Muy tempranamente se consideró a Viña del Mar el balneario marítimo más reputado de Chile. Y desde entonces se lo ha comparado con grandes y famosos centros turísticos. Por 1878, un conocido cronista de importantes periódicos, asiduo visitante y gran admirador de sus bondades, hacía notar que todas las grandes capitales del Viejo Mundo contaban con una ciudad costera destinada exclusivamente al descanso, a solo unos cuantos kilómetros de viaje. Se preguntaba: «¿Por qué, si Londres tenía Brighton, París a Trouville y Dieppe y Bruselas a Ostende… no había de tener Santiago, que es el París de Sudamérica, y Valparaíso, que es el Londres, su Viña del Mar?». El mismo cronista se sorprendía de que a poco de fundada la ciudad, «la moda» la hubiese calificado con el «pomposo nombre de Versalles chileno». Y desde entonces ha sido el ícono de nuestros balnearios. «El más agradable rincón de Chile», sostenía la publicidad de comienzos del siglo XX. Y para referirse a él y sus cualidades no se ha escatimado en usar expresiones elocuentes, tales como «la Riviera chilena», «el lugar preferido por los veraneantes argentinos y familias de Santiago», «el más atrayente», o «el gran centro turístico nacional y extranjero». Inclusive, se elevó a la categoría de «balneario encantado». Promediando el siglo XX, era «la costa de la eterna primavera», cuyas especiales condiciones le permitían competir «ventajosamente con los balnearios de mayor fama en el mundo». Sin duda, podía sindicarse como «el primero del Pacífico» o como «vergel encantado». A casi 100 años de fundada la ciudad, la escritora María Luisa Bombal lo llamó «un rincón del paraíso». Sin menor exageración se corea en nuestros días: «Viña es un festival... música junto al mar».

Hubo dos localidades más que comenzaron a constituirse en centros de veraneo a fines del siglo XIX: Zapallar en 1892 y Cartagena en 1896. El primero se proyectó como balneario a instancias del propietario de la hacienda Catapilco, Olegario Ovalle, y el segundo, de la Municipalidad de San Antonio. Sin embargo, no pueden compararse en nombradía con Viña del Mar. Por lo demás, sus historias son muy singulares. Zapallar se emplazó muy lentamente y se consideró durante el siglo XX un lugar muy cerrado, solo abierto a ciertas familias. Cartagena, por su parte, también en las primeras décadas, experimentó un modesto desarrollo, a pesar de que el ferrocarril llegaba en 1912 hasta el puerto de San Antonio. Nueve años después, su situación cambiaría vertiginosamente, cuando el terminal se prolongó hasta el mismo balneario. Se urbanizó y masificó en corto tiempo y las familias fundadoras comenzaron paulatinamente a abandonarlo. A corto andar, fue considerado un centro recreativo de fines de semana y, más tarde, por decisión presidencial, un «sitio de recreación popular». Aunque de todos modos conservó por muchos años un poético atractivo para algunos veraneantes y residentes. Viña del Mar, en cambio, ha sido el emblema veraniego del litoral central. Es propio considerarlo el mejor caso para hablar de la vida privada en época de vacaciones. Por de pronto, entender la misma ciudad su emplazamiento, evolución y el movimiento que fue adquiriendo, comienza por ofrecernos una primera noción acerca de las formas de vida y estilo de quienes fueron sus moradores más habituales. Porque se trata de un centro urbano que se hizo a la medida de ellos y conservó esas características hasta las primeras décadas del siglo XX.

Balneario aristocrático

Viña del Mar nació como centro de recreo estival. Cuando en septiembre de 1855 se inauguró el primer tramo del ferrocarril Valparaíso-Santiago, se dijo en el discurso de la ocasión: «Valparaíso es un puerto... Viña del Mar es una ciudad de verano. Este que inauguramos es un camino». Camino que acortó los siete kilómetros que existían entre los dos puntos a solo escasos 15 minutos.

