Por María José Correa y

Mauro Vallejo

Cuando Enrique Onofroff llega a Buenos Aires, el 8 de marzo de 1895, ya había logrado ganarse cierta fama en el Viejo Continente, sobre todo en España, país en el que seguirá actuando al menos hasta fines de la década de 1920. No haremos aquí un relato de sus espectáculos de hipnosis y telepatía en las ciudades españolas, pues ya existen trabajos que los han documentado. Lo que sí nos gustaría resaltar es que, al momento de desembarcar en el Río de la Plata, tiene a su haber —o quizá lo tienen los representantes teatrales que organizan su gira— toda una suma de pericias acerca de cómo comportarse en un territorio nuevo a fin de promocionar sus capacidades. En efecto, apenas arribado a Buenos Aires puso en acto un aceitado rito que no perseguía sino garantizar una buena venta de localidades para los shows que tenía planeado dar a partir del 15 de marzo en dos teatros de la ciudad, Zarzuela y Odeón. Ese rito incluía la organización de sesiones privadas en salones de familias de la élite, la visita a redacciones de los diarios más populares y la circulación de su retrato en distintos soportes materiales. Podemos comenzar por este último elemento. Hay fuentes que indican que la ciudad se llenó de inmediato de afiches que mostraban el rostro de Onofroff, rodeado de un escenario inquietante (...).

Lo profano y su buena salud

La historia de la presencia de Onofroff en Buenos Aires puede ser narrada mediante la secuencia de actores sociales que, de forma alternada, quedaron colocados en el epicentro del escenario. Luego de que todos los focos se dirigieran hacia Mitre y sus convidados, el protagonismo recayó sobre los médicos. Y no sobre algunos clínicos humildes que hubieran engrosado las colas en las veredas de los teatros. Todo lo contrario, quienes dijeron presente fueron los profesionales más reputados de la disciplina local. Quien tiró la primera piedra fue nada menos que José María Ramos Mejía, por entonces director del Departamento Nacional de Higiene y jefe de la cátedra de “Enfermedades Nerviosas” de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Luego de que algunas personas se quejaran de la posición pasiva asumida por la oficina de Higiene ante este ilusionista que se paseaba por salones y redacciones anunciando a los cuatro vientos su experticia en el campo de la hipnosis, Ramos Mejía decidió tomar cartas en el asunto, y citó a Onofroff a esa oficina gubernativa para la tarde del día 14 de mayo. Según dejaron trascender algunos diarios, el objetivo de la reunión era recordarle al visitante la existencia de una normativa —sancionada en 1890, como se señaló en el primer capítulo— que prohibía el uso del hipnotismo con fines teatrales.

Onofroff no se limitó a concurrir para oír respetuosamente esa advertencia, sino que incluso ofreció a los médicos allí presentes una demostración de sus poderes telepáticos, que fue por entero exitosa. Los diarios del día siguiente —esto es, el día del debut en el teatro Odeón— comunicaron la buena impresión que el ilusionista había provocado en los reyes de la medicina higiénica de Buenos Aires:

“Todos los que presenciaron la concluyente prueba de la rara facultad de Onofroff quedaron admirados de la prodigiosa exactitud con que cumplió la orden transmitida mentalmente [...]. Antes de despedirse de los miembros del Consejo de Higiene, Onofroff ofreció ponerse a su disposición para llevar a cabo experiencias de hipnotismo en enfermos del sistema nervioso, en presencia de una comisión de médicos. El Dr. Ramos Mejía no ocultaba, como los demás médicos que presenciaron la experiencia, la favorable impresión que esta les había producido. Más aún, un día después otro diario porteño publicó una entrevista al propio Ramos Mejía, en la cual el médico no solo ratificó su convencimiento sobre la buena fe de Onofroff, sino que reconoció que este último era poseedor de capacidades prodigiosas, indicando que ‘Onofroff posee en alto grado la facultad que esplica la telapatía'”.

