ORFANDADES

En los inicios de este siglo XXI, las ficciones se desplazan hacia un registro autobiográfico donde un yo singular intenta su propia salvación, reflexionando sobre una estructura emocional en ruinas: la familia. Las preguntas políticas de antaño y sus respuestas utópicas modernas son sustituidas por preguntas por la falta de un centro, lo cual genera una amplia reflexión sobre la metáfora paterna. Aclaremos que quienes escriben son aún jóvenes, enunciando su verdad desde el lugar de los hijos, exhibiendo sus carencias afectivas, fundadas en la ausencia de un orden familiar simbólico. Y acaso por esto, ocurre algo misterioso y abismante: quienes cuentan sus vidas las subordinan a las biografías de sus progenitores, como si formaran todavía una sola unidad. Son los cuerpos cosidos con hilo negro y acaso esta escritura constituya el proceso de separación.

Así, Roberto Brodsky, en su libro “Bosque quemado” (2007), no cuenta tanto su vida, sino la de su padre Moisés Brodsky, un exiliado comunista que transita por las tierras iberoamericanas seguido de cerca por el hijo, quien no tiene nombre en el relato. Y Alberto Fuguet, en su crónica “Missing” (2009), proyecta su vida en la de su tío Carlos, un pobre diablo perdido en las tierras del Tío Sam, llevado a esas latitudes por la voluntad del abuelo de la familia en busca del sueño americano. Y está también esa dramática biografía sobre Pepe Donoso realizada por su hija Pilar, “Correr el tupido velo” (2009), en la cual ella interviene los diarios del escritor, escondiéndose en sus páginas hasta convertirse en un personaje literario marcado con un destino trágico. Por último, incluimos también en esta serie a “Mi abuela Marta Rivas González” (2013), de Rafael Gumucio, donde el nieto confiesa ser un abuelado, ante lo cual no le queda más que contar esa historia que agota sus días —revelándose antes, en “Memorias prematuras” (1999), como hijo de padres prematuros.

Todos estos relatos están compuestos por voces ventrílocuas, donde los sujetos autobiográficos se arman desde voces ajenas. Son voces huérfanas, que reclaman su lugar en el vacío familiar; voces itinerantes que no distinguen fronteras nacionales; en fin, sujetos que reconocen en la genealogía un tronco débil, que es necesario reparar.

A continuación, haremos un breve comentario de cada uno de los relatos de esta serie que conforma la orfandad.

El caso Brodsky: mi padre, un Moisés a la deriva

Un hijo que silencia su nombre nos cuenta la historia de su padre Moisés Brodsky, un médico comunista que a consecuencia del golpe de Estado parte al exilio, instalándose primero en Buenos Aires, para pronto huir de allí por la Guerra Sucia y calcinarse en un poblado perdido en Venezuela, denominado Lechería, para volver finalmente a Santiago de Chile, luego de diez años de obligado peregrinaje. Morirá arrasado por el alzhéimer en los inicios de la posdictadura, despojado de todos sus quereres y con la memoria en blanco.

Un Moisés que ha extraviado su camino; y un hijo que es su báculo, débil rama que lo acompaña al viento por esas cartografías migrantes, sirviendo de enlace afectivo y culposo con la familia y también con el proyecto utópico marxista, convirtiéndose de paso en el nuevo judío errante latinoamericano. Insertemos aquí un dato: tres años antes del Golpe Militar, Moisés es abandonado por su esposa, quien forma pareja con alguien más joven y de una condición social inferior. Su exilio, entonces, lo vive apartado de su núcleo familiar, siendo el hijo escritor el sufriente mensajero.

¿Cómo salvar al padre? ¿Cómo reivindicarlo? En vida, andar pegado a él, compartir su itinerancia. Por eso escuchamos decir: “Mi padre era mi país, mi patria portátil. Yo sería del lugar donde estuviese él” (70). Luego de su muerte, situar su historia, convertir su enfermedad en una alegoría de la memoria chilena, “la casa del alzhéimer” (140).

