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La novela comienza con una pregunta, que también aparece en la contratapa, de la que es difícil despegarse. “¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos?”, consulta el narrador, un hombre mayor que recuerda la relación que tuvo hace cincuenta años, cuando él tenía 19, con una mujer casada de 48. ¿Hay una respuesta posible a esa pregunta? Da la impresión de que hoy se elige ir por menos: existe una aversión al sufrimiento, un intento generalizado por evitarlo a toda costa —con pastillas o maratones de series—, pero pocos parecen darse cuenta de que con esa ausencia también desaparece el amor, ese que, como dice el protagonista, no mide costos ni recompensas. El último libro de Julian Barnes es la historia de un joven universitario, a priori nihilista pero en realidad un disciplinado militante de sus sentimientos, orgulloso de enamorarse de alguien que podría ser su madre. Un romance así es imperdonable en ese conservador suburbio inglés y va en contra tanto de los valores convencionales como también, por su solemnidad y devoción, del hedonismo que se promovía a fines de los sesentas. Una escritura magistral que escarba delicadamente en el sentido de los recuerdos, en las marcas de la guerra, pero sobre todo en la imposibilidad del cálculo romántico: “Si se puede controlar”, concluye el protagonista, “entonces no es amor”.

La única historia

Julian Barnes

Anagrama, 2019

$18.000 en librerías

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No soy montañista y seguramente nunca lo seré. Respeto y admiro, eso sí —aunque no envidio—, a quienes encuentran en sus cuerpos la energía para subir, por sus propios medios, a lugares donde la presencia humana no está correspondida, con temperaturas extremas, geografías abruptas y ninguna señal de internet. Pero respeto y admiro mucho más a quienes suben montañas no solo por un asunto deportivo —de vencer al otro o a uno mismo—, de vanidad —la invaluable selfi en la cumbre— o incluso de espiritualidad —encontrar el sentido desde las alturas—, sino además por una motivación social y educativa. Es lo que la comunidad de Andeshandbook viene haciendo hace casi veinte años: generar, a través de la práctica, un montón de conocimiento abierto para acercarse a los cerros. Partieron como una web colaborativa, pero luego conformaron la Sociedad Geográfica de Documentación Andina, desde donde permanentemente intentan acercar, con rigor y seriedad, la montaña a las personas. En enero publicaron el mapa guía sobre el Grupo Plomo, una carta que detalla las cumbres y principales rutas y senderos de ese sector cordillerano, hecho para expertos del andinismo pero valioso también para quienes solo subimos montañas por Google Earth.

Mapa Guía Grupo Plomo

$10.000 en Andeshandbook.org

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Que cada veinte o treinta años se lleve al cine una nueva versión de Mujercitas no dice tanto de la obsesión —o falta de creatividad— de Hollywood frente a ciertos temas, sino que habla más de lo magistral de la novela de Louisa May Alcott, un libro que, como todo clásico, se hace elástico con las décadas y permite ser interpretado, actualizado y releído sin ver alterada su esencia y mucho menos su vigencia. La directora Greta Gerwig, sin tocar demasiado el texto original, modificó el manejo de los tiempos y también les agregó a los personajes el espacio que no siempre tenían en sus otras adaptaciones, dejándoles contradecirse, equivocarse y perdonarse. No deja de ser la historia que siempre ha sido, la de la libertad que las mujeres merecen, pero aquí también se refuerza el amor que puede existir entre ellas, en este caso las hermanas, capaz de prevalecer ante la influencia masculina. A pesar de su música —del siempre recargado Alexandre Desplat— y de un final demasiado feliz, el relato se mueve ligero y concluye con una idea vieja pero rebelde en estos tiempos individualistas: que no hay mejor refugio que el hogar para experimentar la creatividad y el dolor.

Mujercitas

Dirigida por Greta Gerwig

En cartelera

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