Es 28 de diciembre de 1895. Un numeroso grupo de obreros y mujeres sale de una fábrica de Lyon, Francia. Algunos caminan con calma, mientras otros corren apresurados. La jornada no tiene nada de especial, transcurre a plena luz del día y es coronada por un perro que ladra contento a la multitud. Esta rutina tan cotidiana duró sólo 46 segundos, pero su naturaleza fue tan poderosa que resiste hasta nuestros días.

¿De qué estamos hablando? Ni más ni menos que del nacimiento del cine.

Esos obreros (reales) eran los protagonistas de “La salida de los obreros de la fábrica Lumière”, considerada la primera película de la historia, dirigida y producida por los hermanos Lumière en 1895. Los pioneros 46 segundos fueron exhibidos el 28 de diciembre de ese año, en el Salón Indio del Gran Café de París. Era la primera vez que el cine se proyectaba públicamente. La audiencia asistió a una experiencia audiovisual inédita, con tintes mágicos y con una repercusión comentada en todos los escondrijos de Europa. Nunca sabremos si los Lumière imaginaron lo que vendría, pero lo cierto es que aquella fría mañana de diciembre nacía la experiencia de ver cine como la conocemos hoy: en una sala oscura, provista de una pantalla grande y abarrotada por desconocidos que buscan conectarse o desconectarse de la realidad.

Hoy se cumplen 124 años de esa precursora proyección y el ejercicio de ver una película en un cine, sigue soportando los avatares de la industria. En tiempos de Netflix o Amazon o HBOGO o Hulu o Disney o Apple TV (y quizá cuántas más), las salas independientes resisten con la tozudez de los duros. Aunque han quedado varios rezagados en el camino (Cine Tobalaba, Lo Castillo, Espaciocal), si cerramos los ojos y pensamos en un paradigma de la resiliencia, nuestra memoria nos obliga a transitar por el Cine Arte Normandie.

Heredero de los cine club, este ícono de las películas de autor sobrevuela diariamente las vanguardias y tendencias cinéfilas como ninguno. Para los vecinos de Tarapacá con Zenteno (en el centro de Santiago), es un imprescindible cine de barrio. Y lo es sin duda, aunque es mucho más que eso.

Una historia de película

El “Normandie” nació en 1982, el mismo año de Blade Runner, Fanny Alexander, Pink Floyd: The Wall y Fitzcarraldo, filmes que han sido parte de su exquisita curatoría. Su primer domicilio fue en Alameda 139 (Hoy el Centro de Arte Alameda), gracias a un grupo de amigos que soñó con una sala dedicada al cine de calidad y a la formación de audiencias.

Durante esa década se convirtió en un lugar de culto, donde aterrizaban los adictos a las buenas películas, a pesar de la falta de lugares para ver buenas películas. “El período en que el Cine Normandie funcionó en la Alameda, tuvo un gran impacto en la vida cultural santiaguina. Era una época en que había pocos espacios de encuentro en torno al arte”, cuenta Scarlett Bozzo, coordinadora de proyectos del cine.

Los 80 fueron tiempos difíciles para la República, donde la censura oficialista desplumaba brillantes obras cinematográficas. Pero aún así, el espíritu emprendedor y rebelde de los dueños del Normandie logró traer películas que de otra manera era imposible conocer. Títulos como “La Ley de la calle” (Francis Ford Coppola), “Giordano Bruno” (Giuliano Montaldo) o “Nos habíamos amado tanto” (Ettore Scola), seducían a una audiencia cada vez más hambrienta de buenas historias. Además, como una forma de fidelizar el público, los dueños del cine inventaron el concepto “Amigos del Normandie”, donde ofrecían precios rebajados a cambio de inscripciones. Dentro de los amigos frecuentes, desfilaron José Donoso, Jorge Edwards, Patricio Aylwin, Ricardo Lagos, Hortensia Bussi, entre muchos otros. Fue tanta su trascendencia, que Los Prisioneros incluyeron a parte de su clientela en el primer párrafo de su canción “¿Por qué no se van?”.Quizá no fue el más cariñoso de los homenajes, pero hoy forma parte del cancionero popular.

Como el arte mismo, el Normandie era una sala desafiante: sin pop corn (hasta hoy), militante de la crítica social (hasta hoy) y con una programación que no aceptaba concesiones comerciales ni políticas (hasta hoy). Para muestra un botón: en octubre, durante la semana del plebiscito del 88, se aventuró a proyectar la película “El Gran Dictador”, de Charles Chaplin. Fue una decisión que incomodó a muchos por razones obvias, pero a la vez fue un guiño bien recibido por un auditorio cada vez más devoto. En 1991 la sala fue vendida a una empresa que pretendía demoler el local y aunque finalmente no se demolió, el Normandie tuvo que cambiarse de casa a su domicilio actual, Tarapacá 1181.

Claves de un sobreviviente

Dicen que la muerte no es más que la victoria del tiempo. La pintura, la escultura, la fotografía y el cine han dado una notable y permanente batalla para doblegarlo, inmortalizando lo mejor y lo peor del ser humano. El Normandie también lucha contra el tiempo y hasta el momento ha salido triunfante. ¿Cuál es la razón? Según Scarlett Bozzo, “la clave es ser fiel a una línea cuyo sello es el cine de calidad, donde se abre la posibilidad a que las personas de diversos sectores y edades se encuentren en torno a esta experiencia”.

En Tarapacá 1181 el cine está más vivo que nunca. La sala cuenta con 650 butacas, divididas en platea alta y platea baja. Las películas obedecen a una delicada y minuciosa selección, donde el éxito comercial convive con paladares más refinados. En este lugar usted puede ver “El irlandés” de Scorsese (una película más de cine que de casa), “The Joker” o “Historia de un matrimonio”. Pero también joyas que muchos desearían verlas en una butaca. De hecho, ojo con este dato: hoy a las 19:45 se exhibirá “El Resplandor” de Stanley Kubrick, una experiencia que cualquier cinéfilo debería atesorar.

Hoy la cinefilia está de fiesta. Hace 124 años unos emprendedores dieron el inicio a una de las experiencias más virtuosas del arte y en Chile existe una sala de cine que honra con pasión a los hermanos Lumière: con buenas películas, con una audiencia apasionada y con 37 años de vocación cinematográfica. ¡Larga vida al cine!

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