Considero que el hijo logra concebir una identidad desde el descubrimiento de su pertenencia al tronco judaico. El denominado “desgüese familiar” (129) se va recomponiendo en estos viajes al reeditarse antiguas redes de parentesco del pueblo judío. Así, cuando padre e hijo huyen de Chile, se refugian en casa de los tíos en Buenos Aires y el hijo, una vez pasada la pesadilla de las persecuciones y muertes en suelo argentino, vuelve nuevamente donde sus primos para la celebración del primer bar mitzva desde la llegada de la matriarca Ana Kotlowicz a estos confines sudamericanos hace cien años.

El constante ir y venir del personaje por los parajes iberoamericanos lo han convertido en un ser errático. En algún punto del mapa, que incluso puede ser Santiago, le escuchamos decir: “Nada estaba en su lugar, y aquello no parecía tener fin” (27). Y desde la escritura de su vida, él mismo se convoca como un rizo más de una historia judaica diaspórica, que lleva insertada el miedo ancestral al daño: la vivencia desplazada de las persecuciones durante la era nazi y la Shoá (cuerpos quemados, almas cenicientas) y el miedo del ser humano a transformarse en una memoria extinta.

Quiero volver a la imagen del alzhéimer, ahora para conectarlo con el hogar, ese espacio nutricio primario del cual el sujeto desmemoriado es expulsado cuando no logra hacer coincidir en su mente nombres con recuerdos, con cosas, con sentimientos, quitándole el aura a su vida. El hijo recién cae en cuenta de la enfermedad de su padre durante una exposición de arte moderno, cuando observa una serie fotográfica del japonés Tatsumi Orimoto que muestra a su madre, con la mente en blanco, rodeada de panes y marraquetas, objetos nutricios tras los cuales el artista se parapeta. Esa imagen le permite entender el orden instalado por su padre Moisés en el departamento donde él lo está acogiendo: “Me estremecí y el pavor me invadió. A mi mente acudieron relojes, paquetes, bolsas plásticas, ruidos de llaves, cucharas y tenedores abandonados en el baño junto a un arsenal de movimientos en falso que percutían sobre los muros como el cadáver del arte moderno azotado en el aire retenido del museo” (87).

Es como si el arte iluminara aspectos que no quisiéramos ver. Y a la vez, como si ayudara a sanar o a acompañar en el sufrimiento al ser humano. Orimoto fotografiándose con su madre, el hijo de Moisés escribiendo su vida acoplado a su padre; ambos intentando colmar una carencia, de nutrirlos, de nutrirse, no importando si el gesto es impúdico, regresivo o de simple egocentrismo. Es el Yo del artista, apoyado en el débil hilo del tramado familiar.

El caso Fuguet: Mi tío Carlos, lado B

de la familia

Si en “Bosque quemado” los personajes circulan en redondo por el mapa iberoamericano, bajo el signo del exilio político en “Missing”, de Fuguet, el movimiento de los personajes es vertical: son atraídos tempranamente por el País del Norte, y en la actualidad el nieto va y viene del Sur al Norte, siempre a la búsqueda de una mínima visibilidad en la escena familiar.

En “Missing”, reconocemos un yo —que sí tiene nombre propio: Alberto Fuguet— que desplaza su historia hacia un cuerpo desconocido: el de su tío Carlos, alguien que un día desapareció del horizonte familiar y se esfumó en el espacio norteamericano. Como si la vida copiara a una novela policial negra, Alberto propone a la familia contratar un detective privado y, en una variante de un road movie, el sobrino atraviesa la mitad de EE.UU. en auto en un viaje marcado por la soledad y la incertidumbre, hasta dar con el misterioso tío, empleado invisible en un hotel de mala muerte de la cadena Quality Inn. Este es el preámbulo.