Se trataba de una propiedad constituida por dos haciendas, Las Siete Hermanas y Viña del Mar, que se extendía entre el cerro Barón por el sur y la desembocadura del río Aconcagua por el norte. Hacia el oriente se prolongaba hasta El Salto. Su dueña era Dolores Pérez, cuya casa habitación estaba ubicada muy cerca de la estación. En los inicios, solo este lugar y sus alrededores comenzaron a prosperar y la mayoría de los nuevos pobladores fueron trabajadores ferroviarios, básicamente extranjeros. Es explicable que surgieran interesados en comprar terrenos. Era un paisaje naturalmente ideal: temperatura agradable, bosques nativos, palmeras, esteros, mar y playas. Un «delicioso vergel», según Recaredo Tornero. Su dueña, luego de resistirse todo lo que pudo a vender, accedió a arrendar lotes por un plazo máximo de 30 años, aceptando que se pudiera edificar en ellos. Este fue el origen de las primeras residencias, cuyo carácter fue más bien sencillo. Paralelamente, un acaudalado vecino de Valparaíso, Julio Bernstein, respaldado por las casas comerciales Alsop y Kendall, lograba la concesión de un gran sitio ubicado más al oriente de la estación, donde construyó una refinería de azúcar. No obstante, hacia 1873 no era más que una villa campesina, cuya vida giraba en torno a la estación. Ese mismo año falleció la propietaria y, a los pocos meses, también su único hijo, Francisco Salvador Álvarez, de modo que Mercedes Álvarez, nieta e hija respectivamente, heredó toda la propiedad. A la sazón estaba casada con José Francisco Vergara, con quien había contraído matrimonio en 1859. Vergara era un agrimensor que trabajó en el trazado de la vía entre Valparaíso y Quillota, poseedor de gran espíritu empresarial y, en general, de mentalidad moderna. Un liberal en todo sentido. Por eso no extraña que, transformado en propietario, se entregara por entero a desarrollar el proyecto de emplazar una ciudad, el cual fue aprobado por el intendente de Valparaíso, Francisco Echaurren, a fines de diciembre de 1874. El proyecto era ambicioso, a la vez que generoso. Disponía obsequiar terrenos para las plazas, calles principales y avenidas, para la construcción de numerosos edificios públicos, la iglesia, el futuro hospicio, el cementerio, mercado, cárcel, matadero, juzgado, entidades culturales, varias escuelas. También se comprometió a proveer de agua potable a la población mediante cañerías. Vergara vendió definitivamente los terrenos que estaban en arriendo y no tardaron en aparecer interesados en comprar nuevos lotes. Él, mientras tanto, financiaba la edificación del Gran Hotel, en terrenos aledaños a la estación, en calle Álvarez esquina calle Quillota. En 1875, el censo contabilizó más de 1.300 habitantes y algunas casas veraniegas irrumpieron en el paisaje todavía rural. En verdad, Viña del Mar se comenzaba a convertir en el balneario aristocrático por excelencia de la zona central del país, o por lo menos exclusivamente de clase alta, aunque su progreso sería lento. Vicuña Mackenna se quejaba de su poco desarrollo hacia 1882, por su escasez de transporte, de buenas calles, de atractivo, «no se edifica por año más de una, dos o tres casitas o chalets», reclamaba. Sin embargo, dejaría ese aspecto de «aldea de verano» o de «suburbio dominical», convirtiéndose propiamente en un«lugar de veraneo», donde era posible «pasar la temporada».

Es que a esas alturas, la costumbre de veranear en la costa se había asentado entre la clase dirigente. Costumbre iniciada en Chile hacía muy poco y cuyo origen, como es de suponer, fue europeo. Antes, ni siquiera existía la necesidad de pasar la «temporada» en un lugar distinto del que se vivía durante la mayor parte del año. Las vacaciones no constituían una exigencia, tampoco lo era emigrar de la ciudad en busca de la naturaleza y del imperioso descanso, entregándose al ocio y a la mera expansión. Lo habitual era trasladarse a la hacienda o fundo, entre los meses de diciembre y marzo, atraídos por las faenas propiamente agrícolas que se realizaban durante la época estival.

