Al principio, no ganaba un peso en el Emporio. Era lo comido por lo servido. Era una buena idea y un pésimo negocio”.

“Las niñitas bien no usan bikini, linda”. Ese es el título que palpita en la cabeza de Tere Undurraga para coronar el libro que está a punto de terminar y que le ha llegado ya con las correcciones finales de su editor. Se trata de una novela autobiográfica que desembarca como explicación de una etapa crucial para la celebrada creadora del Emporio La Rosa.

“Es la historia de alguien que nace en el año 69, con el hombre llegando a la Luna, y se va de la casa el 88. Son 21 años de mi vida y toca también toda una etapa de transformación social en Chile”, resume.

Luego de vender su empresa en 2016 ante una oferta irresistible, Undurraga encontró un nuevo mundo para explorar. Estudió botánica, ingresó al diplomado de Escritura Creativa y, sobre todo, debutó con su nueva destilería, La Quinta, donde el gin es el producto soberano. Es así como en el cierre de una tarde de calor aterrador viene llegando desde Franklin —donde instaló su destilería— a su casa frente al Parque Forestal, a una cuadra del Emporio La Rosa.

—¿Qué sientes cuando pasas por el Emporio?

—Siento nostalgia, por una parte. De repente lo miro con cierta distancia y digo: qué increíble que yo inventé esto, que lo soñé y lo llevé a cabo. Porque imaginarse algo produce una energía, pero llevarlo a cabo produce otra. Tener una idea es un motor que mueve a muchas personas, pero al pasar a la acción, ya vamos quedando menos. Y el embudo para llegar a puerto con algo bien hecho es muy transformador. Porque lejos de hacer un negocio y quedar amarrado a un tema de lucas, de ganancia, de éxito que tienes que mantener, el emprendimiento es muy liberador.

—¿Tuviste experiencias antes del Emporio?

—La más cercana fue en séptimo básico. Bueno, sin olvidar que yo fui una niñita que vendía limonada en la puerta de su casa. Crecí en La Villa el Dorado, en Vitacura, donde todos los niños jugaban en la calle. Hacía limonadas, galletas, jaleas y la vendíamos con una vecina en un puestecito. A veces eran cosas exquisitas y otras veces unas mugres. Era un juego, un desafío, ganas de tener mis propios recursos. Jugar a ser grande. Y una prueba de hacer cosas que fueran ricas y que alguien las quisiera comprar.

—Hasta que llegaste a séptimo básico.

—Fui a hablar con mis papás y les dije que quería trabajar. Me conseguí un trabajo con unas primas más grandes y me contrataron en la Avenue Du Bois, una pastelería muy elegante en El Bosque con Apoquindo. La ética de producción de la dueña era alucinante. Primero, me formaron en una manera de afrontar el trabajo que significó para mí un respeto irrestricto por la jornada laboral. O sea, la gente con la que trabajas no tiene que enterarse si tienes un buen o un mal día. Armé una unidad económica personal que llamé las “avenue du bois”. ¿Me quiero comprar un blue jeans? Ya, necesito cuatro “avenue du bois”: cuatro fines de semanas seguidos trabajando. Calculaba todo con unidades de fines de semana trabajado. Nunca pensé quedarme trabajando tanto, pero lo hice desde séptimo a cuarto medio, ininterrumpido. Jamás falté un fin de semana, siempre de marzo a diciembre.

—¿Qué hacías?

—Al principio vendía, preparaba los paquetes, pero con tantos años, conocí recetas, y ahí aprendí una cosa que para mi desarrollo en el Emporio fue fundamental, y es que a la gente no se le puede engañar por la boca. Abrir la boca es un acto de confianza y cuando dices que vas a vender un pan con mantequilla, de lo único que tienes que estar seguro es que el pan es pan y la mantequilla es mantequilla. No puedes ser margarina o un batido tipo pan. Si cumples esa regla, no vas a tener nunca un problema en el mundo de los alimentos.

“Soy súper pro trabajo infantil”

“Si hoy digo que mi gin Franklin tiene chachacona, que es una yerba altiplánica de una flor de recolección que sale, eventualmente, bajo ciertas condiciones y produce tales efectos; que es una yerba que estabiliza la presión y se ocupa para la puna, y la pongo en la etiqueta, tiene que estar. El más simple perejil tiene que ser perejil”, dice Tere. “Lo aprendí en Avenue Du Bois, porque la dueña, Conny Piwonka, era súper dedicada a que su pastelería francesa fuera de una calidad irreprochable. Y todo salía bien. Todo se vendía, no había mermas, nada se perdía”.

—Se transformó en tu escuela.

—Pero no me di cuenta en ese momento, sino años después. Mi propósito eran ser independiente. Muy chica entendí que, si es que las mujeres manejábamos nuestros propios recursos, la posibilidad de que nos manipularan desde los papás, hermanos, pololos, maridos, etcétera, eran más bajas. Me di cuenta a los 10 años de que, para que no me manipulara nadie como mujer debía tener mis recursos. Era una excepción en ese tiempo. Y también lo era que una niñita de Vitacura de un colegio particular quisiera trabajar 8 años de corrido, todos los fines de semana. Mis papás pensaron que en algún minuto se me iba a pasar. No dimensionaron el efecto transformador que iba a tener en mí. Por eso soy súper pro trabajo infantil.

