“Esta publicación es una ficción editorial, es decir, una interpretación personal del título, el contenido y la forma que podría haber tenido ese libro”, aclara Bruno Cuneo en el prefacio de “Duelos y quebrantos”, libro de poemas de Raúl Ruiz recientemente publicado por la editorial viñamarina Mundana. El poeta e investigador —responsable del celebrado “Diario” (UDP)— seleccionó 120 poemas de un total de 500 que el cineasta escribió a lo largo de su vida, especialmente entre 1994 y 1999.

El material apareció mientras Cuneo preparaba la edición del diario íntimo. “Estaba en su casa de París ordenando los cuadernos que lo componían y Valeria Sarmiento me mostró unas carpetas con poemas y me preguntó si me interesaba revisarlos”, recuerda. “Me los llevé sin compromiso, como se dice, y después me fui dando cuenta por el diario de la importancia que tenía para Ruiz la poesía, porque volvía al tema una y otra vez, hasta que al final confiesa que después de tantos años ya sería hora de publicar algo, unos 120 poemas, de los casi 500 que había escrito, y que estaban en esas carpetas, pero también en un cuaderno y en el diario mismo. Efectivamente, el libro nació con la edición del diario y los fui seleccionando y editando en paralelo. Pero a diferencia del diario, Ruiz expresó su voluntad de publicarlos, aunque no dejó la caja de instrucciones”.

—¿Qué te pasó cuando te enfrentaste a los poemas por primera vez?

—Al principio, debo confesar, los poemas no me cautivaron tanto, pero sí me quedó claro de inmediato que había una búsqueda, una poética, y que por lo mismo no eran los poemas de un aficionado. Después empecé a encontrar notable su versatilidad, el imaginario de muchos de ellos y me convencí también de la importancia que tenían para entender los principios generativos de su poética cinematográfica.

—En el libro cuentas que Ruiz se sentía inseguro escribiendo poemas aunque imaginaba “una vida alternativa como poeta”. ¿Por qué crees que lo consideraba un arte mayor?

—Porque era chileno y la poesía es nuestro arte mayor, el único en el que tenemos una tradición consistente y por momentos incomparable. Eso pone inseguro a cualquiera. Pero también es cierto que Ruiz —y lo dice— no quería pasar las pellejerías que tienen que pasar a menudo los poetas en este país, donde hasta hace poco tiempo había que pagarse el libro, el vino de honor y esperar dos años para terminar de regalar la edición de 500 ejemplares, como dijo una vez Alfonso Calderón.

—¿De qué manera los juegos de la poesía influenciaron a Ruiz para jugar con el castellano hablado como lo hace en muchas de sus películas?

—Ruiz era poeta, en primer lugar, porque tenía la capacidad inusual para escuchar y percibir las peculiaridades de su propia lengua, que es lo que le permitirá luego explotar artísticamente sus posibilidades expresivas. Y entonces él se dio cuenta muy tempranamente, como poeta, pero también como cineasta que el castellano hablado en Chile tenía una densidad peculiar, que los chilenos en general hablan un castellano sintácticamente muy fracturado, lleno de fórmulas implícitas, de atajos y juegos con el doble sentido, que es algo que algunos suelen tomar como un defecto, como signos verbales de una mente errática o enredada, pero que sin embargo ofrecen posibilidades poéticas y narrativas muy especiales, e incluso políticas, porque en eso también hay un cierto espíritu carnavalesco, asumido gallamente contra el español del imperio o la casa patronal.

El rechazo de Uribe

En el prefacio del libro, Cuneo da cuenta de un hecho que marcó a Raúl Ruiz: le mostró sus poemas a Armando Uribe y este reaccionó con una advertencia: “Pastelero a tus pasteles”.

“Uribe es un muy buen poeta, y eso es evidentemente más duro que si te criticara un poeta malo”, reflexiona Cuneo. “Pero el ‘pastelero a tus pasteles' es una fórmula también un poco territorial, que tiene el propósito de rayarte la cancha y no solo de expresar un juicio de gusto. Tal vez solo fuera una imprudencia de su parte, una falta de tacto, y aunque Ruiz también podía ser insolente, lo que es claro es que no le gustaba rayarle la cancha a nadie y tenía poca tolerancia con los tratos crueles”.

—Me llama la atención que un vanguardista como Ruiz trabajara la métrica en varios poemas…

—Ruiz, me han contado, adoraba los juguetes, y el soneto, por ejemplo, era un juguete posible, y no el único que creyese entretenido. Él no despreciaba ninguno y con todos pensaba que se podía hacer algo nuevo, como Pound, un vanguardista al que leía mucho, sobre todo sus “Cantos”, cuya estructura formal empleó como modelo para organizar las imágenes de “Cofralandes”.

—¿De qué manera estos poemas representan anímicamente al Ruiz de los 90?

—En su gran mayoría los escribió durante la misma décadas en que empezó a escribir su diario y existe una continuidad de la melancolía en ambos libros; cierta obsesión con el vacío y con la muerte. En mi prólogo al diario yo decía que esa melancolía brotaba de varias cosas, de eventos personales, por supuesto, pero también de los males de nuestro mundo, como la guerra, la crisis de los proyectos revolucionarios, la industrialización de la cultura y, como origen de todo esto, la extensión a todo el orbe del modelo económico neoliberal, que es esencialmente injusto y que genera la rabia que estamos observando ahora en nuestro país.

—Cuando habla de Francia hay cierta ambivalencia, lo que puede entregarnos otras claves para entender el desarraigo. ¿Qué me puedes decir de Ruiz en relación a la pertenencia a un lugar o, digamos, a su “patria”?

—Al final de su vida, Ruiz se sentía un “exote”, término que tomaba del poeta Víctor Segalen, y que señala a una persona para la cual su propia patria se ha transformado en lo más extraño. Era una consecuencia de su largo exilio, por supuesto, pero también de la dificultad que sentía de reconocer como propio un país al que la dictadura militar y el neoliberalismo, como repetía una y otra vez, le habían cambiado la cara o lo habían vuelto indiscernible. Su relación con Chile después del exilio está marcada por esa problemática.

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