En el fundo, la vida al aire libre, las festividades campesinas, el rodeo y la vendimia, por ejemplo, la convivencia familiar amplia, incluyendo huéspedes, entre tertulias, largas comidas y actos de devoción, representaba una rutina evidentemente relajada que en casi nada se diferenciaba de la que regularmente se desarrollaba durante el resto del año en la ciudad. «Veranear» no era una aspiración.

La idea llegaría con el correr de los años, durante la segunda mitad del siglo XIX. Fue una de las tantas manifestaciones del proceso de modernización integral que experimentaron los chilenos de la élite a consecuencia de la expansión económica y transformación social y cultural que afecto al país.

En este sentido influyeron, decididamente, los contactos comerciales financieros y turísticos cada vez más frecuentes con los países del Atlántico norte; el aumento sostenido de la productividad y de la riqueza pública y privada; el esfuerzo estatal y particular para desarrollar obras de progreso material, preferentemente carreteras y líneas férreas, u obras de adelanto de la infraestructura urbana; los avances científicos y modificaciones tecnológicas, que se tradujeron en sustanciales mejoras de las comunicaciones y sobre todo del transporte terrestre y marítimo. En definitiva entre la clase dirigente hubo una sensación de prosperidad interrumpida, de «existencia plácida», aunque «un tanto pagana».

A la sazón, Santiago y otras ciudades importantes registraban un significativo aumento demográfico. La capital, por mencionar el caso emblemático, entre 1835 y 1895, había casi cuadruplicado su población. Hacia fines de siglo, sin duda presentaba un aspecto más moderno, máxime sus principales manzanas y avenidas. Era una ciudad con varios restaurantes cafés, hoteles, clubes, espectáculos públicos, magníficos paseos e intenso tráfico diario y nocturno. «Era un lugar absorbente que atrae hacia sí gran parte de la riqueza del país... —los barrios céntricos eran-— como trozos de París tirados aquí y allá». En definitiva, el ritmo cotidiano de sus habitantes fue cada vez más dinámico y ciertamente se impusieron costumbres de corte europeo, «aburguesadas»: rituales sociales, gustos, vestimentas, carruajes, nuevas aficiones o modas... Todo adquirió un tono más bien parisino, el «buen tono», como se decía entre las familias de fortuna. No es extraño, entonces, que se adoptara la costumbre de «veranear», fuese por necesidad, para descansar de la vida citadina durante la «época de los calores», fuese por imitación, como expresión de «buen tono», para reproducir en Chile un hábito corriente en Europa. Obviamente, no se abandonó la práctica de trasladarse al fundo durante esa época, sólo que ahora se entendió también como tiempo destinado al ocio, al simple descanso. En verdad, el veraneo rural gravitó en Chile hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, paralelamente, otros sectores de la élite, talvez más progresistas o aburguesados, optaron por pasar las vacaciones en la costa. Más aún, aspiraron a hacer vida de balneario. Desde hacía tiempo estos sectores habían demostrado cierta atracción por Valparaíso, por su clima benigno, su estilo más europeo, anglosajón, y por los baños de mar, en cabinas. Julio Subercaseaux recuerda que su familia se dirigía a Valparaíso la primera semana de enero en el tren que salía de la estación Alameda a las ocho de la mañana, llegando al lugar de destino, la estación Bellavista, pasado el mediodía. Agrega que al detenerse en Viña del Mar, «gran parte de la familia que ahí veraneaba nos esperaba en la estación para saludarnos». Era el verano de 1875, a escasas semanas de haberse fundado la ciudad.

A muy poco andar, gracias a gestiones de sus vecinos, se creó la comuna —según versa el decreto de fundación—, «por la importancia de esa localidad y la población que contiene... y el espíritu de progreso» que los animaba. De espíritu «cosmopolita» lo tildó Vicuña Mackenna. De este modo, en 1879, se instituyó la Municipalidad de Viña del Mar. Entre sus autoridades se encontraban personalidades locales, como José Francisco Vergara, Antonio Subercaseaux, Julio Bernstein y Augusto Kiel, entre otros. En realidad, su «cosmopolitismo» marcó la pauta para las siguientes generaciones de alcaldes, regidores y vecinos, lo cual se tradujo en crecimiento sostenido. Pronto pasó a ser una comuna que reunió cuantiosos recursos financieros y registró un nivel de inversión altísimo.

