Dice que no ha leído el libro entero. Guillermina Antúnez (orfebre, 47 años), sentada en el patio de la casa donde funciona la fundación con el nombre de su padre y que ella dirige, reconoce que solo ha leído algunos de los 25 testimonios que componen “Cuando conocí a Nemesio”. El libro —escrito por la historiadora Ximena Vial— fue publicado recién en diciembre pasado y no le ha dado tiempo de una lectura completa: su ejemplar se lo llevó su hijo Jerónimo a sus vacaciones, porque quería saber más del abuelo.

Como sea, el libro le ha removido emociones y recuerdos de la vida junto a este artista que fue el creador del Taller 99, dos veces director del Museo de Bellas Artes, agregado cultural en Estados Unidos e incansable gestor. Guillermina es la hija menor de Nemesio Antúnez, la única que tuvo con su segunda mujer, la artista textil boliviana Patricia Velasco. Tiene una diferencia importante de edad con sus dos medio hermanos mayores, Pablo (71) y Manuela (64). Por eso, dice, si bien los tres compartieron a un mismo padre, a ella le tocó un Nemesio distinto. Además, compartió con él un autoexilio de 10 años en Europa, a partir de 1974, tiempo en el cual el artista estuvo con menos compromisos públicos y mucho más volcado a la familia. “De hecho en esos años yo ni me imaginaba que mi papá era famoso”, reconoce Guillermina. La infancia la vivió en una burbuja.

—Tu testimonio es uno de los 25 del libro. ¿Cómo fue armar ese relato del padre?

—Fue ordenar un poco la idea de quién es él. Yo soy un poco dispersa y era bueno el ejercicio de un relato más ordenado. Pero yo ya venía con el personaje encima; pues el 2015 había partido con la Fundación Nemesio Antúnez.

—Entre los relatos, están los de tus hermanos. Ellos retratan a un padre distinto al que cuentas tú.

—Sí, un papá de otra generación. Cuando yo nací, él ya tenía 52 o 53 años. Entonces a ellos les tocó un papá que estaba empezando con la vida, que además de ser papá estaba haciendo su proyecto de profesional, con sus ambiciones, con sus necesidades. Como se ve en el archivo que tenemos en la Fundación, él hacía innumerables cosas, yo no sé cómo podía hacer tantas cosas, realmente. Estaba mucho afuera, dividido entre muchas actividades. A mí, en cambio, me tocó una persona que eso ya lo tenía resuelto, ya no era tema.

—Además te tocó esa década de exilio en Europa, donde solo eran tu papá, tu mamá y tú.

—Claro, y ahí el tema familiar era muy importante. Éramos nosotros tres y punto.

—Una intimidad contundente.

—Sí, muy grande. Por eso cuando regresamos en 1984 yo no entendía nada; yo no sabía que él era famoso, que había tenido un programa de TV (“Ojo con el arte”), que había sido director del Museo de Bellas Artes…. No, no cachaba nada.

—Hablando de la memoria, en el libro hay una cita del antropólogo francés Marc Augé: “Lo que permanece es producto de la erosión causada por el olvido”. ¿De acuerdo?

—Totalmente.

—¿Hay experiencias con tu padre, historias, circunstancias, que sientes que el olvido las amenaza o ya se las ha tragado?

—Bueno, parte también de armar la fundación es eso. Porque claro, él estuvo muy presente, casi demasiado, en todo. Entonces cuando se murió, fue bueno que él descansara (había sufrido tres cánceres en 8 años) y que todos también descansáramos un poco y rearmáramos esta vida sin él, porque él era un personaje muy luminoso, muy omnipresente. Eso fue importante familiarmente; y lo logramos bien. Pero llegó un momento en que me di cuenta, y no solamente yo, que su figura se estaba como apagando. Como la cita que me decías. Él, que dejó una huella muy profunda, estaba como desapareciéndose. Entonces dijimos: “Uy, hay que ponerlo en el lugar que corresponde”, porque una cosa es hacerlo descansar, pero otra es olvidarlo.

Regresar

—Esos diez años en Europa con Nemesio, ¿fue tu etapa más feliz con él?

—Mmm; fue una felicidad distinta. En ese momento era la vida normal; y lo pasábamos bien, pero también lo pasábamos mal, por todo lo que estaba ocurriendo en Chile, porque estaba este grupo de los exiliados que sentían mucho dolor. Se juntaban con mi papá y se curaban; ahora entiendo por qué. Mi papá tenía mucho dolor guardado. Chile era una cosa que añoraba profundamente; y siempre estábamos volviendo: nosotros nos fuimos por un año y medio, y terminaron siendo diez.

—¿Él nunca se imaginó eso?

—Nunca. Vivimos en tres países y casas distintas, siempre pensando que serían tiempos cortos. Las casas se arrendaban con muebles, mi mamá ponía sus aguayos, mi papá una manta chilota y ya.

—Regresan en 1984. Tu padre vuelve a ser un personaje público requerido, buscado. Muy luego se enferma.

—Sí, el 85.

—En el libro dices que él tenía tanto dolor retenido, pero que no hacía drama de eso. Me imagino que había dejado todo en pausa: su salud, sus planes. Entonces vuelve y explota, se desarma.

—Sí, esa sensación de “por fin llegué a casa”. Además aquí estaba todo pasando aún, la dictadura total. Mi papá escuchaba la radio Cooperativa todas las mañanas. Que era como una película del horror. Recuerdo el caso de los degollados, por ejemplo... Era terrible, era espantoso.

