Por Ana Farías Antognini

Luego de tres décadas de gobiernos democráticos, ha mejorado la calidad de vida de la población del país, principalmente de los sectores de menores ingresos, disminuyendo los indicadores de pobreza medida por ingresos, ampliando la cobertura de programas sociales e incorporando nuevas prestaciones, aumentando con ello el bienestar general de la población. Sin embargo, la configuración del reparto del bienestar muestra claros signos de continuidad en su estructura bicéfala instalada a partir de las reformas de la década del 80, así como en la segmentación de los beneficios entre la población. La responsabilidad respecto a las políticas sociales se ha mantenida dividida entre el mercado, principal responsable y administrador del bienestar de los sectores de mayor capacidad de pago, y el Estado, que asumió la protección de los sectores que, en razón de sus menores ingresos, se han mantenido bajo la atención pública.

La deteriorada situación social de los grupos de outsiders, producto de la persistente desigualdad en la distribución del ingreso e inequidades en el acceso y calidad de los servicios sociales durante la década de los 80, vino a mejorar a partir de las políticas sociales que impulsaron las administraciones que se sucedieron luego de la recuperación de la democracia en 1990. Se instalaron nuevas prestaciones y subsidios destinados a la población de menores recursos a través de mecanismos focalizados de desmercantilización y desfamiliarización, y a partir de la década del 2000 se realizaron reformas sustantivas a las políticas sociales en diferentes áreas.

Los grupos de menores ingresos, que han permanecido bajo la protección estatal, cuentan con mayor cobertura para el cuidado infantil y educación inicial en las redes de establecimientos públicos de Junji e Integra. La educación básica y media bajo administración municipal o subsidiada ha sido reforzada con subsidios preferenciales focalizados en los sectores de mayor pobreza, y fortalecida con las recientes reformas del segundo gobierno de Michelle Bachelet, en particular por la Ley de Inclusión Escolar de 2015. A su vez, los estudiantes de la educación superior pueden acceder a la gratuidad bajo un sistema que focaliza en los tres primeros quintiles y que se proyecta aumente gradualmente su cobertura.

En materia de salud, han continuado siendo atendidos por el sistema público de salud, el cual se robusteció con la atención garantizada de prestaciones específicas de ciertas patologías adscritas al sistema GES. También han permanecido en un sistema previsional y asistencial robustecido que amplió su cobertura y beneficios entregando pensiones a las poblaciones ajenas al mercado laboral, y apoyando el ahorro individual de los trabajadores cotizantes. Prestaciones sociales que junto a otras han sido reforzadas bajo la responsabilidad financiera del Estado, significando un aumento considerable del gasto social.

En el presente capítulo se analizan las políticas sociales a partir de 1990. Foco del análisis son aquellas reformas que a partir del nuevo milenio desarrollaron políticas innovadoras con una clara diferencia a las desarrolladas en el período de la transición. Se analizan los factores, procesos y actores que estuvieron tras el diseño de las propuestas, las negociaciones, y ejecución de las políticas, con el objetivo de determinar los cambios y transformaciones en la arquitectura del bienestar en una nueva etapa de reformas sociales. Se observa con especial atención tres reformas representativas del establecimiento de un sistema de protección más amplio: la reforma a la salud con la instalación del sistema de Garantías Explícitas de Salud, GES; la reforma al sistema de pensiones con la instalación del denominado Pilar Solidario, y la reforma a las políticas de infancia, en particular, la instalación del Sistema de Protección a la Infancia Chile Crece Contigo. Así también se incluye la reforma a la educación realizada en 2006, la cual en contraposición a los tres casos anteriores es considerada una política de continuidad con la estructura instalada a partir de la reforma de 1981. Persistencia en la política educacional que ha sido sometida a un juicio crítico reiterado, principalmente a partir de las movilizaciones estudiantiles de 2011, las que desencadenaron nuevamente la reforma integral al sistema educacional en todos sus niveles.

Bienestar en democracia: continuidades y reformas

Durante la década de los 90, los gobiernos concertacionistas privilegiaron la estabilidad de los indicadores macroeconómicos al mismo tiempo que enfrentaron la herencia de pobreza que afectaba a un porcentaje importante de la población. La política social se construyó en base a una férrea disciplina fiscal (Arellano, 2012). Las autoridades privilegiaron aquellas decisiones que se basaban en acuerdos entre la élite política y económica cuyo resultado fue la moderación de las reformas iniciales (Boylan 1996). Estas se produjeron sin quebrantar la continuidad en los lineamientos centrales de la política social desarrollada por el régimen autoritario (Raczynski y Romaguera, 1995; Castiglioni, 2005). La estrategia utilizada fue efectiva en muchos aspectos. El sostenido aumento del gasto social, la fuerte caída de las tasas de pobreza e indigencia y la continua mejora en los indicadores de biomédicos y de educación así lo demuestran (Weyland, 1997).