Esa entrevista contenía un fragmento aún más valioso. En lo que a primera vista puede parecer un contrasentido, el director del organismo que acababa de recordar a Onofroff que tenía prohibido usar la hipnosis durante sus espectáculos, cerraba la conversación informando que la oficina a su cargo planeaba convocar al ilusionista una segunda vez “para que hipnotice a varias enfermas de histerismo de nuestros hospitales y utilizar los efectos de esas hipnotizaciones”.

¿Por qué motivo quien, además de ser el adalid del higienismo argentino y se desempeñaba como máximo especialista en el terreno neurológico planeaba aprovechar de tal forma las capacidades hipnóticas de un ilusionista de teatro? La respuesta más segura es la más sencilla de todas y la que podrá parecer, injustamente, la más malintencionada: sucede que ningún médico porteño de 1895 podía hipnotizar igual o mejor que Onofroff. No estamos ante declaraciones apresuradas de Ramos Mejía, ni tampoco ante promesas sin asidero. En las semanas ulteriores, varios médicos, incluso los principales alienistas, asumieron ante el extranjero dos actitudes: por un lado, estuvieron quienes, llevando a la práctica el proyecto de Ramos Mejía, se colocaron a sí mismos como discípulos acríticos del hipnotizador (retratado como un maestro ignorante de su ciencia); por otro, encontramos a aquellos que, fieles a la consigna lanzada por Saavedra, lo erigieron en un experimento a observar. Hubo, por supuesto, unos pocos médicos que se mostraron incrédulos, que decretaron la imposibilidad de la telepatía o que abiertamente tildaron de charlatán a Onofroff.

Pero ellos fueron una minoría, para colmo de males silenciosa, en el comienzo de esta historia. Hacia el final del episodio, cuando proliferaron indicios de que los actos del ilusionista se trataba solo de trucos bien orquestados, la proporción se invirtió. Si acabamos de dar un anticipo del desenlace no es para disolver el misterio, sino para agregar que incluso en esos tramos postreros algunos profesionales se negaron a revisar su decidida admiración por las enseñanzas de Onofroff (...).

Al menos desde cierta perspectiva, parece casi imposible trazar una frontera muy nítida entre las miradas porteñas que se posaron sobre Onofroff: Mitre y sus amigos íntimos, los periodistas de los diarios más exigentes, Ramos Mejía, Domingo Cabred y Antonio Piñero; desde el político con aires de prócer hasta el máximo experto en materia neurológica, pasando por los médicos que tenían a su cuidado la salud mental de la población, todos los habitantes de los círculos letrados parecieron compartir aquella premisa que nosotros hemos recortado de un artículo de Osvaldo Saavedra. Todos esos actores sociales, ya sea desde los sillones de un salón privado, ya desde las butacas del Teatro Odeón, fueron a ver a Onofroff como quien asiste a un experimento y vieron en sus movimientos mucho más que un entretenimiento: vieron allí la puesta en acto de un dispositivo que hacía observables fenómenos que tenían el máximo interés para la ciencia moderna.

El veredicto moral o los límites de la erudición médica

No tendremos oportunidad de recuperar en este escrito todos los indicios del éxito teatral obtenido por Onofroff durante aquellos meses de 1895. Primero en el Odeón y luego en Teatro de la Zarzuela (a partir del 17 de abril), las funciones de Onofroff, siempre a sala llena, concluían todas las noches con generosos aplausos. Durante la segunda quincena de marzo, cuando sus demostraciones tenían aún el brillo de la novedad, emergieron otros síntomas que no hacían sino realzar aún más su positiva notoriedad. Como ya vimos, el 16 y 22 de marzo nada menos que Rubén Darío, el portavoz de la renovación literaria, dedicó a Onofroff dos crónicas en La Nación en las que el escritor en verdad utilizaba la popularidad del artista como una excusa para tematizar uno de los tópicos predilectos del ideario modernista: la saludable presencia de lo misterioso, entendido como la pócima que viene a remediar una realidad saturada de intereses filisteos y sueños positivistas.

