En medio de la violencia que ha vivido Chile, el final de la novela de Nicomedes Guzmán puede leerse como una metáfora inspiradora”.

A veces la literatura puede ayudarnos a encontrar caminos que, en la realidad, hemos perdido.

Las revueltas ocurridas recién en Chile se iniciaron con protestas e incendios en el Metro. Ese dato me hizo recordar la mejor novela de la narrativa social chilena: “La sangre y la esperanza”, de Nicomedes Guzmán. El trasfondo político de este libro es una gran huelga del sistema de tranvías de Santiago ocurrida hace casi cien años.

A comienzos de los años veinte del siglo pasado el tranvía era el Metro santiaguino. Propiedad de una empresa alemana, esa extensa red de transporte conectaba toda la ciudad. El país prosperaba gracias a las exportaciones de salitre. Sin embargo, al terminar la Primera Guerra Mundial el precio del salitre natural se desplomó. Muchos obreros chilenos, cuyo nivel de vida había subido, recayeron en la pobreza.

El narrador de “La sangre y la esperanza”, Enrique Quilodrán, describe su infancia transcurrida en los conventillos, las miserables viviendas obreras de Santiago en esa época. La novela retrata a los niños mendigos, descalzos, vestidos solo con camisas hechas de sacos harineros en pleno invierno. Niños que contemplan las muertes prematuras de sus padres y madres. Aguijoneados por esa miseria inminente, los tranviarios declaran una huelga que paraliza la ciudad. La policía montada los reprime. Varios obreros y varios “milicos” caen muertos o heridos. Entre los obreros resulta herido el padre de Enrique, un dirigente sindical comunista que no podrá volver a trabajar.

De huelgas y protestas como esas surgirían varias leyes sociales, dictadas en Chile a fines de los años veinte. Pero esas leyes tardaron en mejorar la vida de los obreros. El analfabetismo, las pavorosas cifras de mortalidad infantil y la miseria de una mayoría de la población disminuyeron solo gradualmente.

El Chile de hoy es distinto. Ahora no faltan zapatos ni ropa. Hoy no falta trabajo: un millón de inmigrantes han encontrado empleo en nuestro país. Ahora no son los obreros del Metro los que iniciaron estas protestas paralizando por sus malos salarios. Ahora fueron los alumnos secundarios quienes comenzaron las protestas. Y asimismo fueron estudiantes, en su mayoría, quienes han organizado las manifestaciones pacíficas. Sin embargo, también han sido jóvenes, en su mayor parte, los extremistas que quemaron estaciones del Metro, hospitales e iglesias. Es plausible suponer que los más violentos son los llamados “ninis” (los que ni estudian ni trabajan). En paz o mediante la violencia, ambos grupos piden esperanzas. Pero la esperanza más efectiva es el trabajo.

En “La sangre y la esperanza”, una violencia abundante justifica la primera parte del título de la novela. La esperanza solo aparece en el capítulo final, subtitulado de ese modo. Enrique Quilodrán, madurado por tantos sufrimientos, decide dejar sus rebeldías infantiles y trabajar para llevar dinero a su casa. Tras una semana recibe su primer sueldo y, lleno de orgullo, se lo entrega a su madre. Entonces dice: “Mi vida la sentí, de pronto, sujeta solamente a mis manos y a mi corazón. No ya los temores. No ya nada que no fuera esa fuerza grandiosa de hierro chorreando fuego, vida y estrellas en los moldes del trabajo”.

La decisión de Enrique Quilodrán es valiente y esforzada. La misma novela nos ofrece ejemplos de otros muchachos que, arrastrados por la miseria y el crimen de su entorno, caen en la violencia o en una amargura autodestructiva. Pero el ejemplo de Enrique nos demuestra que hay otras opciones.

A Enrique Quilodrán lo salvan su valentía y su familia. Su madre le ha enseñado, a veces con dureza, que nada se consigue sin trabajo y honradez. Su padre, dirigente sindical, le ha mostrado que las luchas políticas se dan a cara descubierta. Enrique seguirá su ejemplo escribiendo su testimonio con un fuerte compromiso social. Con ese trabajo intentará mejorar su sociedad.

En medio de la violencia que ha vivido Chile, el final de aquella novela puede leerse como una metáfora inspiradora. Es posible cambiar el mundo. Pero hacerlo es una tarea diaria que requiere un trabajo duro. Muchos jóvenes exigen “cambiar el sistema”. Ahora deberán estudiar cómo hacer esa transformación y deberán proponer su nuevo modelo al resto de la sociedad. Tendrán que organizarse políticamente, participar en democracia, postularse y convencer a los votantes.

El deber de las generaciones mayores será entregarles a esos jóvenes un Chile más reconciliado donde ese arduo trabajo renovador sea posible. Un país ansioso de mayor justicia social pero sin odio, como la familia de Enrique Quilodrán.

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Ver arder la Catedral de Notre Dame, el 15 de abril de este año, sobrecogió al mundo entero. El apego de una sociedad por un espacio que guarda el peso de una historia conocida en todos los confines quedó reflejado en la pronta reacción que existió para su restauración.

En condiciones muy diferentes, también resultó impactante ver hace unos días cómo, en el barrio Lastarria, se quemaba la histórica iglesia de la Veracruz, durante el paro nacional del 12 de noviembre. Porque, en medio de los múltiples efectos que ha provocado el estallido social en Chile, el cuidado del patrimonio agrega una nueva variable, ya que fueron varios los edificios o monumentos que sufrieron daños en distintos niveles.

Si bien existe un creciente interés de la ciudadanía en el país por preservar la memoria en espacios públicos, surge ahora la inquietud por los resguardos que debiesen existir cuando se producen manifestaciones que dañan o amenazan estas obras.

En el Reino Unido hay numerosas entidades encargadas de distintos aspectos del patrimonio tangible e intangible. El National Heritage Trust es admirado por su trabajo y capacidad de crear vínculos entre sitios patrimoniales, las audiencias y las comunidades que buscan involucrarse en el rescate, puesta en valor, protección y uso de estos espacios.

Puntualmente, el British Council tiene diversos proyectos que se dedican a la protección del patrimonio cultural en zonas de alto riesgo. El Cultural Protection Fund es un fondo que fue creado para proteger el patrimonio cultural que está en riesgo en 12 países en el Medio Oriente y en el norte de África. El fondo busca ayudar a crear oportunidades sustentables para el desarrollo económico y social a través de experiencias formativas para el cuidado del patrimonio que se encuentra en una zona de conflicto.

En Latinoamérica también ha surgido esa sensibilidad. El incendio del Museo Nacional de Brasil, en 2018, gatilló una serie de estrategias de prevención y protección del patrimonio, empezando con los museos.

En Chile, estas situaciones se convierten en prioridad en el contexto de desastres naturales, por lo que existe una urgente necesidad de buscar fórmulas de resguardo del patrimonio, especialmente lugares y objetos cuyo valor no siempre es conocido por todos.

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