“Incrementar los sueldos mínimos estimularía la productividad individual y una masa salarial con mayor poder adquisitivo”.

Rafael Aldunate Valdés

Para una agenda social viable se requiere, incuestionablemente, tanto reactivar la economía prontísimamente como garantizar su sustentabilidad de largo plazo. Desde un Gobierno más activamente keynesiano hasta dirimir con celeridad el mapa tributario, consciente de que ello debe pasar por una mayor carga tributaria progresiva, con acento en las personas y que incorpore fórmulas modernas, realistas y acotadas, como menos fugas de capital, por encima de un eventual impuesto a la riqueza, el cual, sumado a los impuestos directos, acumularía una tasa asfixiante del 65% a las personas.

Todo ello sin desguarnecer, complementariamente, estímulos a las empresas como la depreciación instantánea, una permisología más flexible (orientada a priorizar más a las afligidas mayorías que a cautelar arqueologías o hielos) y un tipo de cambio alto que, ante la incertidumbre imperante por un período no menor, fomentará las exportaciones y protegerá la industria nacional beneficiosamente. Son estas empresas las llamadas a generar los bienes y servicios; las fuentes de trabajo, las exportaciones y los tributos corporativos al Presupuesto.

Qué pacto social más interactivo y conducente que incrementar los sueldos mínimos. Ello estimularía la productividad individual y una mayor masa salarial con mayor poder adquisitivo, que redundaría en una mayor demanda para las propias empresas.

Es viable hacerlo, por cuanto la inflación, con certeza, no se desbordaría en su rango máximo del 4%. De cara a las pymes no se les exigiría un mínimo superior a 400 mil pesos, con el debido respaldo marginal del Estado. Y, en las empresas de mayor tamaño, la innegable conciencia social emergente y el compromiso real deberían encaminarse a sueldo mínimo líquido de $ 500 mil: un pacto social tácito, de beneficio recíproco.

En ninguna instancia en lo sugerido me he desentendido del significado de la movilización y sus riesgos inherentes. Auspiciosa la de Santiago, por su madurez cívica y su desideologización. La oposición todavía acusa un disentimiento con la imprescindible unidad nacional, y su mayor punto de convergencia, obsesivamente, es oponerse al Gobierno. La sociedad, haciendo uso de la comunicación en tiempo real, ha invadido la esfera pública, destrozándola progresivamente, pivoteada por parte de una juventud sin dios ni ley. Irresponsablemente han desarticulado el circuito de movilización y abastecimiento, causando enorme padecimiento a las generaciones mayores.

Sumado ello a la acumulación en el tiempo de limitaciones que afectan a la cotidianidad de las personas, los efectos de la desaceleración económica por más de una década (a excepción de la primera administración Piñera) ha sido un factor determinante del descontento de las crecientes aspiraciones de la población.

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Con una decisión sensata, razonable y prudente, Chile se despidió de la organización de la COP25. No así de los principios políticos y normativos que nos dejó su preámbulo, los que razonablemente debiesen inspirar el debate que se instala en el marco de un nuevo “momento constituyente”, cual es: ¿Qué debería contener una nueva Constitución en materia ambiental?

Esta discusión supone un acuerdo base, consistente en admitir la insuficiencia del marco constitucional y legal ambiental, como las limitaciones a la potestad reglamentaria de ejecución ambiental, que ha llevado a la Corte Suprema a atribuirse, en los hechos, funciones regulatorias y normativas de muy dudosa conveniencia y utilidad práctica. Por esto, nos parece pertinente animar el debate constitucional proponiendo ciertos mínimos para un proceso constituyente en materia ambiental.

En primer lugar, la fijación de una política ambiental sobre la base de un marco de principios rectores que puedan ser desarrollados por el legislador.

En segundo lugar, resolver qué principios deberían elevarse a rango constitucional. Surgen como naturales el acceso a la justicia y a la información ambiental, la economía circular, el principio preventivo y precautorio.

