En medio del año más seco en Chile desde que se tiene registro, el consumo de agua potable por parte de la ciudad de Santiago va —de manera alarmante— al alza. La capital sigue funcionando como si la sequía no existiera.

Conscientes de este crítico escenario, la Junta de Vigilancia del Río Maipo, entidad que administra el correcto uso de este afluente que abastece de agua potable al 80% de la Región Metropolitana, acordó la redistribución de sus aguas, lo que implicó que los usuarios agrícolas —desde la agroindustria hasta la pequeña agricultura— cedieran el 12% de sus caudales para ser entregados directamente para el consumo humano.

La sola administración eficiente de los ríos, la apuesta por el bien común y la capacidad de articulación que pueda tener esta junta de vigilancia no es suficiente para enfrentar esta crisis hídrica. Es inaceptable el desperdicio de agua a nivel domiciliario y la utilización de agua potable para el riego de grandes extensiones de parques, públicos y privados. Se requiere de un cambio de actitud, tal como está ocurriendo en otros países.

Solo a causa de su crecimiento demográfico, Santiago incrementa anualmente su consumo en 3%. Por ello, en el caso del Maipo, el ahorro a nivel doméstico no es marginal. Esto se traduciría automáticamente en una mayor provisión en el embalse El Yeso —única gran reserva hídrica de la región—, que hoy está al 27% de su capacidad. Con ese volumen la ciudad sorteará al límite el verano 2020, sin saberse aún qué se hará para 2021.

El Estado debe asumir con urgencia un rol más activo. Bienvenidos los US$ 700 millones anunciados por el MOP que deberán implementar las sanitarias, pero no puede ser que el único embalse de la Región Metropolitana date de los 60. Urgen campañas de bien público que apunten también a la gestión de la demanda. La responsabilidad no puede recaer en los esfuerzos espontáneos de la sociedad civil organizada.

Chile está a punto de ingresar al “selecto grupo” de los países con estrés hídrico extremo (hoy encabeza el listado de las naciones con estrés alto). Si no se toman medidas urgentes, la capital podría perfectamente decretar el “Día Cero”, en que Santiago se quedaría sin agua. Esto ya ocurrió en Ciudad del Cabo en Sudáfrica, pero fueron capaces de evitar ese derrotero de manera inteligente, implementando cambios profundos. Chile debe apurar el paso para que no llegue ese fatídico día.

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“Ha sido el Estado quien expuso a los manifestantes a una policía mal entrenada, cuestión agravada por la incompetencia

de diversas autoridades”.

Luis Cordero Vega

Philippe Lançon, en “El Colgajo”, su desgarradora historia sobre el atentado a Charlie Hebdo, señaló que “uno nunca controla la evolución de las enfermedades que diagnostica, provoca o alimenta”. Eso ha terminado siendo la tragedia de Carabineros. El fraude en la policía uniformada demostró que su proceso de modernización, con cargo a cuantiosos recursos, había permitido la operación de una asociación destinada a defraudar, lo que fue posible por el escaso control civil y del Congreso sobre la gestión de esos fondos, sin que nunca supiésemos cuántos policías efectivamente desempeñaban funciones.

Poco tiempo después, tras la Operación Huracán, fuimos testigos de un actuar deliberado para fabricar pruebas falsas con el propósito de inculpar a inocentes. Una negación de la labor de una institución que debe hacer cumplir la ley y que puso en cuestión la confianza en el sistema de justicia penal.

Destacados especialistas advirtieron que esos problemas se arrastraban por años, pero el conflicto social provocado desde el 18 de octubre evidenció una fractura dramática. Al fraude y a los delitos cometidos agregamos la incapacidad estructural para abordar problemas de orden público complejos, que ha terminado en cientos de lesionados y mutilados por la actuación de la policía, como lo han señalado diversos informes en materia de DD.HH.