Estos parajes desolados del yo se continúan en el testimonio de Carlos, un primer plano a cámara fija. Este es el precipicio del texto, su montaña rusa, la marca letal por el cual se desfonda el tinglado familiar y es el encanto perverso del libro, pues vemos en Carlos el daño instalado por una genealogía paterna huérfana. Un niño-viejo cuenta su historia, un hombre a medias, un soldadito de vida sexual resbaladiza, un protegido de mujeres de manos grandes con joyas, un prófugo, alguien conmovido por su traslado adolescente desde Santiago a Orange County, que no quiere ser redimido; en fin, alguien que da testimonio de una vida perdida. Sin embargo, y aquí una de las triquiñuelas del texto, no es su voz la que escuchamos en el testimonio lanzado en primera persona, sino la del sobrino que ha ordenado este amasijo oral y lo ha arreglado en un relato, al modo de un impostor. Una biografía del padre, desplazada hacia un hermano de este, para finalmente hablar de sí mismo, como si melancólicamente tuviera que tocar por última vez esas voces mayores para sacar su voz, que la sabe contaminada. La poda del árbol.

La historia de los Fuguet es simple, por no decir banal: en la mitad de su vida, el abuelo se vira a California, país del oro, embarcando en esta aventura chilensis del sueño americano a su grupo familiar, que incluye esposa e hijos jóvenes (y aquí aparecen en el reparto el papá de Alberto y el tío Carlos, sacrificados en esta empresa). El nieto, habitante de dos mundos, circula como bola guacha, yendo para un lado y deseando el otro. Carlos, el tío Carlos, una historia ideada para abrir el corazón masculino de la familia, para levantar pruebas contra su bastión primigenio. Y quién lo puede hacer sino el escritor de la familia, alguien que de modo impúdico señala las faltas de una estirpe caída, pero también un posible buen samaritano que quiere volver a reunir a la familia en un corro en torno al tío Carlos, esa pieza que faltaba.

Hablando de los afectos, quiero poner atención en el título de este libro, que puede resultar equívoco. Missing, missing in action, daño colateral, posiblemente friendlyfire; lo cual hubiera podido ocurrir, pues Carlos hizo el servicio militar en plena Guerra del Vietnam, recién llegado a EE.UU.; pero no lo mandaron allí. Sí sufrió esa experiencia otro tío del Alberto, quien pasa por el libro como una sombra. El precio americano.

Ahora bien, al leer el testimonio de Carlos, lo primero que a un lector latino se le ocurre es que he ain't missing, he's just a loser. Pero esto implica simplificar la vida del personaje, no solo la de Carlos, sino la de su sobrino. Por cierto, y el libro lo aclara, la primera referencia es local y en español: Missing, “Desaparecido”, aludiendo a los detenidos desaparecidos de las dictaduras del Cono Sur. Siendo adolescente y estando de visita en la casa familiar de Orange County, el sobrino coincide con el tío, recién este saliendo de la cárcel por robo y estafa. Y allí en la pieza familiar ven la película “Missing”, con Jack Lemon y Sissy Spacek, que testimonia el caso de dos jóvenes norteamericanos que fueron detenidos en Santiago de Chile, desaparecieron y luego aparecieron muertos, en realidad asesinados. Película prohibida por la dictadura, es vista por el sobrino en esta visita de inicios de 1982.

¿Pero qué tiene que ver la dictadura, los derechos humanos y las utopías revolucionarias con la familia Fuguet, cuyo exilio no está conectado existencialmente con estas experiencias y discursos? Es lo que le dice un amigo a Alberto poniendo incluso en duda el estatuto moral del título del libro, pensando de seguro en los macrorrelatos de la nación y en los sujetos que los animan, creyentes de una causa trascendental, no importa cuán escépticos parezcan.

Quizás “Missing” responde a otra sensibilidad, dispuesta en relatos personales, que tienen en el horizonte otro registro, las microutopías que se reducen al microcosmos de los afectos, que se buscan en los fragmentos de ciertas unidades mínimas como la familia. Mundo huérfano, que inaugura una telemaquia sin Odiseo a la vista, pero que tiene un relato bajo la manga que otorga identidad al individuo: la imaginación de los mass media, nicho lúdico que permite tener un código de referencias visuales que generan mundos alternativos, lejos de los órdenes antiguos. Así, este nuevo “Missing” sea quizás el más antiguo: algo que falta, en realidad todo: nada menos que la figura del Padre, la Ley, el discurso sobre las masculinidades, lo basal, el origen.