—Justo lo que no diría ningún candidato por estos días.

—Es que no creo que sea una injusticia. Si algún niño tiene la suerte de tener a alguien que le pueda enseñar un oficio, es una ganancia de por vida. El rigor de cumplir un horario, de aprender algo y desarrollarlo, no vencerse, resistir, la disciplina que da el trabajo, y lo reconfortante que es tomar decisiones económicas con los propios recursos. Valoras incluso lo que te entregan tus padres porque sabes cuánto cuesta ganarlo. A los niños hoy les cuesta imaginarse cuánto cuesta la plata, sobre todo en una realidad de consumo tan desbocada como la que vivimos. “Oye, va a salir 20 lucas el Uber”. Y es como que lo paga la nube, lo paga internet. No es un horror trabajar, es maravilloso tener algo que hacer.

La señora del almacén

—Pasa tiempo hasta que empiezas a emprender.

—Estudié Diseño, después Ingeniería Comercial y me fui por el mundo del márketing. Trabajé como 10 años, en Rotter & Krauss y después en el sello Poligram. Y un día, en diciembre, fui a hablar con mi jefe y le dije que quería renunciar. Y era madre soltera. Todos me dijeron: “Pero cómo, si te va tan bien, te queremos tanto. ¿Y qué vas a hacer?”. Yo voy a hacer un almacén en el centro de Santiago, les dije. “Pero estás loca. ¿De qué vas a vivir?”, me preguntaron. Bueno, voy a vivir siendo la señora del almacén. Que pase lo que pase.

—¿Qué hizo la señora del almacén?

—Partí con el Emporio, que era un almacén de esquina que tenía delicatessen, huevos frescos, flores, abarrotes, tostaduría. Muy luego descubrí dos cosas: que la gente no se levanta en la mañana para que le digan que es idiota, y si has comprado todos los días tu pan en la esquina norponiente, vas a ir ahí y estás feliz de la decisión. Para modificar esa decisión, la gente tiene que hallarse, sentirse bien físicamente en un lugar. Entonces armé como una trampa, puse tres mesitas en la ventana para que la gente pudiera sentarse, no a pedir nada sino a leer el diario, a conversar o comerse algo que comprara a precio de almacén. Y después la gente me empezó a decir: “Estamos sentados aquí, por qué no nos das un café”. Y me compre una de esas cafeteras de café colado, con un filtro de papel. Y les daba un café o un té, a 500 pesos.

—¿Es emocionante ese momento de transformación?

—Eso fue súper emocionante. La gente se vinculó conmigo, porque cuando estás trabajando e impactando en tu propio mundo la gente te reconoce. Cuando traía en coche a mis hijos me los cuidaba la Vicky del kiosco. Y en el Emporio, los vecinos me dejaban las llaves del departamento si tenían que salir y recibir algo. Todavía no hacía el link con la Avenue Du Bois, pero de repente lo vi.

—¿Cómo, exactamente?

—Porque la gente empezó a pedirme cosas y yo sabía cómo dárselas. Inventé un sándwich, un jugo, y todo tenía una identidad con el Emporio. Finalmente, la demanda de la cafetería se fue comiendo al almacén, siete años después de haber partido. Fue un punto de quiebre. Los helados llegaron el 2008. Antes fueron 7 años de distintas cosas. Una época caótica, bonita. Era una película italiana. No ganaba un peso, era lo comido por lo servido; pagaba los sueldos, el arriendo, a los proveedores. Era una buena idea y un pésimo negocio. Y ahí llegó mi hermano, se incorporó y lo dimos vuelta.

—¿Ese mismo recorrido es el que se abre con la destilería y con el gin?

—Estoy en eso. Lanzamos dos gin al mercado y estoy diseñando el tercero. Y la recepción ha sido increíble. Vendimos la primera botella el 24 de diciembre y en casi cuatro semanas llegamos a 1.300 botellas, lo que es mucho. Vamos a entrar al retail, al Jumbo, a la Vinoteca, Botillería modelo. Es un producto premium artesanal, embotellado a mano. Cada botella tiene un número puesto a mano. Es como bordar. Hicimos un plan de negocios en el que no le queremos meter el costo del desarrollo a cada botella. La estrategia comercial es con un precio más barato, apostando a mayor cobertura. Vender botellas más baratas y no menos botellas más caras.

—Además de la destilería, construiste un ecosistema comercial en Franklin, potenciando lo artesanal.

—Estamos en un proyecto que se llama Franklin Co Factoring artes y oficios. Y es una antigua fábrica donde vamos a convivir con 23 otras plantas de producción de artículos artesanales de alta gama. Zapatos, carteras, talleres de arte, quesos, panes, charcutería, chocolates. Queremos un cowork, donde comparamos nuestras habilidades, vendiendo al por mayor, perpetuando los oficios; con visitas guiadas y viendo cómo se hacen las cosas. Por suerte, el dueño del local, Carlos Montrone, se decidió a apoyarnos, incluso con el estallido social. Está viendo que sea rentable, pero que tenga también un efecto social. Él y Marcela Arias, creyeron en nosotros. Franklin es el barrio industrial por excelencia y nos sumamos al matadero, a los muebles, a un mundo de oficios, de producción a escala humana.

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