“La codicia es buena”, decía Gordon Gekko, el personaje de Michael Douglas, en Wall Street, la película de 1987. Con el pelo violentamente engominado hacia atrás y dos colleras arropando sus muñecas, repetía como una verdad revelada: “La codicia es necesaria y funciona”. Más de veinte años después, en medio de la crisis global del 2008 —causada justamente por los excesos de los corredores de la bolsa neoyorquina— el inversionista chileno Jorge Errázuriz tomaba la posta: “Estigmatizar la codicia”, dijo en una entrevista, “le ha hecho mal a Chile”.

A pesar de ser un pecado capital, la codicia ha sido celebrada por mucho tiempo como una actitud necesaria para triunfar en este mundo despiadado: sin ella, como alardeaba Gekko, no habría crecimiento ni éxito posibles. Y como explicaba Errázuriz, “el ser humano y los mercados funcionan en base a dos conceptos, la codicia y el miedo (...), la codicia crea valor para ellos, sus familias y el país”.

Hasta hace poco tiempo, solo había argumentos morales para rebatir estas ideas, los cuales, evidentemente, no fueron capaces de frenar la codicia. Porque aunque Aristóteles advirtió hace milenios de los peligros corruptivos de la riqueza desmedida, y a pesar de que Jesús anunció que era más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un millonario llegue al cielo, “la brecha entre los ricos y los pobres ha aumentado en casi todas las regiones del mundo en las últimas cuatro décadas”, según el Reporte Mundial de Desigualdad, publicado en 2018 por la World Inequality Database.

Pero en la última década, y por primera vez en la historia, varios investigadores han comenzado a estudiar cómo la posesión de dinero y su acumulación afecta el comportamiento psicosocial de las personas. Y sus resultados muestran que la riqueza, y el estatus social que ella otorga, puede deshumanizar a las personas. O dicho de otra manera: la plata puede hacerlas menos empáticas, más egoístas y aisladas, y menos compasivas con el resto.

El precursor de estos estudios es el estadounidense Paul Piff, un doctor en Psicología que hoy trabaja en la Universidad de California, Irvine, y que cobró fama académica en 2012, cuando publicó un paper titulado “Una clase social más alta predice comportamientos poco éticos”. Allí describió varios de sus experimentos —como cuestionarios, estudios de campo y ejercicios de laboratorio— en los cuales se concluía que entre más alto alguien está en la escala social —algo que hoy se consigue casi exclusivamente con dinero—, menos se preocupa por los demás.

“Entre más riqueza y estatus tienes, más control posees de tu vida, entonces las relaciones con los demás influyen menos en ti”, explica Piff al teléfono desde Irvine. “Como resultado de eso, te vuelves menos atento hacia los otros, porque ellos, al no ser tan relevantes en tu vida, simplemente no te importan tanto”.

Piff lo comprobó con distintos experimentos: en uno, hizo que una persona cruzara un mismo paso de cebra por varios días, mientras él contaba la cantidad de autos que se detenían o no frente a ella, algo a lo que están obligados por ley en California. Luego clasificó del 1 al 5 a los vehículos según su valor —siendo 5 un Porsche y 1 un Suzuki Maruti, por ejemplo— y cruzó los datos. Mientras el cien por ciento de los autos más baratos se detuvo y dejó pasar al peatón, más de la mitad de los más caros pasaron sin ni siquiera bajar la velocidad.

En otro, quizá su ensayo más famoso —con el cual hizo una charla TED que tiene más de tres millones de visitas—, Piff instaló un juego de Monopoly con dos participantes, donde uno de ellos, a través de un sorteo, era favorecido notablemente: comenzaba la partida con el doble de dinero, también recibía dos veces más plata que su contrincante al pasar por el banco, lanzaba dos dados en vez de uno y, mientras su rival avanzaba en el tablero con la ficha del zapato viejo, él lo hacía con un Rolls-Royce.

Lo que observaron tras cientos de iteraciones fue que el jugador favorecido, a pesar de que conocía su privilegio, comenzaba a hacer alarde de sus inevitables ventajas: tendía a mover su ficha con más fuerza, a cobrar la renta de sus propiedades con vehemencia, a lanzar los billetes cuando decidía comprar algo e incluso a sacar más papas fritas del pote que estaba sobre la mesa.