Se sumaron nuevos programas sociales que incorporaron o ampliaron “componentes solidarios” (Raczynski y Romaguera, 1995). Se trató de cambios en los cuales el mercado mantuvo un rol en la distribución del bienestar, al mismo tiempo que el Estado redistribuyó recursos significativos a la población de menores recursos, manteniendo un rol subsidiario, ampliando con ello la desmercantilización e impactando el gasto social. El pragmatismo en las reformas se asocia principalmente a las características institucionales del periodo de transición a la democracia. Por una parte, el legado del régimen autoritario, a través de la Constitución del 80, los senadores designados y las denominadas leyes de amarre, restringió la capacidad de acción de los gobiernos democráticos (Sehnbruch y Siavelis, 2014). Por otra parte, el regreso de los partidos políticos no significó el repliegue de aquellos actores consolidados en la etapa autoritaria. Los tecnócratas (especialmente en el ámbito económico) y los empresarios mantuvieron una esfera de influencia política significativa que presionó a los gobiernos de la Concertación (Silva, 1996; Schneider, 2009).

La estabilidad del proceso democratizador se asentó en el consenso obtenido con la oposición, abriendo espacios de comunicación y colaboración con el empresariado y sectores de la derecha, quienes mantuvieron su influencia en las políticas públicas. Sus intereses fueron respetados por los equipos técnicos y políticos del gobierno al momento de definir las reformas a las políticas (Rehren, 1995; Silva, 1996; Schneider, 2009). Del mismo modo, la condición pragmática de la transición para enfrentar las reformas sociales significó una consideración menor de las organizaciones sociales y del movimiento sindical en el espacio de negociación. La influencia de estas últimas se mantuvo disminuida y su poder de veto debilitado desde la época autoritaria (Castiglioni, 2005). Con el objetivo de neutralizar la influencia de aquellos actores resistentes al cambio que pudieran afectar el éxito de las reformas, el Ejecutivo lideró las negociaciones que permitieron a los gobiernos de transición imponer su agenda económica y social, dada la compleja configuración institucional del momento.

El foco de las políticas sociales estuvo puesto en la disminución de la pobreza, tarea que demostró importantes logros, disminuyendo la extrema pobreza de 13% a 5,6%, y la pobreza total, de 38,6% a 20,2% entre 1990 y 2000 . Sin embargo, el diagnóstico a principios de siglo demostraba perseverancia de la desigualdad de ingresos e inequidades en la situación social de la población, lo cual suscitó que las administraciones siguientes ampliaran la atención que se había registrado hacia el combate a la pobreza. Entre las principales medidas que se dispusieron se encuentra el incremento de las coberturas hacia grupos que se encontraban sobre la línea de pobreza e indigencia. A los criterios de focalización según nivel de pobreza, se incorporaron otros 163 factores asociados a vulnerabilidad, lo que implicó la ampliación de la focalización hacia quintiles de mayores ingresos

A pesar de los avances en la disminución de la pobreza —que al 2017 mantenía una tendencia a la baja con un indicador de pobreza de 8,7% a nivel nacional (Gráfico)—, del aumento de la inversión social y de las reformas emprendidas por los sucesivos gobiernos, no se ha impactado hacia una disminución significativa de la desigualdad en la última década. Las diversas mediciones dan cuenta de leves fluctuaciones, que en el largo plazo no han significado una disminución en la desigualdad de ingresos. El índice Gini en 2006 era de 0,505 y en 2017 de 0,502, en tanto el índice 20/20 para los mismos años da cuenta de una variación de 11,7 y 11,9 respectivamente, evidenciando la porfía de la brecha que distancia a la población . Asimismo, la distribución del ingreso da cuenta de que la concentración de la riqueza se mantiene robusta, mientras el 30% de la población más pobre recibe menos del 5% del ingreso total, con 1,1% en el primer decil y 3,1% en segundo, el 20% más rico concentra más del 50% de los ingresos, con marcadas diferencias entre el IX y X decil, 15,6% y 35,2% respectivamente.