La figura de Onofroff parecía habitar todos los vértices de la trama cultural. Su nombre resonaba en las creaciones de las plumas más selectas —y su retrato adornaba las páginas de los semanarios ilustrados consumidos por el público más refinado, como la Revue Illustrée du Rio de la Plata— pero también en zonas más mundanas o prosaicas. Por ejemplo, según relató La Prensa, diariamente recibían consultas o cartas de personas que, tomando en serio las capacidades telepáticas o hipnóticas de Onofroff, pedían contactar al prodigio: una señora quería que él adivinase quién le había robado a una amiga cierta suma de dinero, al tiempo que otro hombre había hecho a pie 386 kilómetros con el “único objeto de visitar a Onofroff y rogarle que le cure una sordera que padece hace 18 años, por medio del hipnotismo”. Otros periódicos hicieron hincapié en la proliferación de imitadores. Tribuna, por ejemplo, a poco de comenzadas las funciones en el teatro, sostenía que “no hay hogar sea en el centro o sea en los suburbios, donde algún Onofroff, imberbe o con barba, no dedique las horas de ocio a ejercitar sus facultades adivinatorias ante el hechizado círculo de la familia”. El repentino surgimiento de adivinadores porteños fue el motivo para una extensa crónica burlesca aparecida tres días más tarde en El Correo Español. El narrador de dicha crónica relataba un supuesto encuentro con un seguidor de Onofroff que se vanagloriaba de haber viajado mucho, visto otro tanto, y de no estar impresionado por las capacidades del prestidigitador. Confesaba, sin embargo, que la asistencia a las demostraciones de Onofroff había implicado para él una revelación, pues había descubierto que él poseía la misma expresión en los ojos que el telépata (...).

El despertar del show hipnótico en Chile

Al otro lado de los Andes la figura de Onofroff no pasó desapercibida. Habían transcurrido ya tres años desde el escándalo y desenmascaramiento en territorio bonaerense, y los habitantes chilenos recibieron con los brazos abiertos al fascinador. Su presencia dejó huellas que mostraron la atracción que desplegaron los magnetizadores en la sociedad del cambio de siglo, al mismo tiempo que revelaron los significados, conflictos y proyecciones que rodearon a este tipo de sujetos y a su espectáculo. Un público diverso disfrutó y parodió sus actos, aplaudió su prestancia y su capacidad, transformándolo en un referente de entretención y de ciencia tanto en su primera visita, en 1898, como en su segunda, en 1913. Parte de ese público también sospechó de su presencia, mostrando en su desconfianza los procesos de cambio experimentados por la hipnosis con el paso del tiempo.

La atracción que ejerció Onofroff se reflejó particularmente en la prensa (...). Su incorporación en la trama de una velada social ilustra el reconocimiento transversal que alcanzó el magnetizador, mientras que la referencia a la familia “Soto i Soto”, un apellido abundante en el país, y la presencia de “Pepito”, seudónimo común asignado a los jóvenes, remiten a una situación habitual en muchos hogares del país, independiente del carácter acomodado atribuido a los personajes de la escena en la Lira Chilena, un periódico que alcanzaba un tiraje de 10.000 a 12.000 ejemplares. El hipnotismo aparece en la velada como recurso recreacional asociado a la industria, al progreso y a Onofroff. Su caracterización como acto lúdico, tanto privado como público, dentro del abanico de distracciones que aportaba el fn de siglo, se manifiesta en la conversación y en la invitación de la señora Soto a Pepito a ejecutar actos hipnóticos. Se lo asocia a la industria nacional, como parte de los experimentos, experiencias y novedades que trae el progreso y la modernidad. Se lo vincula también a figuras específicas, ironizando que el solo nombre de Pepinof, en directa referencia a Onofroff, le daría altura y prestigio, así como publicidad y difusión. En este sentido, pese a que el hipnotismo estaba en boca de todos, solo unos pocos estaban destinados a gozar del beneficio de ser reconocidos como hipnotizadores e ilusionistas de los grandes teatros, entre estos Onofroff.

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