“Tener plata no le hace necesariamente nada a nadie”, dijo Piff poco después de presentar el estudio, “pero los ricos tienen más tendencia a priorizar sus propios intereses por sobre los de los demás. Los hace más propensos a exhibir características que podríamos asociar con las del estereotipo de un pelotudo”.

La observación que más le impresionó de ese experimento, eso sí, fue que cuando a los participantes ganadores se les preguntaba por los motivos de su triunfo en el Monopoly, la mayoría no reconocía el privilegio ni la ventaja competitiva que habían tenido. Más bien, justificaban su victoria con sus méritos y capacidades.

“Efectivamente, el dinero te hace ser más competitivo y ganar más te hace sentir que te lo mereces”, explica el chileno Mauricio Salgado, doctor en Sociología y director de esa carrera en la U. Andrés Bello. “Por lo tanto, las ventajas que tienes frente al otro son merecidas, lo que te hace ser mucho más individualista”.

¿El dinero, entonces, nos hace peores personas? “Nos hace menos empáticos”, responde Salgado, “pero esa relación está moderada por factores sociales y culturales. Uno de ellos, quizá el principal, es el nivel de desigualdad. En sociedades altamente desiguales el dinero te va a hacer mucho más competitivo, mucho menos empático y mucho más individualista que en sociedades más igualitarias”.

Mérito inmerecido

Según Salgado, que lleva cinco años estudiando las conductas asociadas a la desigualdad, estos comportamientos poco “prosociales” —que es como llaman en la academia a las conductas orientadas hacia el bienestar común— se relacionan directamente con el discurso meritocrático: esta idea —tan estadounidense, pero también importada en Chile—, de que todo lo que uno consigue en la vida, especialmente la riqueza, se debe únicamente a la cantidad de esfuerzo y trabajo —y codicia, cómo no— que se hizo para llegar hasta ahí. En el medio, se tiende a desconocer los privilegios que provocaron ese éxito, y a creer que quien no lo logró fue, nada más, por que no luchó lo suficiente.

“El privilegio en las sociedades actuales, y sobre todo en la chilena, tiende a justificarse sobre la base del esfuerzo”, dice. “En la Edad Media, por ejemplo, eso no era así: el rey o los aristócratas justificaban su posición por su linaje. Pero eso en las sociedades contemporáneas se acaba, y comienza a ser impresentable que tu estatus provenga de la fortuna de tu padre. Lo que hay que decir, porque así es la modernidad, es que tu posición se debe principalmente al esfuerzo que tú o tu familia han hecho”.

Juan Carlos Castillo, doctor en sociología, subdirector del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) y profesor de la Universidad de Chile, lleva años estudiando la meritocracia. La define como una ideología que asocia la obtención de mayores recursos a características individuales como esfuerzo y talento, y que sirve para legitimar las desigualdades.

“Pocas personas estarían en desacuerdo en que, en igualdad de condiciones, quien trabaja más debería ganar más, de otra manera se amenaza fuertemente el sentido de justicia”, explica Castillo. “Sin embargo, la ‘igualdad de condiciones' es difícil de evaluar, y finalmente se juzga por los resultados independiente de las oportunidades iniciales. Por ejemplo, se asume que sacar buen puntaje PSU se relaciona solo con el mérito individual, lo que claramente no es así”.

Salgado piensa que esa falta de reflexión de la clase alta sobre la relevancia del privilegio, y lo importante que fue la cuna para la posición social que ocupan, los hace alejarse de los que han corrido menos suerte. Un problema que se reproduce —o se institucionaliza, según el sociólogo— a través de los colegios de élite, donde se reproduce este discurso “y les decimos a los chicos que no se fijen tanto en el dinero que han gastado sus padres para obtener esa educación sino que en lo que él ha logrado, en lo mucho que se ha esforzado para sacarse buenas notas y entrar a una universidad de élite, que es de élite justamente porque muy pocos tienen el dinero para costearla”.

