Entre las imágenes indudablemente chilenas, quizás la más parecida a un tesoro sea el paso fugaz de una carreta pintada. No es solo una visión en movimiento sino que es precedida por el sonido de castañuelas que los caballos producen en el pavimento. Entonces, lo fugaz se hace un instante, algo que es capaz, en niños y grandes, de producir un suspenso tan esencial que parece un milagro urbano.

Aunque emocionantes, las carretas trascienden una anécdota. Es que su presencia cuenta de una economía, una historia y, sobre todo, pregunta por qué su originalidad expresiva, tan antigua, pudo mantener esa bella estética que no es académica. Es que de ser, aparentemente, un vehículo funcional, se hizo el soporte de una expresividad gráfica que nada tiene que ver con transportar melones ni salir de paseo con una familia de Colina. Son mucho más que eso.

Las carretas pintadas no se prodigan. Llegada la modernidad fueron desapareciendo o replegándose a la periferia. Quilicura, Cerro Navia, Lo Prado, Colina, Lampa, Lo Espejo… son lugares en donde aún se puede ver carretas. Y allí son más que un objeto, son como un símbolo de la supervivencia y razón de un trozo de Chile. Por ejemplo en Lo Valledor, venidas desde los campos cercanos, a diario pueden verse cinco o seis de ellas que transportan verduras.

Retirándose del ámbito público, o de su cercanía laboral con el mundo económico de las ferias libres, la carreta también comenzó a convivir con la fiesta religiosa. Se hizo objeto sagrado y parte de la liturgia, por ejemplo de la Fiesta de Cuasimodo, tan vigente en algunas comunas.

Pero existe algo que perduró sobre las razones de tránsito, de transporte, históricas y religiosas. Se trata de la decoración y su cromatismo. O sea, la carreta pintada con los colores primarios y los motivos inscritos sobre ella. Estos, candorosos e ingenuos, son del gusto de los habitantes de la periferia santiaguina y también alegría de grandes y niños… que solo los ven de vez en cuando.

Colores vivos (rojos, verdes, amarillos, blancos, azulinos…), siempre aplicados con esa intuición decidida de la mano popular. Rótulos expresivos de una mínima leyenda, el escenario muy ordenado, geometrías imposibles: copihues, la cabeza de un caballito, un trébol al revés y una herradura pueden hacer la más humilde y enigmática narración.

En 1550, en las Actas del Cabildo de Santiago ya se puede leer que el señor Bartolomé Flores es el primer constructor de carretas en el Reyno de Chile. Cinco años después —1555— el mismo Cabildo nombra como “veedor de obras y de carretas” a don Diego Gómez. Es decir, esto es algo serio y lo sería durante todo el tiempo colonial.

Durante el siglo XIX la carreta dejará de ser exclusivamente funcional a lo laboral y se acercará hacia actos más sensibles: el paseo, el pícnic, el viaje familiar que se emprende al campo y los balnearios.

Eso es el momento en que la carreta es “enflorá”, “emperifollá” y coloreada. También la pintaron los comerciantes de Valparaíso —franceses, italianos, españoles— en pos de generar visibilidad y mayor identidad a sus negocios. Alrededor de su rodar, casi siempre existe un mundo que no es oficial: una decoración y una expresión de fe populares que la carreta lleva a todos lados. En 1945, en el país había 52.192 carretas que lentamente se fueron retirando.

Burritos y herraduras

Pensar en periferia santiaguina basta para que surjan los colores más imprevistos. Sobre la carreta, sin orden ni jerarquía, estos se expresan para provocar identidad, sorpresa, ingenuamente…, dando matices y orden a un territorio del que aún se recuerdan sus símbolos más simples. Acaso son resabios de una chilenidad icónica hecha de copihues, de cachos de chicha, escudos, Condorito, estrellas, burritos y herraduras. Es el color de Chile, incomprensible y querido.

También esos colores y motivos suelen destellar en las ferias de animales, en circos, balnearios pobres, ferias de atracciones mecánicas…, es decir, formas y espacios no regidos desde reglamentos ni economías formales. Allí, un chinchinero o un pintor de carretas “hace lo que puede” y su esfuerzo siempre será valorado “por bacán”.

Las reminiscencias culturales que hay en la carreta pintada pueden llevarnos al mundo precolombino, al de los mapuche; es que en ellos el pensamiento del cosmos, del espacio cardinal está representado con colores y formas. El color es territorio y familia. Las carretas son pintadas “por el papá”, “mi hermano chico”, “un primo”; ningún pintor, ninguna razón económica sostiene un hacer que ya tiene más de un siglo y que una vez al año, antecedido por el trote de un caballo, nos da tanta alegría.

LEER MÁS