Existe mucha literatura tras la palabra callejón. Es que se define como una pequeña vía entre lugares no urbanizados, nacida espontáneamente, por la costumbre. Para un viajero curioso, de paso, y porque ellos plantean un enigma, el callejón se presenta como una alternativa misteriosa en la ruta, algo que considerar y seguir, recorrerlo, aunque no se sepa bien para qué. Es que obliga a un destino que se desconoce y plantea la verdadera máxima de un viajero: no saber hacia dónde se va.

Así, ante la realidad de un callejón —literatura intermedia— se avanza hacia un secreto o una curiosidad nacida de tanto mirar la profundidad difusa de su perspectiva. Son calles nacidas de otra mayor y que, aunque pequeñas, estuvieron antes que la principal. Es que un callejón es un lugar propio, fundante, anterior a las vías construidas por directrices urbanas modernas.

La literatura, lo que aporta, es que son vías secretas. Que allí puede suceder un asalto o una cuchillada, y, siempre, sugiriendo un caminar a la espera de algo indefinible. Y se llaman así, alargando la palabra calle, pues generalmente se recorren con temerosos pasos largos, inciertos entre la angostura y la obscuridad; avanzando entre casas humildes, zarzamoras, tapiales de barro y sus sorpresas.

En la ciudad, los callejones que van quedando (y en vías de pavimentar) son cortos. En lo rural son largos y generalmente no tienen salida. En ambos casos su existencia alude a sectores alejados, pobres y a veces rechazados. No se los quiere mirar, justamente porque están llenos de una literatura cuya realidad no es ficción placentera. “La Ratonera” se llama un callejón de Chillán.

Señales silvestres

La resonancia de sus nombres de inmediato azuza la imaginación sociológica. Se reconoce una historia y estigma tras la “señorial” y popular avenida Callejón de los Perros (en Maipú, Santiago) cuyos habitantes se avergüenzan cada vez que deben indicar su dirección para invitar a la fiesta de cumpleaños de sus hijos.

A los vecinos del Callejón Cabrera (Av. Eastman, en Olmué) los taxis no los quieren ir a buscar ni a dejar: “¡Es lejos y peligroso; además que se aparece una mujer vestida de novia!”, dicen.

No solo mitos. El Callejón de las Viudas es parte de la historia nacional pues se hizo conocido después de que catorce de los quince hombres que allí vivían fueron detenidos y “hechos desaparecer”. Las catorce viudas hicieron célebre ese callejón de Paine.

Hace unos treinta años, en La Cruz (Quinta Región) parecían infinitos pues nadie sabía cuántos eran, dónde empezaban o dónde terminaban.

Eran un puzle entre los huertos de paltos y chirimoyos. Se sabía que muchos llevaban al río Aconcagua. En ellos no vivía gente, solo perros bravos y sus nombres no tenían que ver con una onomástica oficial.

Eran señales silvestres. Un pre-urbanismo hecho con los apodos o defectos de los parceleros que allí vivían: el guatón Guerra, el hocicón Silva o el Callejón de La Loca. Alguno alude a un pájaro: el Callejón Los Queltehues. También se celebraba a un “andante”: el Calladito. Otros nombres nacieron de sus atributos físicos, de uso: La Sombra, La Legua, El Caracol (en Lo Miranda); el Callejón de los Meados, en Valparaíso.

En la localidad de La Tetera (Quillota) uno se llamó Los Suspiros. Sus vecinos recuerdan que cuando niños lo espiaban y lo temían. Es que los quebrantos amorosos de las parejas que acudían allí, muchas veces, se transformaban en gritos de auxilio. O sea, el callejón era una “suite” muy peligrosa.

Enigmática belleza

Muchas son las razones nominales y urbanas de los callejones. Por lo general, nacieron en forma perpendicular a las “calles largas”, a los senderos entre potreros que hubo en las zonas rurales. Llevaban a la casa de alguien que quedó en el interior o fuera de un loteo y por eso sus nombres se apropiaron del de aquella persona. O sea, el callejón es señal de lo humano, una senda que lleva hacia ello. Hoy se urbanizan con el uso, el ensanche, la ripiadura, la bicicleta y los perros finos con collar, que ladran.

Detenerse frente de un callejón de La Cruz, o de Pocuro, es algo que estremece. Aunque, intervenidos, tienen fuerza como para ser un tema pictórico o que exige reflexión para comprender su enigmática belleza y el detalle de sus orillas: la cerca, el tapial, sus pimientos o su penumbra. Y siempre quedará un misterio por dilucidar al final de su perspectiva, justo en el punto de fuga.

Aunque la palabra callejón se extingue, pues el urbanismo se la lleva, el enigma de su entrada y extensión seguirá estando allí, a la orilla del camino para invitar a descubrir algo “que no se sabe”.

Si alguna vez los callejones sirvieron para escapar, esconderse o llegar a una casa que había quedado “al otro lado” de la trama urbana, hoy es difícil entrar o salir por ellos: quedan pocos. Entonces, hay que buscarlos, para contarles a los nietos. Los hay en La Cruz, en el camino a Putaendo, en San José de Maipo y, si quiere perderse, en el cerro Polanco, de Valparaíso.

Algo encontrará desde el principio al fin de un callejón. Quizá sea el alma de una primigenia perspectiva, una que se fuga, pero que también se muestra, divertida.

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