Siempre supe una versión de los hechos, y esa versión no incluía el VIH. Conozco al periodista de Revista Ya y escritor Juan Luis Salinas (Linda, regia, estupenda, 2014) hace tiempo, hemos trabajado cerca por años y en marzo de 2000 me impactó la noticia: Juan Luis casi había muerto atropellado en la Alameda por un conductor que se dio a la fuga. Supe de su pierna deshecha y reconstruida, supe de su agonía y dolor.

Pero nunca había sabido de las cosas por las que en verdad tuvo que pasar hasta que leí las feroces páginas de su libro “El peso de la sangre: viaje personal al Sida” (Debate, 2019), un honesto y valiente registro de su propia experiencia como persona diagnosticada con VIH, precisamente desde ese marzo de 2000. En la camilla del hospital, tendido, semiinconsciente, se enteró que le habían hecho el test del VIH y que había salido positivo. Justo, justo pocas horas después de ese atropello que casi lo deja muerto, como relata en este imprescindible libro que, además de brillante relato personal, es una soberbia consolidación de la historia del sida en Chile.

Te costó, según relatas en el libro, asumir el diagnóstico… estabas en negación los primeros años.

Hubo personas que supieron, pero a esas personas después yo les mentí, diciéndoles que había sido un test falso. Tampoco me presionaron para que me lo hiciera de nuevo. Y también hubo gente que supo y prefirió negarlo y olvidarse. Hasta que a fines de 2002 empecé a adelgazar, a sentirme mal, me dolía la cabeza, me empecé a deprimir. Yo le eché la culpa a que tenía un síndrome de dependencia de drogas y alcohol, mucho carrete. Me metí a un grupo de ayuda para alcohólicos, y fue terrible. Porque me di cuenta de que no era drogadicto ni alcohólico, de que estaba llamando la atención porque estaba pasando por una depresión súper severa. Hasta que alguien me obligó a hacerme el test nuevamente, ahora por mi cuenta, para conocer mi situación. Recuerdo mi cumpleaños número 30 y yo estaba mal. Hay cosas que no puse en el libro, porque me dio pudor, pero por ejemplo una vez, probándome ropa en una tienda, perdí el control de esfínteres. Y me echaron. Me pasaron muchas cosas de ese tipo, pero yo seguía en negación.

¿Y qué pasó después?

Yo estaba muy flaco. Bueno, siempre fui flaco, pero en ese tiempo, cuando ya me convencí de que tenía que internarme, llegué al hospital pesando 41 kilos. La doctora de urgencias que me recibió retó a los amigos que me llevaron. Les dijo que cómo habían sido tan negligentes, que cómo me habían dejado botado, que yo no estaba en mis cabales.

Y en esta hospitalización casi mueres.

Pero estuve consciente harto rato. De hecho, cuando me internaron en la UTI yo estaba tan, tan, tan consciente que me pidieron autorización para inducirme el coma. Y lo único que dije fue que por favor llamaran a mis amigos para despedirme, porque ellos fueron los que se hicieron cargo de mí. Mi familia se desentendió, no supieron manejar la situación, y además tengo que reconocer que yo les había mentido harto. La experiencia de estar en coma fue como una sucesión de pesadillas, pesadillas, pesadillas. Más encima yo abría los ojos todo el rato, entonces les costaba sedarme: tuvieron que amarrarme.

Con esa nueva oportunidad de vivir, ¿qué dejaste de lado?

Antes de que pasara todo esto yo tenía planes de irme a estudiar afuera, quería irme un rato. Ese plan, por supuesto, se congeló. Por otro lado, quise darle una segunda oportunidad a mi familia, perdonarla. Y también perdonarme yo, porque a uno lo culpabilizan, pero uno también se culpabiliza por lo que le está pasando. El virus llegó a mí porque yo no tuve cuidado. Y hay mucha gente que no tiene cuidado, pero me tocó a mí. Entonces, tuve que perdonarme a mí por no haber sido cuidadoso. Justo en la época en que yo salí del hospital estrenaron la película Las horas, y fue un bombazo ver cómo Ed Harris (cuyo rol es el de un poeta con sida) se tira por la ventana y se mata. Ese poeta nunca se perdonó, y me dije: “yo nunca voy a hacer eso”. También me propuse ser honesto, entonces cuando pude, ya fuera del hospital, llamé a todas las parejas que recordaba haber tenido para contarles. Muchos no me contestaron, otros me contestaron y me colgaron, y otro como que lo entendió, lo asumió y dijo que se iba a hacer el examen. Ahí limpié mi conciencia con todo el resto.

