La noche del 18 de octubre la Pulpería Santa Elvira estaba llena. El exclusivo restaurante de autor —en Matta Sur— había comenzado a funcionar solo un par de meses atrás y ya había sido reconocido como una de las aperturas más exitosas del año.

Detrás de sus puertas el ambiente era tranquilo, ignorando completamente las turbas que entre cacerolazos encendían todo a su alrededor. Desde la cocina no pudieron advertir que de pronto el ambiente se puso tenso, ni que las conversaciones de las mesas empezaron a ser en torno a una sola cosa. Las redes sociales hicieron lo suyo. A las 22:30 comenzaron a pedir las cuentas y rápidamente la gente se empezó a levantar. En media hora, el restaurante estaba vacío.

“Al día siguiente, el sábado 19, teníamos las reservas completas. Pero no llegó nadie. Ahí nos dimos cuenta que se iba a poner fea la cosa”, cuenta Javier Avilés (45), su chef y dueño. Después de ese día, los planes de Javier se vinieron abajo. Tuvo que dejar de abrir durante dos semanas por el toque de queda, y cuando por fin retomó, la gente estaba asustada y no salía. Menos al centro. Pero lejos de lamentarse, Javier empezó a pensar en nuevas formas de reinventarse para poder cubrir las pérdidas y volver a surgir. “Los otros empresarios lloran. La Pulpería no llora”.

Originalmente, eran un restaurante de lujo que abría sólo de noche, “para comensales que bajan desde Vitacura y Lo Barnechea”, pero el sistema mutó. “Cambiamos el mantel largo por los guantes de obrero. Ahora hacemos un menú semanal para el almuerzo de los vecinos y trabajadores del barrio en la semana”, añade.

“Estábamos muy enfrascados en que fuera un lugar exclusivo, pero ha sido mejor. Yo no creo en la crisis. Existe un cambio social al que se tiene que adaptar toda la ciudadanía. No es que seamos un país que se reventó en dos meses y no hay plata. Lo que pasa es que vivimos en una burbuja muy grande”, dice, y explica que, a pesar del bajo movimiento, el estallido social le abrió muchas puertas.

“Aquí en Chile es muy común que cada restaurante vele por sí mismo. No son colaborativos. Ante un movimiento social tan grande, hay que acoplarse y sentirse empático. Yo he logrado unirme con otros restaurantes que están pasando por los mismos problemas que nosotros. Juntos estamos logrando que esto surja”. Así, con otros cinco restaurantes, crearon el colectivo La Cacerola. Desde allí proponen un cambio de modelo. “Es nuestro llamado a la gastronomía en Chile, un llamado a hacer una cooperativa, trabajar y juntarse. Estamos todos unidos por trabajar con pequeños agricultores por una nueva cocina chilena”.

La Cacerola —que une a la Pulpería Santa Elvira, Boa, Silvestre Bistro, Colmado Coffe & Bar, Veneno Negro y Amaia, el restaurante mapuche del chef José Luis Calfucura— pretende sumar más adelante a nuevos miembros que se identifiquen con el proyecto.

Como eje central, trabajan directamente con pequeños proveedores, recolectores locales, con productos de estación. “No compramos nada ni en La Vega ni en el súper”, dice. “Así trabajamos los cinco y hacemos compras comunitarias. Por ejemplo, si antes yo compraba los cortes de carne a un proveedor, ahora entre los cinco le compramos la vaca entera y la repartimos. Con las huertas hacemos lo mismo. Cada uno paga sus cosas, pero todos ganamos, porque bajamos los precios y los costos. Los proveedores venden más y de manera más eficiente. Por eso pienso que es una economía circular. Movemos la economía, sin perder la magia”.

“Me fui porque las cosas en Chile iban lento”

Pero las reinvenciones de Javier Avilés comienzan mucho antes de la Pulpería. Es oriundo de Antofagasta, y a diferencia de la mayoría de los cocineros, es un declarado mañoso. Tanto así, que hasta los 20 años le hicieron comida aparte en su casa.

Nunca estuvo en sus planes dedicarse a la cocina. De hecho, estudió Arquitectura, pero encontró que podía hacer buena plata trayendo pescado desde Antofagasta a San Pedro de Atacama. Iba en su camioneta y se los vendía a los restaurantes. Así empezó su propio negocio clandestino y se interiorizó en el mundo de la gastronomía.

Todo iba viento en popa cuando su polola, argentina, quedó embarazada. Dejaron todo y se fueron a vivir a Buenos Aires. “Ahí partí de cero, pelando papas”, recuerda. Se quedó 12 años, forjando su carrera. “Al final me fue súper bien. Al principio trabajé en un bodegón, después en restaurantes de primera línea como Plaza Mayor, Sottovoce, Million y Nápoles”.

Luego, en 2010, se transformó en el chef del restaurante De Lira, de cocina chilena de vanguardia, que fue elegido de las mejores aperturas de ese año en Buenos Aires. Ahí se hizo famoso. “Salí en muchos reportajes y me estrellé como las estrellas”, dice. Pero luego de tres años, se separó de su mujer. A pesar del éxito, “dejé todo botado y me fui a probar suerte a Uruguay”. Estuvo allá tres años a cargo de Havana, un importante restaurante, y luego volvió a Chile.

Su mamá se enfermó de cáncer y en dos meses murió. “Eso me hizo regresar”, cuenta. “Y de vuelta aquí, me di cuenta de que Chile estaba cambiando. Yo me había ido hace años de un Chile retrógrado, súper pinochetista, y me fui porque las cosas acá iban lento, mientras en otros países pasaban cosas. Ahora este país se empezaba a mover y había restaurantes de vanguardia, estaban pasando cosas”, explica.

Así decidió abrir la Pulpería Santa Elvira, junto a un socio y a su actual pareja. Empezaron con una arriesgada propuesta pequeña, a puertas cerradas, porque al principio era clandestino. Venían familiares y dateados. “De ahí vino este primer año súper bueno... hasta octubre. Pero ya hemos vuelto a levantarnos”.

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