Certero fue el poeta Jorge Teillier al escribir “Vuelve al bosque / allí aprenderás / a ser de nuevo / un niño”. Y este regreso a la infancia se vive cuando un adulto, en plena naturaleza, encuentra una frutilla silvestre.

Es que ese mínimo o gran hallazgo no es algo de negocios, sino que vale por la alegría que produce recoger un fruto nativo. Eso es el regreso a la niñez: reconocer, desde el alerta de los sentidos, un primer lujo silvestre.

Entre junio y octubre no hubo dulzuras ni colores por los bosques del sur; solamente verdosidades húmedas. Es de noviembre a mayo cuando a orillas de los arroyos, en arenales salvajes, en lo alto de algunos árboles, por los claros del bosque y en añosos troncos caídos… irán apareciendo nalcas, miñe-miñe, mitahue, frutilla, chupón, calafate, chaurapo, cauchao, avellana… solo por nombrar los más celebrados, aquellos que son buscados y recolectados para sumar a la dieta familiar o para ser vendidos o regalados como primicias.

La irrupción del turismo entre Valdivia y Chiloé hace que, desde fines de los años 80, algunos frutos silvestres sean la base de mermeladas, licores y mistelas. La murta y el maqui se hacen los favoritos de los visitantes; aunque por los campos se vuelve a ser niño cuando se aprende a sacar chupones —¡con un alicate!— o elegir y pelar una nalca.

Comida de duendes y sirenas

Nada es nuevo. En el sitio arqueológico Monteverde (cercano a Puerto Montt), de hace 12.500 años, asociadas a las instalaciones de estos primeros americanos se encontraron restos de frutos silvestres que se consumían allí. Estos complementaban, como postre, la dieta carnívora de mastodontes y caballo americano.

Es sorprendente el conocimiento que aquellos hombres, mujeres y niños tenían de las plantas locales. Y no eran solo de allí, pues había otras de regiones y hábitats lejanos; dunales, ciénagas saladas y lugares a miles de kilómetros. Esto habla del afán por recolectar y también de los contactos que tenían con otros grupos humanos.

De 73 especies de plantas fosilizadas, más de la tercera parte eran frutos que hoy se siguen consumiendo en el sur. Avellanas, papas, nalcas, hongos. También cauchao (fruto de la luma), maqui, rizomas de helechos y chupones. Al fin, hay en los frutos silvestres y su recolección una perseverancia que llegó a ser acto contemporáneo.

Aun cuando hoy muchos frutos silvestres se industrializan, se patentan, se hibridizan y se cultivan en lugares del sur, todavía son patrimonio natural y cultural. Sobre todo, cuando su existencia y uso permanece inserto en una comprensión del mundo que va más allá de lo culinario y se hace parte del pensamiento mágico.

Por ejemplo el trauco, un duende perverso y deforme, muy lascivo… se alimenta de avellanas. Su ropa es de quilineja y voqui, plantas que producen un fruto exquisito.

La fiura, otra “monstruita” del bosque chilote, luego de bailar sobre los hualves (pajonales pantanosos) come los frutos de la chaura, el chaurapo. También los que produce la quilineja, el cóguil.

El principal alimento de la pincoya, una sirena, son las semillas de lino o linaza.

Al cuero (o trélke-wekufe), espíritu maligno que acecha tendido a las orillas de ríos y lagunas para envolver con su cuerpo a las víctimas y arrastrarlas a las profundidades, la machi solamente lo puede vencer lanzándole ramas del espinudo calafate. El cuero se envuelve en la rama y muere traspasado por sus espinas.

Secretos de la tierra

Es un mundo de niños el de las plantas silvestres. Antonia Quelín, de Quiao, dice: “Los milcaos de monte (un hongo) salen en el tronco del coigüe, son para morir comiendo”.

Son divertidos algunos de los nombres de las papas nativas de Chiloé.

Flor Barrientos, de Chanquín, nombra algunas: camota, huevito, tonta, callo bajo, clavela, pimpinela, azul, cielito, noche blanca… y todos ríen.

Los chilotes nunca paran de hablar: el mitahue es el fruto de la peta.

El meñacho es la parte enterrada de la nalca (pangue). Sus tallos se pelan y comen. Tienen un sabor acidulado y quitan la sed. Al miñe-miñe hay que buscarlo en los troncos viejos o en los muros de las barrancas que dan al mar. Los llau-llao están pegados en las ramas de los robles (también conocidos como digüeñes), son unos coquitos anaranjados, como de cera. Con el cauchahue se hace chicha. Con los “granitos” (rizomas) del ampe (helecho costilla de vaca) se hace mazamorra, después de hervirlos. El pesebre es como un “haba” blanca que está al interior de los helechos. Hervido, se come con leche. La quila (un coligüe), en su base, y cuando está tierna, tiene un palmito como la nalca… Y así se escuchan y se recogen centenares de nombres, de lugares, de preparaciones y de secretos que tienen que ver con lo que da el bosque.

Los frutos silvestres del sur son un bien y son un juego. Aquí no se han nombrado todos. El viajero debe descubrir la picha-picha, el michay, el ñapu, el poe, y distinguir los colores de los dos uñi-uñi.

También acertar la adivinanza que el niño Márquez nos pregunta al pie de un avellano. “Es ave y no vuela / Es llana y es curva / Quien no lo adivina / no acierta a ninguna”. ¿Qué será?

Es pleno diciembre, ya se puede ir a buscar miñe-miñe, mitahue, nalcas y frutillas. También la sensación de volver a ser niño.

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