¿Por qué empezaste con el tráfico de medicamentos?

Cuando comencé el tratamiento en 2003, ya estaban disponibles las terapias para todos acá en Chile, pero no eran universales. Y yo había empezado en el hospital con tratamientos que eran de última generación. Mis médicos me dijeron que era dar dos pasos para atrás, porque yo me había recuperado con medicamentos muy avanzados, y tomando estos otros corría el riesgo de desarmar lo andado. Ahí fue que tomé la decisión de comprarle a un traficante que me traía los medicamentos. Al mismo tiempo, retiraba los que me daban en el sistema público y los donaba a instituciones, porque no me servían. Intenté venderlos, pero yo no tenía esa sangre de pato.

Como la película Dallas Buyers Club.

Estuve en eso seis años. Cuando no le compraba al traficante, aprovechaba los viajes a Brasil a las semanas de la moda o me arrancaba a otra parte, y cuando llegaba inventaba que me habían robado en el aeropuerto, que había perdido mis dosis, que me iba a quedar tres meses en Brasil, y entonces allá me daban medicamentos para tres meses. O iba a Estados Unidos y compraba, y allá me conseguía el dato en los hospitales que alguien se había muerto y que había quedado con las pastillas para tres meses. Entonces yo iba y se las compraba a los familiares, porque muchas veces eran enfermos de muy pocos recursos.

Gracias a eso estás vivo.

Sí. Al principio uno tiene reticencias, pero si no era yo el que las compraba, iba a ser otro. Eso lo entendí súper rápido. Me acuerdo de haber ido a varios funerales para conseguir alguna parte de la combinación que me faltaba para mi terapia específica, pero hay uno del que me acuerdo específicamente, que fue en Lo Hermida, de una chica trans a cuya familia le compré los medicamentos. Me sentí súper basura cuando salí, pero en el fondo igual me fui con lo que necesitaba. Ahora ya nada de eso es necesario, porque desde 2007 tengo la terapia adecuada.

¿Te han discriminado por tener VIH?

Sí. Son cosas que pasaban, pero uno aprende a vivir con eso. A mí me han preguntado sobre experiencias humillantes de discriminación. Y yo no tuve, excepto una, que fue durante un viaje a Buenos Aires, con un fotógrafo chileno. Estábamos en un evento de moda y me tocó compartir pieza con él. En un momento llegué a la habitación y abrí el frigobar para sacar mis remedios, que debía mantener refrigerados. Él me pregunta qué son, y yo le respondo: ‘es mi terapia para VIH'. Se quedó mudo, salió de la habitación y de repente escucho que en el lobby hay un tremendo escándalo. Era él diciendo que quería una habilitación solo, que le daba miedo, bla, bla, bla. Yo no voy a decir el nombre, pero él lo sabe, me lo confirmaron los organizadores del evento al que nos habían invitado.

¿Qué opinas de las alarmantes cifras de contagio en Chile?

Cuando se trasparentaron las cifras que situaban a Chile como uno de los países donde más creció la detección de nuevos casos y un periódico tituló: “La vuelta del sida”. Yo me pregunté: ¿Dónde se había ido? Los programas de educación no enfrentan al virus y a sus formas de transmisión directamente. Se insiste en la idea del miedo y eso aleja a los jóvenes y adolescentes de entender. Ahora lo único que saben, a grandes rasgos, es que existe tratamiento y eso los tranquiliza, pero tiene un efecto búmeran: le pierden el respeto al contagio. Creo en la libertad sexual, pero debe haber precauciones, responsabilidad y cuidado personal y hacia el resto. Conozco gente que elige sexo sin condón o va a fiestas sexuales con drogas. Hay fiestas de este tipo en el centro de Santiago.

¿Qué te hubiera gustado agregar al libro?

Hay un dato que no pude poner, porque no tuve fuentes oficiales que me lo comprobaran. Y aunque igual trabajé con harto testimonio anónimo, es el menor porcentaje del libro. Casi todos dan la cara y hablan. Pero tengo entendido que habría gente de los sectores altos, que se diagnostican en clínicas, sus casos no llegan al ISP y siguen su tratamiento comprando medicamentos afuera. Lo hacen para que su isapre no sepa, porque si sabe la isapre, saben en el trabajo.

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