La desigual distribución del ingreso da cuenta de la brecha que persiste en cuanto a capacidad de pago entre la población, lo que afecta directamente su acceso a bienes y servicios de mayor calidad. Asimismo, los sectores de menores ingresos concentran la mayor cantidad de trabajadores por cuenta propia, con una marcada presencia del 50% en el primer decil al 2017. La relación entre pobreza e inserción en el mercado laboral formal sigue vigente, afectando principalmente a las poblaciones a outsiders, marcando una característica de continuidad en nuestro régimen de bienestar. La última medición de pobreza, del 2017, da cuenta de que la población en situación de pobreza accede a empleos más precarios; con un 39,1% de cuenta propia y un 32,9% de asalariados sin contrato, en tanto la población no pobre presenta 20,8% y 13,4% para los mismos indicadores (Candia, 2018).

A su vez, la implementación en 2009 de la medición de la pobreza multidimensional demuestra que no ha disminuido en los últimos años la vulnerabilidad en ciertos ámbitos sociales, tales como educación, salud y vivienda. Al 2015 la pobreza multidimensional afectaba al 20,9% de la población, alcanzando a 2.778.148 personas, en tanto, al 2017, el indicador marcaba 20,7% correspondiente a 2.940.275 personas (Casen 2017).

El bienestar social se ha afectado por importantes cambios experimentados en la estructura de los hogares durante las últimas décadas, lo que tensiona el diseño de las políticas sociales. El diagnóstico ha demostrado creciente heterogeneidad expresada en una diversidad de estructuras y modelos vigentes de familia. Este proceso se enmarca en la tendencia general de evolución de los hogares y familias insertos en procesos de modernización y de fuerte incorporación a un modelo global de desarrollo económico y de transición demográfica (Arriagada y Aranda, 2004; Palma y Scott, 2018). Al 2015, las transformaciones demuestran un aumento de los hogares constituidos por una sola persona (unipersonales), llegando al 13,5% del total de hogares del país, así como de aquellos monoparentales, con un 14,5% en hogares nucleares y 8% en extendidos, en su mayoría con jefatura de hogar femenina principalmente en los sectores de menores recursos. A su vez, han aumentado progresivamente los hogares con jefatura femenina de 20,2% en 1990 a 39,5% en 2015 (Casen, 2015). La variación en el tipo de hogares se relaciona fuertemente con el proceso de transición demográfica del país, caracterizado por una baja en la tasa de natalidad, retraso en la edad que se tiene el primer hijo, aumento de la esperanza de vida y envejecimiento de la población (Palma y Scott, 2018).

A pesar de los avances en los indicadores socioeconómicos promedio de la población, la incidencia de la pobreza y la indigencia ha presentado sus indicadores más altos en la población de niños y niñas de menor edad, con diferencias significativas con la población de mayor edad. Siendo precisamente los hogares con niños aquellos de mayor precariedad socioeconómica. Entre los factores que les afectan destacan la alta presencia de jefatura femenina, analfabetismo, así como una baja tasa de participación femenina en el mercado laboral.

La segmentación del bienestar no solo se ha expresado en brechas de desigualdad e inequidad según ciclo de vida, también ha sido evidente la inequidad de género que afecta a las mujeres en diversos ámbitos, principalmente en el acceso al mercado laboral y condiciones de empleabilidad. Es por ello que la posibilidad en el mediano y largo plazo de mejorar la situación socioeconómica de las familias depende en gran medida de elevar la tasa de empleo femenino. La advertencia que hiciera Esping Andersen se aplica bien a la situación chilena, “aquellos países que fracasen en la armonización adecuada del empleo femenino y la familia se encontrarán a sí mismos con desequilibrios realmente importantes en las décadas futuras” (Esping Andersen, 2000: 60). En tal sentido, el diagnóstico ha sido preocupante, si bien los últimos años presentan un repunte en las tasas de participación femenina estás continúan marcando una brecha de más de 20 puntos respecto a la participación laboral de los hombres.

El empleo femenino ha mostrado signos de creciente precariedad, concentrándose en sectores productivos que presentan condiciones laborales inestables, tal como el trabajo agrícola temporal o el comercio con jornadas laborales extensas y bajos salarios. Al 2015, solo el 44,5% de las mujeres asalariadas que pertenecían al 10% de menores ingresos, contaba con contrato, 4,7 puntos menos que lo registrado en 2013 (Casen, 2015), situación que tiene importantes implicancias en el acceso a la red de prestaciones sociales y al sistema previsional. La participación en el mercado laboral se relaciona estrechamente con el nivel de escolaridad, las mujeres que alcanzan niveles educacionales superiores, pertenecen a los sectores de mayores ingresos y presentan una tasa mayor de participación laboral. El diagnóstico muestra que las mujeres obtienen menores ingresos que los hombres, percibiendo un ingreso mensual que en promedio no supera el 70% del salario de estos, brecha que aumenta con el nivel de educación, alcanzando el ingreso de las mujeres con educación superior completa un 63,3 % de los hombres, situación que ha mejorado levemente en la última década.

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