Sábado 23 de noviembre. 11:30 horas. Ribera del río Mapocho, a la altura de Pío Nono.

En plena zona cero, y a pocas cuadras de la Plaza de la Dignidad, hay dos escaleras metálicas por las que un buen grupo de personas desciende al cauce del Mapocho. Tienen algunas cuerdas que aseguran la bajada. Un ciclista de polera roja, tan voluntario como todos los que acá están, ayuda a quienes comienzan el descenso mientras vocifera instrucciones al grupo que los recibe abajo, en la orilla. El ciclista se apoya con confianza en la baranda que lo protege de caer. Deben ser unos cinco a seis metros de profundidad. Los que llegan, vienen con brochas, pinturas, short y polera a participar del llamado posteado en los Instagram de la Brigada Ramona Parra y del muralista chileno Alejandro “Mono” González, uno de los fundadores esa agrupación de arte urbano: “El Mapocho vuelve a pintarse de historia. ¡Vamos a pintar hasta el cielo!”, escribieron. El objetivo es retratar lo que ha pasado desde el 18 de octubre. Entre la gente se comenta que El Mono, mentor de muchos de los que están acá, habló desde la distancia.

—“Anda de viaje fuera de Chile, nos mandó fuerza y apoyo total”, comenta con propiedad un voluntario cargado de pinturas.

La convocatoria prende. Al ojo, circulan unas 150 personas participando en lo que será un mural colectivo.

—“¡Flaco! ¿Querís bajar con la bicicleta?”, pregunta el voluntario de rojo a otro joven que viene llegando. Su asistente, una chica de pelo largo y polera amarilla, secunda el ofrecimiento. El recién llegado encuentra que es mucho pedir. Al ver su reticencia, el de rojo le asegura: “Loco, estamos acá pa' que todos podamos subir y bajar por esta escalera”.

Hay una fila para llegar al lugar donde se va a pintar.

Es el turno de una niña de unos ocho años, pelo largo y cintillo con orejas rojas. Su papá la protege,

rodeándola con sus brazos. Abajo los esperan.

—“¡Almudena, allá va tu mochila!” Le grita una de las mujeres de la cuadrilla de descenso”.

Al paradero de micros que está justo ahí, en Santa María, llega la gente con bolsas de tallarines, salsas, aceite y bidones de agua. Son los ingredientes para una olla común, porque la idea es trabajar todo el día, a pleno sol. Sobre el Puente Pío Nono hay algo parecido al barullo habitual. Pero ya no hay semáforos, todo se ve más árido, y en vez de los bocinazos impacientes se escucha el ritmo de apoyo a la protesta social.

En la ribera, cuatro toldos plegables sirven de protección para quienes se alistan a pintar la obra que relata la historia del “despertar”, en una superficie de unos cien metros. Un grupo termina de limpiar el muro. Llaman a reunión para comenzar a dibujar.

—"¡¿Arriba alguien sabe trazar?! Los trazadores y las trazadoras que se vengan p'acá… Vamos a pintar a la primera línea, también al Mata Pacos, ¿alguien trae sus bocetos? Nos vamos a dividir en cuatro grupos".

Desde arriba, una mujer muestra su dibujo y lo deja caer. Abajo se lo reciben. Alguien le pregunta si conoce a los que están ahí, dice que sí, que el que coordina es su profesor en la Universidad Abierta de Recoleta, también ve brigadistas. Le dicen que baje a trazar…

—“¡No! Me da mucho vértigo…Yo grito de acá”.

Arriba hay un niño mirando todo lo que pasa en el lecho. Tiene unos doce años. Cuando escucha el llamado, mira seriamente a la mujer que lo acompaña.

—“Mami, tú no bajes, porfa, andas con vestido y chalas… se te van a ver los calzones”.

Hay muchas manos, el mural avanza rápido. Tras un par de horas se comienzan a ver los resultados. Un río amarillo, con cientos de ojos flotantes, conecta cada momento de la obra: una escolar saltando, una suerte de demonio con banda presidencial, ya se va perfilando una estrella de ocho puntas y los rostros de Pedro Lemebel, Gabriela Mistral y, parece, Gladys Marín. También hay textos: “Asamblea Constituyente” y “Chile despertó”.

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