La actuación equivocada de la policía es uno de los asuntos típicos en que los jueces ordenan al Estado pagar indemnizaciones a las víctimas cuando estas han sufrido daños. Para la Corte Suprema ese deber de indemnizar se da si un policía realiza disparos sin tener entrenamiento adecuado, si no fue capacitado para enfrentar situaciones difíciles, si el material de seguridad utilizado es de mala calidad o si en operativos policiales se provocan riesgos desproporcionados. Para la Corte, que la víctima participe voluntariamente de los hechos —en este caso un manifestante— no exime ni aminora la responsabilidad del Estado, porque existen obligaciones públicas que se deben cumplir de modo permanente.

Los casos son cientos y el problema pareciera ser una verdadera falla de la organización estatal que va más allá de delitos cometidos por funcionarios específicos. Por lo mismo, resulta conveniente que el Ejecutivo piense en elaborar un proyecto de ley de reparación para las víctimas y así evitar cientos de juicios, que tomarán años. Ha sido el Estado quien expuso a los manifestantes a una policía mal entrenada, una cuestión agravada por la incompetencia de diversas autoridades que poco hicieron por fiscalizar a esta institución durante años. Por eso esto es una tragedia, porque es una enfermedad que alimentamos por décadas y no nos preocupamos de controlar.

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“El respeto de

la integridad personal es condición y no obstáculo para la mantención del orden público”.

Daniel Chernilo Académico Escuela de Gobierno UAI

Nuestro debate público ha demostrado, en estos dos meses, serios déficits en su comprensión de algunos principios fundamentales de la convivencia democrática. Posiblemente el más importante es la idea, errónea, de que la función policial se enfrentaría a un conflicto ineludible entre la mantención del orden público y el respeto de los derechos humanos. En un estado democrático no hay ni puede haber tal conflicto: puesto que la legitimidad del ejercicio de la función policial se deriva de las propias instituciones democráticas, la protección de todos los ciudadanos tiene siempre y a todo evento prioridad sobre la mantención del orden público. Así, cuando la policía enfrenta a actos criminales como saqueos, barricadas o destrucción de propiedad pública y privada, su prioridad en la restauración del orden público es justamente el hecho de que la integridad física y moral de sus conciudadanos está en riesgo. Dado que los espacios públicos nos pertenecen a todos por igual, el respeto de la integridad personal —de manifestantes, transeúntes, propietarios, comerciantes— es condición y no obstáculo para la mantención del orden público: la primera requiere y presupone la segunda.

Una democracia no acepta la idea de que hay ciudadanos de primera y segunda categoría, y la función policial debe reflejar ese compromiso fundamental. Para tener éxito en la contención de acciones violentas, ella debe ser capaz de generar nuevas confianzas con la población civil. No se trata solo de usar procedimientos validados y legítimos, sino de un verdadero programa preventivo para reconstruir confianzas con la población afectada por destrozos y saqueos.

Una expresión clarísima de cuan problemática ha resultado esta doctrina es la incapacidad para comprender por qué la desobediencia civil es un derecho democrático fundamental. Puesto que en sociedades democráticas la legitimidad de las leyes descansa en la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, expresar desacuerdo con algunas disposiciones jurídicas es un derecho democrático básico. Asimismo, en tanto derecho democrático fundamental, la desobediencia civil viene con deberes muy exigentes: debe ser pacífica, no puede atentar desmedidamente contra grupos específicos y puede culminar en sanciones. Por supuesto, son los tribunales de justicia, y nunca el Ejecutivo ni menos la policía, quienes han de determinar si los actos de desobediencia civil son o no legítimos.

La centralidad de la función policial en un Estado moderno se expresa en su capacidad de vincular a las instituciones con las prácticas diversas de la sociedad civil. Y su ejercicio exitoso descansa en el asentimiento de quienes otorgan legitimidad al sistema democrático y aceptan como adecuado el funcionamiento de sus instituciones. Si el vinculo de la sociedad con la policía se debilita o contamina, las confianzas básicas en la vida democrática quedan en entredicho.

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