—¿Por qué decidieron regresar entonces?

—Mi papá decía desde hace mucho tiempo que quería volver. Pienso que en un momento debe haber dicho: “Ya basta, esta cuestión no va a terminar nunca, tengo que volver no más”. Creo que también quería regresar siendo aún una persona hábil, capaz de hacer cosas. En todo caso, una cosa que nos salvó al regreso fue el sentido del humor.

—¿De tu padre?

—Sí, y de todos. Mi mamá también tenía mucho sentido del humor. Eso suavizó todos los ambientes.

Liberar

—Fuiste hija de un papá viejo. En el libro, dices que esta situación siempre te hacía enfrentar el fantasma de su muerte.

—Sí. Cuando estudié Arte en la Católica, también estaba la Andrea Carreño, la hija de Mario Carreño. Él era unos años mayor que mi papá, además amigos. Y con la Andrea nos sentábamos en el patio y hablábamos del tema. Yo le decía: “Cuando mi papá se va de viaje, me angustia la sensación de que en cualquier minuto se va a morir”. A ella le pasaba lo mismo. Esta sensación de algo muy transitorio.

—¿Eso te entristecía?

—No, lo tenía asumido.

—Estuvo varios años enfermo con distintos cánceres. ¿Fue una despedida larga para ti?

—Empezó incluso antes. Cuando yo tenía 11 o 12 años hubo un comentario de él que me dejó en shock. Algo le dije, y él me respondió: “Qué tanto, si yo no voy a vivir tanto tiempo más”. Me lo dijo cruzando una calle. Mi papá era positivo, vivía el dolor de la manera más sana posible. Yo también aprendí a vivir el dolor así. No debe teñir todo en la vida.

—¿Y qué te pasó el 19 de mayo de 1993, día de su muerte?

—Yo sentí alivio.

—¿Por él, por ti?

—Por él y por todos. En el momento que se murió, como que levité. Porque no fue dramático. Uno nunca sabe cómo se va a morir una persona. Y aquí fue en la casa, tranquilo. Dejó de respirar, suavecito. Y yo sentí como que me levanté del suelo, como que algo se liberó. Había que partir de nuevo.

Crear

—¿Por qué estudiaste Arte? ¿No es un estrés siendo hija de Nemesio Antúnez?

—Sí. Pero era mi vida, mi forma de expresar desde siempre. Aunque también me interesaba mucho el mundo de los insectos.

—Por eso tu padre te sugirió que estudiaras Biología, Veterinaria…

—La vida microscópica de los insectos me encantaba, levantar una piedra y encontrar todo un mundo paralelo allí debajo. Un mundo completo.

—Te dedicaste a la orfebrería. ¿Es clavar una bandera propia frente a tus padres artistas?

—No tanto. Mi mamá en un momento estudió orfebrería. Y yo voy agarrando cosas que están en la familia. Mi mamá hacía textiles e incluía piedras. Mi papá también era recolector de piedras y siempre tenía piedras en los bolsillos; le gustaba tocarlas. Yo como orfebre empecé con vidrios; y luego con piedras que tenía en la casa. He hecho collares con mucha piedra. Se une un poco al tema familiar.

—¿Lo sigues haciendo?

—Está medio paralizado con esto de la fundación. Pero en cualquier minuto lo saco del freezer.

—La fundación, con el apoyo del Ministerio de Cultura, celebró en grande el centenario de Nemesio Antúnez el 2018.

—Sí. Presentamos un proyecto al ministerio, porque aportan plata para los centenarios. Y ese aporte a nosotros nos sirvió también para trabajar el material de nuestro archivo, que es inmenso. Son muchas cajas que tenían mis padres. Son documentos para que la gente los pueda ver. Por eso se armó la fundación. Pronto vamos a lanzar la página web donde se podrá acceder en línea al material, que es alucinante. Y una cosa que es súper importante: mi padre murió en 1993, entonces hay toda una generación, los menores de 30 años, que no se acuerdan de Nemesio, no lo tienen en la memoria. Ni a él ni lo que hizo. Entonces es presentarlo, ponerlo de vuelta con todo su esplendor, a una generación que no lo conoce.

—¿Tarea cumplida?

—Sí, partiremos la página web con una buena cantidad de material, pero el trabajo sigue y tendremos que ir subiendo más y más archivo. Pero bueno, la meta principal era lograr poner el archivo a disposición de Chile, y ya con eso me quedo tranquila. Lo pusimos al caballero donde corresponde.

—Tú eres la directora ejecutiva. Tu sobrina Olivia, hija de Manuela, es la subdirectora y encargada de proyectos. ¿Son ustedes el motor de la fundación?

—Sí. En lo cotidiano, totalmente. Ahora nos acompañan dos personas fijas en el archivo, más algunos pasantes.

—A propósito de eso, hay otra cita de Marc Augé. Dice: “La labor de la memoria es la labor de los descendientes”. Aquí parece cumplirse.

—Sí. Estoy tratando de que haya otras fundaciones de amigos de mi papá que también tienen archivos. Les digo a mis amigas, que son sus hijas, que lo hagan. Que busquen, si quieren, otras personas que les ayuden a armar una fundación, pero que ellas tienen que estar. Porque es súper importante la información que tú tienes como familia. Es nuestra historia también.

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