Pasar la temporada en el litoral

En las primeras décadas del siglo XX comenzaría a perder su carácter de «villa balneario». El censo de 1907 señaló una población de 26.262 habitantes. Su superficie, igualmente, se había multiplicado proporcionalmente al incremento demográfico. Se abrieron nuevas arterias y se amplió el casco antiguo, no solo con residencias que fueron edificándose hacia el interior, dando origen a nuevos barrios o «poblaciones», como Chorrillos y Miraflores, sino que también se fue extendiendo hacia algunos cerros situados al sur poniente. Primero el cerro Castillo y, luego, Agua Santa y Recreo. En este último sector se estableció paulatinamente una población integrada fundamentalmente por alemanes e ingleses, provenientes de Valparaíso. En los terrenos al norte del estero Marga Marga se había emplazado la población Vergara, cuyo trazado se delineó en 1892. Salvador, uno de los hijos herederos de José Francisco Vergara, fallecido en 1889, había ordenado el respectivo loteo y trazado de calles. El eje fue la avenida Libertad, que corría de sur a norte, ordenándose las manzanas a ambos costados, dando origen así a las calles «orientes», «ponientes» y «nortes». Se pobló con mayor rapidez el sector oriente, permaneciendo eriazos por bastante tiempo los sitios ponientes, porque eran más arenosos y hasta pantanosos.

El crecimiento obviamente respondió, en parte, a la socialización de la costumbre de «pasar la temporada» en el litoral y por tratarse del balneario chileno de moda. Sin embargo, hubo un hecho que aceleró el ritmo histórico de su poblamiento: el terremoto de 1906, que afectó severamente a Valparaíso. Viña del Mar resultó «sumamente arruinada», pero a los pocos meses no solo se reedificó, sino que numerosos porteños se trasladaron a vivir en ella.

Así fue naciendo una verdadera ciudad balneario, más funcional a estos efectos, dotada de infraestructura (nuevas estaciones ferroviarias, puentes que cruzaban el estero, arterias pavimentadas etc.), servicios públicos de toda especie (electricidad, teléfono, correos, policía, cementerios, iglesias, asistencia sanitaria, colegios, etc.), comercios, entidades financieras, industrias (la Fundición Maestranza y Galvanización de Caleta Abarca, Textil Viña, etc.). Incluso en el borde costero, camino a Las Salinas, se instaló la Primera Repartición Naval y luego el Regimiento Coraceros, al final de la calle Libertad. En 1928, su población bordeaba los 50 mil habitantes y por sus calles corrían automóviles y algunos recorridos de locomoción colectiva. Se electrificó el tren Valparaíso-Santiago, de modo que los viajes fueron más frecuentes y rápidos, especialmente en los meses de verano. La población, ciertamente, se había diversificado, de manera que en los límites urbanos era posible distinguir conjuntos de perfil mesocrático y popular. Los primeros se ubicaban preferentemente en algunas partes del plan, hacia Chorrillos y Miraflores y en los altos de Agua Santa y Recreo. Los segundos, en el cerro Santa Inés, o en las inmediaciones del Regimiento Coraceros o de la refinería de azúcar, en oriente de las calles Valparaíso y Arlegui y hacia los altos de Miraflores.

Con todo, en las primeras décadas del siglo XX, los santiaguinos no dudaban en sindicarlo como balneario exclusivo: «El punto de cita de la rancia aristocracia», la ciudad que marcaba «la nota clásica del buen gusto y la distinción». Porque, como era de suponer, sus autoridades y algunos residentes visionarios se habían preocupado de acondicionar la ciudad para satisfacer las demandas de entretención y esparcimiento de la clase alta…