Es lo que estudió el investigador norteamericano Shamus Khan en su libro Privilege, publicado en 2010. Para escribirlo, pasó un año dentro del colegio privado Saint Paul, uno de los establecimientos más exclusivos y caros de la costa este de Estados Unidos. Ahí comprobó que “cuando se les insiste a los jóvenes en la meritocracia, ellos sienten que se merecen lo que tienen, pero también —y esa es una consecuencia muy negativa— piensan que los pobres se merecen su pobreza porque no han trabajado duro”, contó en una entrevista a Ciper. “Entonces, se merecen el sufrimiento que implica la pobreza”.

Agustín Searle tiene 29 años y después de estudiar Derecho en la U. de Chile y de hacer un posgrado en Londres, hoy trabaja en una organización internacional en Bélgica. Pero antes de eso, en 2008, egresó de The Grange School, uno de los cinco mejores colegios de Chile, según el ranking PSU, y también uno de los más caros.

A pesar de los beneficios de su educación, reconoce que los alumnos del Grange, al crecer en una burbuja y convencidos de sus méritos, salen de ahí con una “incapacidad de tener empatía por los problemas reales de la gente. Vemos las cosas como que si sucedieran en otro mundo. Es lo que pasa cuando vemos noticias trágicas de África o Medio Oriente, y uno dice: ‘Chuta, es terrible, pero da lo mismo, no me afecta'. Me da la sensación de que es exactamente lo que sucede cuando la gente lo está pasando mal en Puente Alto o en cualquier lugar de Chile: aunque es mucho más cercano, hay una incapacidad de ser empático con esa realidad”.

“Si te pones a analizar lo que ha pasado en el país los últimos meses, y por qué nadie de la clase gobernante lo veía venir, creo que tiene que ver con que la gran mayoría de ellos vienen, da lo mismo si de izquierda o derecha, de colegios como el mío, donde no se ha desarrollado una empatía real con los problemas de la gente”, agrega Agustín. “Nos fijamos en los números de Chile, que dentro de la región están la raja, pero nos falta empatía literal con la señora Juanita, con la persona que está al lado”.

Juan Pablo Fernández Carter, de 35 años, estuvo desde primero básico hasta cuarto medio en el Verbo Divino. En su ceremonia de egreso, un apoderado que era parte del centro de padres subió al escenario. Dijo: “lo más importante en la vida es el colegio del que uno sale”. Y salir del Verbo Divino significaba tener abiertas todas las puertas laborales y sociales. “Que alguien dijera eso era muy normal y aceptado”, dice Juan Pablo, pero luego de egresar, cuando llega el momento de buscar trabajo, postular a Becas Chile y hacer posgrados en el extranjero, “ahí aparece el discurso del mérito propio”: de que gracias a su esfuerzo pudieron educarse en ese colegio.

“Los hijos de la élite chilena reciben tantos beneficios durante la vida de sus padres, y otros tantos beneficios excesivos de forma posterior, que sería imposible pensar que los obtienen gracias a su talento y capacidad”, dice Jeannette von Wolffersdorff, directora ejecutiva de la Fundación Observatorio Fiscal y ex directora de la Bolsa de Santiago. “Pero aun así, es eso lo que pasa: hijos de personas acomodadas naturalizan la desigualdad como un estado normal”.

El peligro, como observan Paul Piff y Mauricio Salgado, es que esta distancia entre los ricos —que además son quienes tienen más capacidad de influir en las decisiones políticas— y la realidad del resto hace que las diferencias sociales solo se terminen acentuando.

“Nuestro trabajo muestra que los individuos acomodados están menos preocupados de los problemas de los pobres y más de hacer cosas que sirvan a sus propios intereses”, dice Piff desde California. “Si eso se traduce a acciones políticas, como oponerse a la redistribución de la riqueza, se termina exacerbando la desigualdad económica”.

“¿Qué hacer?”, se pregunta Von Wolffersdorff, economista alemana que vive y trabaja hace más de una década en nuestro país, siempre muy crítica de nuestra élite. “Aristóteles ya lo recomendó: lo ideal sería que los hijos de los ricos se eduquen y vistan igual que los hijos de todos. Y debemos, sin tabúes ni miedos, empezar a debatir en serio sobre las herencias en Chile, en especial cuando son excesivas. El objetivo no es eliminarlas, pero sí procurar que cada generación se gane su propio lugar y se valga por sí misma”.

