Nueva York. Finales 1922. Ellen Welles Page, una joven que se definía como seguidora de la moda flapper, envió una carta a la revista semanal Outlook. Quería aclarar que estaba cansada de que se la juzgara por su apariencia y que los adultos que la rodeaban la trataran de frívola. “Supongo que soy una flapper. Estoy dentro del límite de edad. Llevo el pelo corto, la insignia de las flappers. (¡Y qué consuelo es!) Me empolvo la nariz. Paso mucho tiempo en automóviles. Adoro bailar”. En la carta, que fue publicada el 6 de diciembre de ese año, Ellen remataba: “Quiero rogarles a todos ustedes padres, abuelos, amigos, maestros y predicadores, ustedes que constituyen la ‘generación anterior', que pasen por alto nuestras deficiencias, al menos por el momento, y aprecien nuestras virtudes”.

Esta suerte de declaración de principios o defensa de sus congéneres no era gratuita. Las críticas a jovencitas que seguían el estilo flapper —anglicismo empleado para designar a las jóvenes en esa época que llevaban vestidos sueltos, rechazaban el corsé, eran aficionadas a las fiestas y a la música jazz— desde comienzos de la década de los 20 empezaron a aparecer en los periódicos estadounidenses que decían que eran “una amenaza”, que dependían de la moda y que solo se preocupaban de maquillarse. Incluso The New York Times había publicado un artículo en que describía el “ejército emancipado” de las flappers, pero aclaraba que representaba un cambio generacional. “Desde la joven impertinente hasta la joven más seria que se construye una carrera después de la universidad, parece haber un espíritu de independencia y valentía que no tiene nada que ver con una nueva moda”.

Tenía razón.

Las flappers solo eran un ejemplo de un cambio social que marcó desde el arte y la moda hasta la forma de vida y las preocupaciones de las mujeres en Estados Unidos y Europa.

El cambio

Los años 20 fueron un decenio transformador, bohemio y libertario. Después de la Primera Guerra Mundial, que finalizó en noviembre de 1918, se abrieron nuevos caminos para las mujeres. Con los maridos, padres o hermanos en el frente, muchas de ellas debieron salir a trabajar. Su presencia se hizo indispensable en las diversas áreas: en el campo, las fábricas, las oficinas y las escuelas, donde compensaron la marcha de numerosos profesores al campo de batalla. En Inglaterra casi un millón cuatrocientas mil mujeres trabajaron como deshollinadoras, conductoras de camiones y obreras fabriles de la industria. En Francia por primera vez trabajaron 684 mil mujeres en el sector del armamento, y en Alemania en Armamentos Krupp el 38 por ciento de los trabajadores eran mujeres. Lejos quedaron sus habituales ocupaciones de las mujeres de las clases obreras: amas de llaves, sirvientas o costureras.

En su libro “The Second Line of Defense: American Women and World War I”, la historiadora estadounidense Lynn Dumenil dice que el aumento de mujeres trabajadoras no representó un desafío para los roles de género tradicionales. Casi un tercio de las mujeres trabajadoras en la década de 1920 eran empleadas domésticas, mientras que el resto eran trabajadoras de oficina, trabajadoras de fábricas, dependientes de tiendas y otras profesiones feminizadas. “Las mujeres están trabajando, pero están trabajando en lo que se llama ‘trabajos de mujeres'”.

Entre las mujeres más burguesas el trabajo voluntario adquirió un aura que limitaba entre lo bien visto y lo filantrópico: la ocupación de enfermera fue una de las más requeridas. Los dos países que más influirán poderosamente en los cambios femeninos son Inglaterra y Estados Unidos. En Inglaterra —donde la discusión por los derechos femeninos ya se había iniciado con el movimiento de las sufragistas— empezó a germinar la imagen de una mujer más comprometida, emancipada y profesional.

El 26 de agosto de 1920, la Décimo Novena Enmienda a la Constitución de Estados Unidos se convirtió en ley y las mujeres pudieron votar en las elecciones del otoño, incluyendo las presidenciales (en Inglaterra ese derecho llegó ocho años después). Esa conquista, además del descubrimiento de muchas mujeres de que podían tener vidas relativamente independientes, trazaron un nuevo camino.

La historiadora Lynn Dumenil escribe en su investigación que “la naturaleza de la vida doméstica cambió para las mujeres urbanas, ciertamente, en los años 20”. Ya en 1927, casi dos tercios de los hogares estadounidenses tendrían electricidad, y los nuevos bienes de consumo como la lavadora, el refrigerador y la aspiradora estaban revolucionando las tareas domésticas y la vida en el hogar. Las mujeres fueron el público objetivo principal de muchos de los nuevos productos, incluidos los electrodomésticos, la ropa y los cosméticos.

El poder de la comodidad

El ingreso al mundo laboral instauró entre la mujeres la necesidad de llevar ropas cómodas que permitieran libertad de movimiento. Muchas costumbres del vestuario y la coquetería murieron con la guerra: el corsé desapareció definitivamente, las faldas que antes del conflicto habían comenzado a acortarse terminaron por alzarse arriba de los tobillos, los hombros y brazos también se descubrieron. Las mujeres comenzaron a vestir cada vez más a diario el traje sastre, puesto que tenía mayor funcionalidad y era más barato. Lo llevaban con sencillas blusas de algodón o seda; como complemento se impuso entre las mujeres trabajadoras en forma efímera, pero significativa de la contingencia, el uso de la corbata masculina, que les daba un aire más profesional.