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Muy tempranamente se consideró a Viña del Mar el balneario marítimo más reputado de Chile. Y desde entonces se lo ha comparado con grandes y famosos centros turísticos. Por 1878, un conocido cronista de importantes periódicos, asiduo visitante y gran admirador de sus bondades, hacía notar que todas las grandes capitales del Viejo Mundo contaban con una ciudad costera destinada exclusivamente al descanso, a solo unos cuantos kilómetros de viaje. Se preguntaba: «¿Por qué, si Londres tenía Brighton, París a Trouville y Dieppe y Bruselas a Ostende… no había de tener Santiago, que es el París de Sudamérica, y Valparaíso, que es el Londres, su Viña del Mar?». El mismo cronista se sorprendía de que a poco de fundada la ciudad, «la moda» la hubiese calificado con el «pomposo nombre de Versalles chileno». Y desde entonces ha sido el ícono de nuestros balnearios. «El más agradable rincón de Chile», sostenía la publicidad de comienzos del siglo XX. Y para referirse a él y sus cualidades no se ha escatimado en usar expresiones elocuentes, tales como «la Riviera chilena», «el lugar preferido por los veraneantes argentinos y familias de Santiago», «el más atrayente», o «el gran centro turístico nacional y extranjero». Inclusive, se elevó a la categoría de «balneario encantado». Promediando el siglo XX, era «la costa de la eterna primavera», cuyas especiales condiciones le permitían competir «ventajosamente con los balnearios de mayor fama en el mundo». Sin duda, podía sindicarse como «el primero del Pacífico» o como «vergel encantado». A casi 100 años de fundada la ciudad, la escritora María Luisa Bombal lo llamó «un rincón del paraíso». Sin menor exageración se corea en nuestros días: «Viña es un festival... música junto al mar».

Hubo dos localidades más que comenzaron a constituirse en centros de veraneo a fines del siglo XIX: Zapallar en 1892 y Cartagena en 1896. El primero se proyectó como balneario a instancias del propietario de la hacienda Catapilco, Olegario Ovalle, y el segundo, de la Municipalidad de San Antonio. Sin embargo, no pueden compararse en nombradía con Viña del Mar. Por lo demás, sus historias son muy singulares. Zapallar se emplazó muy lentamente y se consideró durante el siglo XX un lugar muy cerrado, solo abierto a ciertas familias. Cartagena, por su parte, también en las primeras décadas, experimentó un modesto desarrollo, a pesar de que el ferrocarril llegaba en 1912 hasta el puerto de San Antonio. Nueve años después, su situación cambiaría vertiginosamente, cuando el terminal se prolongó hasta el mismo balneario. Se urbanizó y masificó en corto tiempo y las familias fundadoras comenzaron paulatinamente a abandonarlo. A corto andar, fue considerado un centro recreativo de fines de semana y, más tarde, por decisión presidencial, un «sitio de recreación popular». Aunque de todos modos conservó por muchos años un poético atractivo para algunos veraneantes y residentes. Viña del Mar, en cambio, ha sido el emblema veraniego del litoral central. Es propio considerarlo el mejor caso para hablar de la vida privada en época de vacaciones. Por de pronto, entender la misma ciudad su emplazamiento, evolución y el movimiento que fue adquiriendo, comienza por ofrecernos una primera noción acerca de las formas de vida y estilo de quienes fueron sus moradores más habituales. Porque se trata de un centro urbano que se hizo a la medida de ellos y conservó esas características hasta las primeras décadas del siglo XX.

Balneario aristocrático

Viña del Mar nació como centro de recreo estival. Cuando en septiembre de 1855 se inauguró el primer tramo del ferrocarril Valparaíso-Santiago, se dijo en el discurso de la ocasión: «Valparaíso es un puerto... Viña del Mar es una ciudad de verano. Este que inauguramos es un camino». Camino que acortó los siete kilómetros que existían entre los dos puntos a solo escasos 15 minutos.