El huevo o la gallina

Desde que Paul Piff publicó sus primeros resultados, muchos estudios similares comenzaron a aparecer. Sin ir más lejos, su esposa, Pia Dietze, que también es una psicóloga social, realizó un experimento en Nueva York: le puso unos lentes Google Glass a personas de distintos estratos socioeconómicos, las hizo caminar por las calles de Nueva York, y luego revisó, gracias a la tecnología del aparato, hacia dónde habían dirigido sus miradas.

“Ella descubrió que la gente más pobre pasaba mucho más tiempo mirando a otras personas alrededor suyo, mientras que la gente más rica miraba otras cosas, pero no a las personas”, cuenta Piff. “Eso es por lo que te decía al comienzo: entre más riqueza tienes, hay una tendencia a que te importe menos el resto”.

Kathleen Vohs, psicóloga de la Universidad de Minnesota, lleva años haciendo experimentos que sugieren que ni siquiera es necesario tener dinero para que tu conducta se vuelva poco social: el solo hecho de pensar en él puede disminuir tu empatía.

En su laboratorio, ha sentado a personas cerca de monitores que muestran billetes y monedas flotando, como protectores de pantalla, y luego testeaba en ellos su sensibilidad hacia los demás. En un artículo publicado en la revista Science, Vohs mostró que los sujetos que habían sido “inducidos” con dinero les daban menos tiempo a un colega que necesitaba ayuda y menos plata a una hipotética obra de beneficiencia. También preferían pasar el tiempo libre solos más que acompañados, e incluso confesaban sentir menos emociones y soportar mejor el dolor: podían, por ejemplo, dejar más tiempo su mano bajo el agua hirviendo.

Pero si las personas se vuelven egoístas y poco prosociales cuando obtienen dinero, ¿si quieren ganarlo también deben tener esas actitudes? ¿Qué vino primero: el dinero o la falta de empatía?

En 2012, la Universidad de Notre Dame publicó un paper llamado “¿Es verdad que los chicos buenos llegan últimos? Los efectos de la amabilidad en el ingreso”. A un grupo de personas se les hizo un test psicológico que medía qué tan amables eran con los demás y luego se les preguntó por sus ingresos. Mientras los hombres menos amables ganaban 42 mil dólares al año —casi 3 millones de pesos al mes—, los tipos más amables, que trataban mejor al resto, ganaban 31 mil dólares —2 millones mensuales.

Para Paul Piff, esto puede ser como el dilema del huevo y la gallina, pero la mayoría de los estudios disponibles demuestran que es el éxito, más que la plata en sí misma, la que tiende a debilitar nuestras habilidades sociales. “Por ejemplo, un experimento reciente de un grupo israelí mostró que cuando alguien ganaba una competencia, una simple competencia dentro del laboratorio, la experiencia de ganar le hacía sentirse más habilidoso que el resto y, por sentirse así, hacía trampa en el juego siguiente para mantener su estatus”.

No es que estemos condenados, en todo caso, a tener para siempre a una élite económica insensible y tramposa, o que el resto de la población se vuelva insensible y tramposo si es que alguna vez accede a la riqueza. “Se ha mostrado que en países más igualitarios, como los escandinavos, las personas de más alto estatus tienden a ser tan generosas como el resto”, dice el sociólogo Mauricio Salgado. Su modelo de bienestar social funciona como “moderador” de la relación entre estatus y generosidad.

Jeannette von Wolffersdorff cree que no hay otra manera de resolverlo. “La elite en el mundo vive enclaustrada y distanciada de los demás, pero en Chile el fenómeno es especialmente pronunciado, no solo por la segregación de los barrios y del capital, sino también por la segregación de los sistemas de salud y educación. ¿Cómo aceptamos vivir en un país con clínicas privadas, mientras que en el sector público hay miles de muertos cada año por mal atención? Aquí no basta con exigirle al Estado que entregue servicios de mejor calidad si es que los que tienen influencia sobre el Estado no usan esos servicios públicos”.

“Si somos capaces de equiparar las condiciones en las que vive una sociedad, y no me refiero solo a la riqueza, sino también a oportunidades, al acceso a bienes como la salud pública, mejor vamos a estar todos”, concluye Piff. “Hay mucho trabajo que documenta esto y ciertamente será mucho menos probable ver estas importantes diferencias en el comportamiento entre el 1 por ciento y todos los demás”.

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