Pasamos a la casa del lonco Huenupi a solicitar permiso para caminar por las tierras de su comunidad. Las casas, desperdigadas, están a la orilla del gran río Queuco. Unos 800 metros al noreste desemboca el estero de Cauñicú.

El lonco, amable, nos queda mirando. Como sonriente, complacido de que su autoridad sea consultada. Le contamos que queremos remontar el estero hasta la laguna madre. Nos sigue mirando. Al final, solo dice: “¡Harta agüita; mucha!” Y nos dimos por autorizados para seguir nuestra caminata. Es que en su elocuencia, la palabra agua sonó como un don, una genialidad que debe compartirse.

El vasto territorio del Alto Bío Bío, de verdad que es gótico e intrincado de cordilleras. El viaje puede comenzar en Santa Bárbara, en su plaza con tilos, y tener un primer encuentro franco con el Bío Bío en Quilaco. Luego se presentará la disyuntiva de seguir hacia la frontera con Argentina o bien hacia el noreste, orillando y subiendo el río Queuco hasta Trapatrapa. Elegir esta ruta río arriba promete la mejor visión del río abajo que va labrando su huella turquesa en medio de la cordillera de Tricauco (Agua de los loros).

Cuerpo y territorio

“Me viajé” le dice, triunfal, al chofer, una señora morena, de gruesas trenzas blancas. Lleva anudado un pañuelo fucsia sobre su nuca. Baja en Los Chenques, a unos 7 km de comenzado el viaje desde Ralco. Dice que “se viaja” porque ella siente en el cuerpo los vaivenes del subir y del bajar. Cuando el bus roza los barrancos o emboca en alguno de los innumerables puentes se está viajando. Suda viajando; todos sudamos. Se trata de un acto comprometido, peligroso, y compartiendo el cuerpo con el territorio.

Es peligroso, pero lo es menos cuando las 70 personas que van arriba del bus aúnan “viajándose” su osadía y su confianza, compartiendo arriba del vehículo que los lleva por un camino construido en la media falda de una montaña. Allá abajo, bien en lo profundo, se ve que el Queuco es turquesa, es azul en los remansos, es viridiano en los recodos… para hacer los colores de una épica fluvial.

El bus también es parte del territorio y en su interior se pueden seguir los detalles de la vida cotidiana. Más arriba de Los Chenques, Carabineros detiene la máquina. ¿De quién es el cordero?, pregunta severo el sargento. Nadie responde. Tras las ventanas, allá abajo, se ve el Queuco turquesa. El policía pregunta: ¿Negativo?

Alza la voz. Y lo repite: ¿de quién es el cordero? Es un animal que no se pudo vender y que vuelve a sus corrales. Está, también, el tema de la fiebre aftosa que se controla. ¿De quién es el cordero? Y todo es como una tortura, una pesadilla pastoril. En el ambiente del bus se siente algo de impaciencia y burla. Ya “quebrado” el pewenche de Futalelbún (60 km más arriba), ladino y envalentonado por el alcohol consumido en Santa Bárbara, con cara de “recién comprendiendo” dice: “Yo llevo una borrega”. Y se escuchan muchas risas en el bus. Es que, de verdad, la autoridad llegada a estos lugares no entiende las diferencias entre un cordero, una oveja, una borrega, un borrego o un carnero. Allá abajo sigue corriendo el Queuco, un río mayor, a veces arrebatado.

Son una centenar los corrillos, esteros, torrentes y ríos los que hacen la grandeza del Queuco. Desde Cauñicú hacia arriba le vierten sus aguas el Tropelhuen, el riacho La Gloria, el Chancamalal, el estero Lauca, el Cachilivora, el Ñirremetún, el Duelón, el Hueraco, el Nirivilo, los Chilcos, el Huechicaiyán, el Curamallín, el Liai…

Este es el país pewenche, hecho de araucarias (pewen) y de aguas que corren y corren. Desde Ralco hasta Trapatrapa, 54 kilómetros están jalonados de pequeñas comunidades que se autodesignan pewenches. De Los Chenques, Pitril, Cauñicú, Queuco, MallaMalla, Nitrao, Trapatrapa y Kopawe son las gentes que aquí, a fines del siglo XIX, llegaron a refugiarse. Desde el lado argentino por la llamada Conquista del Desierto cuando fueron expulsados pampas, ranqueles, tehuelches… pues sus tierras debían ser para pastoreo. Del lado chileno, aquí se asentaron mapuches, huilliches y parcialidades como los boroanos, pues en sus antiguas tierras se sembraría trigo.

Así nació el país pewenche, que no es una etnia (casi todos son mapuche) sino una cultura que se desarrolló alrededor de la gran araucaria, sus frutos y sacralidad. Y el agua, por supuesto. El viajero amigo, en unos 15 días, aquí aprenderá del len, el ciprés cordillerano. Del guindo santo, de hermosas y gigantescas flores blancas; del lleuque. Aprenderá del coyam y del qewin, o sea de lo que nosotros llamamos roble y avellano. Sabrá historias del chapeñi, el puma pewenche. Verá al rere, el pájaro carpintero de cabeza roja; sabrá, asustado, del puelche, un viento que no solo es viento y que también es “gente ruda” que viene volando del este, espíritus.

Hay que llegar hasta Trapatrapa y ascender algo del volcán Kopawe. Allí estarán los descendientes de don Carmelo Rocha que dejó nietas maravillosas que a los seis años pescan truchas arcoíris y las secan o ahúman en un fogoncito.

Hay que viajar desde Ralco a Trapatrapa, costeando ese foso turquí del río; una narrativa épica que fusiona todas las aguas.

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