Se trataba de una propiedad constituida por dos haciendas, Las Siete Hermanas y Viña del Mar, que se extendía entre el cerro Barón por el sur y la desembocadura del río Aconcagua por el norte. Hacia el oriente se prolongaba hasta El Salto. Su dueña era Dolores Pérez, cuya casa habitación estaba ubicada muy cerca de la estación. En los inicios, solo este lugar y sus alrededores comenzaron a prosperar y la mayoría de los nuevos pobladores fueron trabajadores ferroviarios, básicamente extranjeros. Es explicable que surgieran interesados en comprar terrenos. Era un paisaje naturalmente ideal: temperatura agradable, bosques nativos, palmeras, esteros, mar y playas. Un «delicioso vergel», según Recaredo Tornero. Su dueña, luego de resistirse todo lo que pudo a vender, accedió a arrendar lotes por un plazo máximo de 30 años, aceptando que se pudiera edificar en ellos. Este fue el origen de las primeras residencias, cuyo carácter fue más bien sencillo. Paralelamente, un acaudalado vecino de Valparaíso, Julio Bernstein, respaldado por las casas comerciales Alsop y Kendall, lograba la concesión de un gran sitio ubicado más al oriente de la estación, donde construyó una refinería de azúcar. No obstante, hacia 1873 no era más que una villa campesina, cuya vida giraba en torno a la estación. Ese mismo año falleció la propietaria y, a los pocos meses, también su único hijo, Francisco Salvador Álvarez, de modo que Mercedes Álvarez, nieta e hija respectivamente, heredó toda la propiedad. A la sazón estaba casada con José Francisco Vergara, con quien había contraído matrimonio en 1859. Vergara era un agrimensor que trabajó en el trazado de la vía entre Valparaíso y Quillota, poseedor de gran espíritu empresarial y, en general, de mentalidad moderna. Un liberal en todo sentido. Por eso no extraña que, transformado en propietario, se entregara por entero a desarrollar el proyecto de emplazar una ciudad, el cual fue aprobado por el intendente de Valparaíso, Francisco Echaurren, a fines de diciembre de 1874. El proyecto era ambicioso, a la vez que generoso. Disponía obsequiar terrenos para las plazas, calles principales y avenidas, para la construcción de numerosos edificios públicos, la iglesia, el futuro hospicio, el cementerio, mercado, cárcel, matadero, juzgado, entidades culturales, varias escuelas. También se comprometió a proveer de agua potable a la población mediante cañerías. Vergara vendió definitivamente los terrenos que estaban en arriendo y no tardaron en aparecer interesados en comprar nuevos lotes. Él, mientras tanto, financiaba la edificación del Gran Hotel, en terrenos aledaños a la estación, en calle Álvarez esquina calle Quillota. En 1875, el censo contabilizó más de 1.300 habitantes y algunas casas veraniegas irrumpieron en el paisaje todavía rural. En verdad, Viña del Mar se comenzaba a convertir en el balneario aristocrático por excelencia de la zona central del país, o por lo menos exclusivamente de clase alta, aunque su progreso sería lento. Vicuña Mackenna se quejaba de su poco desarrollo hacia 1882, por su escasez de transporte, de buenas calles, de atractivo, «no se edifica por año más de una, dos o tres casitas o chalets», reclamaba. Sin embargo, dejaría ese aspecto de «aldea de verano» o de «suburbio dominical», convirtiéndose propiamente en un«lugar de veraneo», donde era posible «pasar la temporada».

Es que a esas alturas, la costumbre de veranear en la costa se había asentado entre la clase dirigente. Costumbre iniciada en Chile hacía muy poco y cuyo origen, como es de suponer, fue europeo. Antes, ni siquiera existía la necesidad de pasar la «temporada» en un lugar distinto del que se vivía durante la mayor parte del año. Las vacaciones no constituían una exigencia, tampoco lo era emigrar de la ciudad en busca de la naturaleza y del imperioso descanso, entregándose al ocio y a la mera expansión. Lo habitual era trasladarse a la hacienda o fundo, entre los meses de diciembre y marzo, atraídos por las faenas propiamente agrícolas que se realizaban durante la época estival.

En el fundo, la vida al aire libre, las festividades campesinas, el rodeo y la vendimia, por ejemplo, la convivencia familiar amplia, incluyendo huéspedes, entre tertulias, largas comidas y actos de devoción, representaba una rutina evidentemente relajada que en casi nada se diferenciaba de la que regularmente se desarrollaba durante el resto del año en la ciudad. «Veranear» no era una aspiración.

