequipeño Samuel Valverde, en su canción “Despierta, oh pueblo, del fatal letargo”, esgrime como recurso retórico “que el roto viene a perturbar tu paz! […] Los torpes hijos de Arauco son; / Mas los malvados del cuchillo corvo, Pagarán cara su brutal traición”. La distinción racial es considerada una estrategia retórica válida para despertar la furia de un aletargado pueblo, definiéndola con características criminales: “Buscando viene el exterminio y muerte […] Al crimen nunca se le puso freno /En donde quiera que esa raza esté; / ¿Pero qué extraño, si la voz chileno /La expresión siempre de lo malo fue?” (El Eco del Misti, Arequipa, 2 de septiembre de 1879, p.2).

No solo distingue a la chilena como una raza distinta, sino le atribuye cualidades negativas que son las que amenazan a su pueblo. En misma línea, El Murciélago aprovecha la celebración del 18 de septiembre, fecha simbólica que marca el inicio del proceso independentista en Chile, para dirigir sus dardos a la nación chilena definiéndola como una raza que encarna los peores valores del hombre (...)

Es tal su afán por inscribir al pueblo chileno como representante de una nación o raza como símbolo de la maldad, que plantea que: “Está en su sangre, (...) El elemento del mal / Está todo cobijado; / Y allá desde el corazón / Parte el foco, cual radio, / El germen que constituye / Su ser, su vida, su estado” (Ibíd.).

Estas palabras buscan perpetuar la imagen bestial del pueblo enemigo, en donde el conflicto es fruto de su condición de raza o “su ser”, “el germen”, que está por sobre toda temporalidad histórica. La intensidad y la aspereza del debate entre chilenos y peruanos, en estos primeros meses de declarada la guerra, se enmarcaba dentro de la desesperación de los publicitas por forjar un discurso nacionalista que movilizara a las masas, aportándole imágenes y palabras que le dieran sentido al entrar en combate con el enemigo. El discurso racial entonces se convierte en una retórica inclusiva que busca forjar una homogeneidad nacional.

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