La demanda de las mujeres por el abrigo creció particularmente durante esta época. Así aparecieron los grandes clásicos, como el Chesterfield o el Montgomery, versiones revisitadas de los diseños de potestad masculina. La influencia militar también se hizo notar con la posterior popularización del trench coat o abrigo de trinchera, un clásico que había sido creado en el siglo XIX por el inglés Thomas Burberry, quien se inspiró en un capote militar con charreteras para diseñar este abrigo liviano para la lluvia que se convirtió en la prenda favorita del ejército inglés durante la guerra.

Todo muy alejado del ecléctico, exótico y fantasioso código de vestuario que se bosquejaba antes del estallido de la guerra. A comienzos del decenio de 1910, en París, que ya se había consagrado como la capital de la costura, las casas de moda rebosaban creatividad. La vestimenta de las mujeres era estructurada y compleja. “En vísperas de aquella catástrofe mundial, la moda se había vuelto tan disparatada y variada que podía descartarse por completo la pretensión de ser elegante en todos los aspectos (...); las señoras podían estar al último grito de la moda aunque adoptasen los estilos más diversos”, escribía el diseñador de vestuario y fotógrafo británico Cecil Beaton en su libro “El espejo de la moda”.

La moda en la década de 1920, en cambio, fue un rechazo al sofocante estilo victoriano y una exaltación de la juventud. Los jóvenes ya no deseaban vestirse o actuar como la generación anterior. En cambio, abrazaron su juventud, se divirtieron y disfrutaron la vida, cada alegría que la vida podía ofrecer. Antes, las mujeres generalmente se esforzaban por parecer mayores que su edad. El cambio de perspectiva que distinguió la nueva década corrió por el sentido opuesto. Apareció un nuevo estilo de mujer más liberal y aniñada. Mientras en Estados Unidos se hablaba de las flappers, en Francia se les llamó garçonne (nombre sacado de la novela que el francés Victor Margueritte publicó en 1922), cuyo estilo buscaba la liberación femenina a través de un aspecto algo andrógino. Ambas llevaban melenas muy cortas, un vestido holgado que llegaba hasta las rodillas y que ocultaba sus curvas y mostraba sus brazos. Estas jóvenes usaban maquillaje, y a menudo lo se aplicaban en público.

Otro de los cambios en el escenario de la moda, luego de finalizada la Primera Guerra Mundial, fue el desarrollo tecnológico de nuevos tejidos y nuevos cierres que se reflejó en el vestuario de los años 20. Aunque durante la guerra la seda continuó siendo deseada por su calidad de lujo, la limitada oferta encareció el producto. Por esa época en Estados Unidos se comenzó a producir una “seda artificial”, que se conoció popularmente como el rayón. Este nuevo material en el período de guerra se hizo popular en la confección de medias que hasta entonces se preferían en seda, y luego el rayón también fue utilizado en algunas prendas de vestir.

En un ensayo sobre el vestuario de esa década, Dennis Nothdruft, curador en el Museo de la Moda y Textil de Londres, asegura que en 1920 fue cuando “comenzó el vestuario de la mujer moderna”. Explica que además de dejar atrás el estilo victoriano, comenzó la apropiación femenina de prendas de los guardarropas de los hombres. Los pijamas de seda se hicieron populares para descansar, entretenerse en casa o en la playa. Coco Chanel, quien ya había empezado a popularizar sus cortos vestidos negros, se vestía con pantalones. Lo que comenzó como un atrevimiento, pronto se generalizó. Prendas como estas eran las que las mujeres necesitaban en sus nuevas y rápidas vidas.

Dennis Nothdruft recalca que en los años 20 se respiraba una sensación de velocidad y movimiento. El automóvil empezaba a aparecer y se popularizaban deportes como el que anteriormente solo practicaban algunas mujeres con vestidos largos y enaguas pesadas. Pero en la década de 1920, la primera estrella femenina del tenis, la jugadora francesa Suzanne Lenglen, lo cambió con su estilo de juego duro y rápido (considerado por algunos “poco femeninos”). Lenglen llegaba a la cancha —sin importar el clima— con un abrigo de piel, y jugaba con un vestido de seda hasta la pantorrilla. También tenía tendencia a fumar y beber coñac en la cancha, para calmar sus nervios.

En Nueva York fue la era del Renacimiento de Harlem, con una ola de energía creativa de artistas, músicos y escritores afroamericanos. Las mujeres jóvenes trabajaban durante el día, y estaban sin acompañante en las guaridas, clubes de jazz y bares clandestinos de Chinatown. “Fue una época de milagros”, escribió F. Scott Fitzgerald en su ensayo Echoes of the Jazz Age para un número de 1931 de Scribner's Magazine. Una época que terminó abruptamente en octubre de 1929 con la debacle económica. “Después de dos años, la edad del jazz parece tan lejana como los días anteriores a la guerra. De todos modos, era tiempo prestado: toda la décima parte superior de una nación que vivía con la indiferencia de los grandes duques y la casualidad de las coristas. Pero moralizar es fácil ahora y fue agradable estar en los años veinte en un momento tan seguro y sin preocupaciones”, escribió Fitzgerald.

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