La idea llegaría con el correr de los años, durante la segunda mitad del siglo XIX. Fue una de las tantas manifestaciones del proceso de modernización integral que experimentaron los chilenos de la élite a consecuencia de la expansión económica y transformación social y cultural que afecto al país.

En este sentido influyeron, decididamente, los contactos comerciales financieros y turísticos cada vez más frecuentes con los países del Atlántico norte; el aumento sostenido de la productividad y de la riqueza pública y privada; el esfuerzo estatal y particular para desarrollar obras de progreso material, preferentemente carreteras y líneas férreas, u obras de adelanto de la infraestructura urbana; los avances científicos y modificaciones tecnológicas, que se tradujeron en sustanciales mejoras de las comunicaciones y sobre todo del transporte terrestre y marítimo. En definitiva entre la clase dirigente hubo una sensación de prosperidad interrumpida, de «existencia plácida», aunque «un tanto pagana».

A la sazón, Santiago y otras ciudades importantes registraban un significativo aumento demográfico. La capital, por mencionar el caso emblemático, entre 1835 y 1895, había casi cuadruplicado su población. Hacia fines de siglo, sin duda presentaba un aspecto más moderno, máxime sus principales manzanas y avenidas. Era una ciudad con varios restaurantes cafés, hoteles, clubes, espectáculos públicos, magníficos paseos e intenso tráfico diario y nocturno. «Era un lugar absorbente que atrae hacia sí gran parte de la riqueza del país... —los barrios céntricos eran-— como trozos de París tirados aquí y allá». En definitiva, el ritmo cotidiano de sus habitantes fue cada vez más dinámico y ciertamente se impusieron costumbres de corte europeo, «aburguesadas»: rituales sociales, gustos, vestimentas, carruajes, nuevas aficiones o modas... Todo adquirió un tono más bien parisino, el «buen tono», como se decía entre las familias de fortuna. No es extraño, entonces, que se adoptara la costumbre de «veranear», fuese por necesidad, para descansar de la vida citadina durante la «época de los calores», fuese por imitación, como expresión de «buen tono», para reproducir en Chile un hábito corriente en Europa. Obviamente, no se abandonó la práctica de trasladarse al fundo durante esa época, sólo que ahora se entendió también como tiempo destinado al ocio, al simple descanso. En verdad, el veraneo rural gravitó en Chile hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, paralelamente, otros sectores de la élite, talvez más progresistas o aburguesados, optaron por pasar las vacaciones en la costa. Más aún, aspiraron a hacer vida de balneario. Desde hacía tiempo estos sectores habían demostrado cierta atracción por Valparaíso, por su clima benigno, su estilo más europeo, anglosajón, y por los baños de mar, en cabinas. Julio Subercaseaux recuerda que su familia se dirigía a Valparaíso la primera semana de enero en el tren que salía de la estación Alameda a las ocho de la mañana, llegando al lugar de destino, la estación Bellavista, pasado el mediodía. Agrega que al detenerse en Viña del Mar, «gran parte de la familia que ahí veraneaba nos esperaba en la estación para saludarnos». Era el verano de 1875, a escasas semanas de haberse fundado la ciudad.

A muy poco andar, gracias a gestiones de sus vecinos, se creó la comuna —según versa el decreto de fundación—, «por la importancia de esa localidad y la población que contiene... y el espíritu de progreso» que los animaba. De espíritu «cosmopolita» lo tildó Vicuña Mackenna. De este modo, en 1879, se instituyó la Municipalidad de Viña del Mar. Entre sus autoridades se encontraban personalidades locales, como José Francisco Vergara, Antonio Subercaseaux, Julio Bernstein y Augusto Kiel, entre otros. En realidad, su «cosmopolitismo» marcó la pauta para las siguientes generaciones de alcaldes, regidores y vecinos, lo cual se tradujo en crecimiento sostenido. Pronto pasó a ser una comuna que reunió cuantiosos recursos financieros y registró un nivel de inversión altísimo.