Pilar Donoso: la hija traspapelada

Si los escritores Brodsky y Fuguet escriben voluntariamente sobre la familia, Pilar Donoso recibe el mandato de su padre escritor de escribir una biografía con los papeles privados que confeccionó a lo largo de su vida. Hija adoptiva y única, su ejercicio reduplica su carencia original, constituyéndose como una lectora que enuncia su verdad desde la recriminación hacia la figura paterna.

Ya desde el inicio del libro “Correr el tupido velo” entendemos que es un texto que se desdobla, por cuanto se plantea no solo como la biografía del padre sino particularmente como la autobiografía de la hija. Ella lo expone así: “La historia que quiero contar no es ‘la historia de José Donoso', sino la de una hija en la búsqueda interminable por saber quiénes fueron sus padres, sean biológicos o adoptivos” (13).

Esta hija configura su identidad desde la lectura, que aquí se caracteriza por la recriminación. Pilar resume, cita fragmentariamente, pone atención a las páginas donde es aludida y las recorta para nosotros e incluso dispone citas de discípulos que puedan cumplir la función reprobatoria hacia el padre.

Hija comida, encerrada a lo largo de las páginas de los diarios (y según ella, enredada en diversos personajes ficticios de la obra literaria del padre), va recolectando y comentando sus retratos desde una operación implacable de lectura. Tijeretea los diarios del escritor, resume, cita fragmentariamente, los va enmarcando, para recolectar las imágenes que su padre tiene de ella, para ponerlo en ridículo y convertirlo en monstruo. Las citas no son de Pepe, son los amarres de Pilar; la voz es de ella, pero nunca enteramente.

Acaso por ingenuidad o por narcisismo o por un sentimiento de marginalidad absoluta, el padre escribió desde temprano que esos cuadernos le iban a otorgar un cimiento a la hija y que su nombre la iba a amparar. En parte tuvo razón, pues Pilar se constituye como persona —dice yo, escribe en primera persona— desde su oficio de lectora, de alguien que colecciona las telas maltrechas y las dispone como una pregunta sobre la felicidad.

Hija postiza, compartiendo la itinerancia de sus padres adoptivos que viven trasladándose de lugar, descubre en ella misma el tronco hueco familiar que la sustenta. Libro, entonces, letal, cargado de rabia y melancolía; el cual, sin embargo, tiene remansos de afecto irrestricto, dispuestos en nítidas estampas de infancia donde aparecen el padre y la niña solos, descubriendo el mundo. Así, la hija nos entrega esta imagen de 1976 en París, cuando tenía 9 años: “Ese verano lo recuerdo muy bien. Mi padre haciendo que mirara todo, que apreciara el arte, la arquitectura, la escultura; tomada de su mano paseábamos por los jardines de Luxemburgo y por el palacio de Versalles, fuimos mil veces al Louvre y visitamos la casa de Proust in Illiers-Combray” (159). Recuerdos imborrables, el paseo infantil por la galería de la cultura, la habitación del mundo paterno. Y, sin embargo, preguntamos nosotros con desasosiego y tristeza, ¿qué se puede hacer contra la muerte, contra un destino trágico, contra quereres que se vuelcan en su contrario? ¿Qué hacer cuando irrumpe lo reprimido traspasando toda la genealogía?

Ficha de autor

Rodrigo Cánovas Emhart es doctor en Literatura Hispanoamericana (U. de Texas en Austin). Sus investigaciones se centran en la relación entre la literatura, la censura y la marginalidad. Ha sido investigador invitado en el Colegio de México y en la Universidad de California; y ha enseñado en Salamanca, Brown y Connecticut (Storrs). Obtuvo la beca Guggenheim. Es profesor titular de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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