En tercer lugar, disposiciones de alta determinación y especificidad sobre el cuidado de bienes comunes, habida cuenta de una economía extractiva como la chilena que depende especialmente de sus recursos naturales.

En cuarto lugar, incorporar la responsabilidad objetiva por daños al patrimonio natural estratégico.

En quinto lugar, una revisión de los artículos 19 Nº 8 inciso 2 y 19 Nº 24 inciso 3, que permita evaluar la eficacia de tales normas para limitar ciertos derechos en función del medio ambiente.

En sexto lugar, establecer determinados usos del territorio, moderando el principio de subsidiariedad en materia de iniciativa de proyectos de inversión en zonas de alto valor ecológico.

En séptimo lugar, incorporar a los pueblos originarios en los procesos de toma de decisiones que les incumban.

La relevancia del debate constitucional sobre el medio ambiente no implica abandonar la apremiante agenda ambiental del país ni relegar la discusión sobre el cambio climático, y tampoco debe significar una sobrecarga de expectativas que no puedan cumplirse.

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“No sorprende que Baeza cuestione que las relaciones entre británicos y chilenos hayan obedecido a una u otra forma de ‘imperialismo'”.

Juan Luis Ossa Santa Cruz

Hace unas semanas tuve el privilegio de ser uno de los presentadores del libro de Andrés Baeza “Contacts, Collisions and Relationships”, en la embajada de Chile en Londres. Escoltado por nuestro embajador, David Gallagher, remarqué tanto la originalidad historiográfica de la obra como su elegancia al analizar las muchas maneras en que británicos y chilenos se relacionaron en el periodo 1806-1831. Durante esos años, miles de individuos de ambos países entraron en contacto, ya fuera como comerciantes con intereses en el Pacífico, marineros que lucharon en los inicios de la marina chilena, o educadores que introdujeron el sistema educacional lancasteriano en el país.

En sus páginas se encuentran pasajes fascinantes sobre personajes que cruzaron el Atlántico desde Gran Bretaña sabiendo poco o nada de la sociedad que los recibiría. En ciertos casos, los británicos se involucraban rápidamente con los habitantes locales, algunas veces por la vía de la diferenciación, muchas otras por lo que el autor llama “encuentros” políticos, sociales y culturales. El libro se inserta, de hecho, en la denominada “historia global”; esto es, el estudio de eventos que, como las guerras napoleónicas, tuvieron repercusiones en todo el mundo occidental. Lo interesante es que dichas repercusiones fueron bastante más complejas de lo que plantea la visión “difusionista”, según la cual los “centros” supuestamente ejercen de manera unilateral sus “influencias” en las “periferias”. Baeza comprueba que británicos y chilenos se influyeron mutuamente, formando o adaptando prácticas que, a pesar de las barreras idiomáticas, se hacían un espacio en la realidad local.

No es sorprendente, por ello, que Baeza cuestione que las relaciones entre británicos y chilenos hayan obedecido a una u otra forma de “imperialismo”. Si bien en ciertas ocasiones Londres intentó utilizar los puertos chilenos para conquistar otros territorios sudamericanos, ello fue más la excepción que la regla. Incluso la noción de “imperio informal” debe tomarse con cautela, ya que tiende a asumir que las excolonias españolas estaban destinadas a caer en las garras de una nueva potencia. Chile no era una simple marioneta de los gobiernos europeos ni de Estados Unidos, como la teoría de la dependencia planteó en las décadas de 1960 y 1970. Por el contrario, Baeza muestra que las relaciones eran más dinámicas y heterogéneas y que, por eso mismo, el concepto más adecuado para estudiarlas no es el de “dependencia”, sino el de “interconexión”.

Este texto constituye un aporte significativo para el estudio de eso que generalmente se conoce como “independencia de Chile”. Lo hace apoyado de un sólido trabajo de archivo, además de un sofisticado arsenal de herramientas analíticas. Un ejemplo para cualquiera interesado en la investigación histórica seria y de largo aliento.

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