Pasar la temporada en el litoral

En las primeras décadas del siglo XX comenzaría a perder su carácter de «villa balneario». El censo de 1907 señaló una población de 26.262 habitantes. Su superficie, igualmente, se había multiplicado proporcionalmente al incremento demográfico. Se abrieron nuevas arterias y se amplió el casco antiguo, no solo con residencias que fueron edificándose hacia el interior, dando origen a nuevos barrios o «poblaciones», como Chorrillos y Miraflores, sino que también se fue extendiendo hacia algunos cerros situados al sur poniente. Primero el cerro Castillo y, luego, Agua Santa y Recreo. En este último sector se estableció paulatinamente una población integrada fundamentalmente por alemanes e ingleses, provenientes de Valparaíso. En los terrenos al norte del estero Marga Marga se había emplazado la población Vergara, cuyo trazado se delineó en 1892. Salvador, uno de los hijos herederos de José Francisco Vergara, fallecido en 1889, había ordenado el respectivo loteo y trazado de calles. El eje fue la avenida Libertad, que corría de sur a norte, ordenándose las manzanas a ambos costados, dando origen así a las calles «orientes», «ponientes» y «nortes». Se pobló con mayor rapidez el sector oriente, permaneciendo eriazos por bastante tiempo los sitios ponientes, porque eran más arenosos y hasta pantanosos.

El crecimiento obviamente respondió, en parte, a la socialización de la costumbre de «pasar la temporada» en el litoral y por tratarse del balneario chileno de moda. Sin embargo, hubo un hecho que aceleró el ritmo histórico de su poblamiento: el terremoto de 1906, que afectó severamente a Valparaíso. Viña del Mar resultó «sumamente arruinada», pero a los pocos meses no solo se reedificó, sino que numerosos porteños se trasladaron a vivir en ella.

Así fue naciendo una verdadera ciudad balneario, más funcional a estos efectos, dotada de infraestructura (nuevas estaciones ferroviarias, puentes que cruzaban el estero, arterias pavimentadas etc.), servicios públicos de toda especie (electricidad, teléfono, correos, policía, cementerios, iglesias, asistencia sanitaria, colegios, etc.), comercios, entidades financieras, industrias (la Fundición Maestranza y Galvanización de Caleta Abarca, Textil Viña, etc.). Incluso en el borde costero, camino a Las Salinas, se instaló la Primera Repartición Naval y luego el Regimiento Coraceros, al final de la calle Libertad. En 1928, su población bordeaba los 50 mil habitantes y por sus calles corrían automóviles y algunos recorridos de locomoción colectiva. Se electrificó el tren Valparaíso-Santiago, de modo que los viajes fueron más frecuentes y rápidos, especialmente en los meses de verano. La población, ciertamente, se había diversificado, de manera que en los límites urbanos era posible distinguir conjuntos de perfil mesocrático y popular. Los primeros se ubicaban preferentemente en algunas partes del plan, hacia Chorrillos y Miraflores y en los altos de Agua Santa y Recreo. Los segundos, en el cerro Santa Inés, o en las inmediaciones del Regimiento Coraceros o de la refinería de azúcar, en oriente de las calles Valparaíso y Arlegui y hacia los altos de Miraflores.

Con todo, en las primeras décadas del siglo XX, los santiaguinos no dudaban en sindicarlo como balneario exclusivo: «El punto de cita de la rancia aristocracia», la ciudad que marcaba «la nota clásica del buen gusto y la distinción». Porque, como era de suponer, sus autoridades y algunos residentes visionarios se habían preocupado de acondicionar la ciudad para satisfacer las demandas de entretención y esparcimiento de la clase alta…

Ficha de autor

ÁLVARO GÓNGORA ESCOBEDO. Doctor en Historia por la Pontificia Universidad Católica. Decano de la Facultad de Humanidades y Comunicaciones Universidad Finis Terrae. Autor de libros y artículos sobre historia de Chile de los siglos XIX y XX. Entre ellos se destacan “Historia de la prostitución en Santiago, 1813-1931” (1991), y en coautoría: “Jorge Alessandri Rodríguez. Una biografía” (1996); “Chile 1541-2000. Una interpretación de su historia política” (2000) y “Jaime Eyzaguirre y su tiempo” (2004).

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