Según Manuel Lacunza, chileno visionario, cuando toquemos el fondo de la anarquía, el Mesías volverá, pondrá orden en el mundo y establecerá un reino de justicia que durará mil años”.

Últimamente, no puedo contemplar una hermosa puesta de sol sin pensar en el fin del mundo. Este verano, el esmog y el humo de las barricadas en Santiago se aliaron para crear ocasos espléndidos y sobrecogedores.

El sol poniente incendia un cielo denso y turbio. Ese firmamento rojo, iracundo, llamea en los cristales de las torres corporativas y en las ventanas de las casas residenciales. Durante un minuto parece que la ciudad completa ardiera. Pronto, del día incinerado solo quedan unas ascuas en el poniente y el carbón de la noche. Una sinopsis del fin del mundo.

Escapando de esas visiones ardientes vine hasta la fresca orilla del océano. Me senté sobre una roca para contemplar un crepúsculo más tranquilo. Pero hasta acá me persiguieron las imágenes del apocalipsis. La humareda de las tormentas de fuego que arrasaron el sureste de Australia viajó doce mil kilómetros, a través del Pacífico Sur. Ese velo de humo cubrió los cielos de Chile. Ahora, tras esas gasas flota un sol rojo que sangra sobre el mar. En las nubes arreboladas creo distinguir signos, letras ominosas similares a esas que aparecieron en la pared de un banquete bíblico, anunciando la ruina de Babilonia.

¡Estoy frito! Ni siquiera durante las ansiadas vacaciones veraniegas puedo dejar de evocar el apocalipsis. Intento culpar al calentamiento global, a la distante Australia, y a la actual crisis política. Pero entonces recuerdo que fantasear con el fin de los tiempos es una obsesión antigua en Chile.

Este país-cornisa, suspendido sobre el abismo del océano más vasto y sacudido por los peores sismos del planeta, es un lugar propicio para concebir temores milenaristas. Uno de los máximos intérpretes del Apocalipsis fue el jesuita chileno Manuel Lacunza Díaz.

Lacunza abandonó Chile cuando la Compañía de Jesús fue expulsada de los dominios españoles, en 1767. Desterrado en Imola, Italia, este sacerdote santiaguino pasó el resto de su vida —pobre y solitaria— soñando con su país y reflexionando sobre el fin del mundo. En ese destierro escribió su obra magna, en tres volúmenes: “Venida del Mesías en gloria y magestad” (sic). Pero la Inquisición nunca le dio permiso para publicarla. El padre Lacunza murió inédito y aislado. Un día de 1801 su cadáver apareció fuera de las murallas de Imola. Se había ahogado en un foso.

Lacunza duplica el Apocalipsis. “Venida del Mesías…” argumenta que la Biblia predice no uno, sino dos finales para la humanidad. El primero será un “fin de época”. Viviremos un horrible período de decadencia y conflictos entre naciones y grupos sociales. Todas las instituciones se corromperán, incluyendo a la propia Iglesia. En el conjunto de esas entidades decadentes se encarnará el Anticristo. Esta es la idea más original e inquietante de Lacunza: el Anticristo no será un individuo, sino un “cuerpo moral”, una sociedad corrupta.

Pese a tanta iniquidad, no debemos desesperar. Según ese chileno visionario, cuando toquemos el fondo de la anarquía, el Mesías volverá y pondrá orden en el mundo. Él establecerá un reino de justicia que durará mil años. Durante ese lapso la humanidad convivirá en paz, todos hablaremos una sola lengua y nos uniremos en una sola fe. En suma, viviremos en el Paraíso, pero aquí en la Tierra.

La profecía anterior parece muy seductora. Sin embargo, aquel milenio feliz acarrea, al menos, dos inconvenientes. Para empezar, esa justicia y esa paz absolutas se obtendrán al precio de hablar una sola lengua y seguir una sola fe. ¡O sea que durante mil años todos tendremos que decir y creer lo mismo! Al igual que los milenaristas políticos, Lacunza nos promete justicia si renunciamos a la libertad.

Aún así, sospecho que muchos neomilenaristas de hoy estarían felices de hacer esa renuncia e imponérsela a los demás. Pero antes de correr y llamar al Mesías, ellos deberían reflexionar sobre el segundo inconveniente.

Conforme a la doctrina de Lacunza, la armonía paradisíaca reinará sobre la Tierra durante mil años. En lenguaje simbólico esto significa mucho tiempo, pero no equivale a la eternidad. Después de ese milenio feliz sobrevendrá el verdadero fin del mundo. Entonces los muertos saldrán de sus sepulcros y todos compareceremos en el Juicio Final.

¡Flor de teoría! O sea que agachamos el moño, nos portamos bien durante mil años, pero después igual el mundo se acaba. Entonces, vivos o zombis somos juzgados, corriendo el riesgo de que nos condenen al infierno por una eternidad.

Solo a un chileno se le podía ocurrir duplicar el Apocalipsis.

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Uwe Rohwedder Escuela de Arquitectura y Paisaje, U. Central

Si las causas del estallido social que vive nuestro país desde el pasado 18 de octubre están sustentadas en la forma de sociedad que hemos construido durante los últimos cuarenta años, nuestro gremio, el de los arquitectos, por lo menos debería cuestionarse su actuar silencioso en tantos temas que evidentemente forman parte del problema.

Por ejemplo, en todo lo que dice relación con las formas de vida; con las políticas habitacionales cuantitativas, que han terminado siendo más bien “soluciones” de emergencia; con los edificios en altura construidos sin estándares básicos, pero “legales”, y sin conciencia sobre los impactos negativos en costumbres como jugar en la calle; con la pérdida de identidad barrial, y, en general, con una evidente destrucción de paisajes culturales.

No somos un pelo en la sopa. No todo lo que se puede construir se debe construir, cuando se trata de diseñar lugares más amables y que fomenten el encuentro ciudadano. Los juicios estéticos y críticos se refieren a un objeto, pero se despreocupan de los impactos negativos que causa el diseño desde un silencio artístico inconsciente. Así, este devenir de años ha afectado significativamente la salud mental de las personas y destruido también el imaginario futuro de oportunidades.

El bien público es también una responsabilidad arquitectónica, tal como lo es volver a entender que la buena arquitectura es un derecho humano que ha sido vulnerado sistemáticamente. Solo como ejemplo, el costo del suelo se ha elevado y, para muchos, la búsqueda de un lugar digno para vivir se ha vuelto un imposible.

Desde la academia hemos hecho un esfuerzo por incluir los temas de movilidad, de segregación urbana, la integración de parques y, en general, por construir conciencia respecto de lo que significan los desplazamientos eternos para muchas personas, y como todo esto ha desarrollado una violencia simbólica que va mucho más allá de algunos abusos en las tarifas de los servicios básicos.

Estamos en primera línea de responsabilidad en este estallido social, con todas las consecuencias y secuelas de una violencia física que, sin vergüenza alguna, se sigue tomando la calle.

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