Los chilotes tenían madera y con ella construyeron su mundo. No solo el doméstico, sino que con carpintería también realizaron sus mayores obras de arquitectura naval y eclesiástica. Aparte de sus notables templos, también la de sus imágenes religiosas y cementerios. Así, esa trilogía urbana que ordena los pueblos chilotes, la del templo, cementerio y muelle… desde la madera, la maestría y la familiaridad con el medio, se integró totalmente al paisaje de colinas, bosques y olores.

La visión de un cementerio chilote aparece como un destello, y su fulgor invita a visitarlos. Una vez adentro, un mundo de sensaciones provoca al visitante. Sobre todo, que no se perciben tristezas, ni descensos a una imaginería fúnebre o terrorífica; sobre todo, en el cementerio de Teupa —cercano a Chonchi—, en donde la vista se eleva y celebra una gran cantidad de pájaros de latón que parecieran revolotear sobre las tumbas. No solo pájaros. Por estos días, entre las tumbas, asilvestrados, florecen los narcisos amarillos, los digitales azules, el retamo blanco y, sobre los maderos podridos y sin pintura, se ven los frutos rojos de las quilinejas.

Una singularidad en medio de las tumbas es la existencia de unas sepulturas que se alzan y que también son casas. Más bien, casitas/tumbas, pues son a escala menor que una casa normal. En lo constructivo, tienen todos los elementos que hacen una vivienda. Es decir, poyos, soleras, pies derechos, cadenetas, vigas de techo, ventanas, puertas y, generalmente, sus muros y techo están entejuelados.

Entonces, el sentimiento de alegría vivaz que producen los cementerios chilotes, desde esta “casita del descanso”, se multiplica; pues de inmediato se reconoce la caridad tan elocuente que otorga esta pequeña mansión a los difuntos: el que las cenizas habiten en un hogar.

Además, es la casa que los dolientes visitarán. Allí, en lo propio y para compartir, el difunto esperará a su familia. No hay en esa forma entierro ni misterio, solo la maravilla de estar ahí, esperando, bajo techo.

Durante los siglos coloniales y al principio de los republicanos, la mayoría de las inhumaciones se hicieron al interior de los templos, bajo el envigado de piso. Así lo demuestran los templos de Achao, Quinchao, Chonchi…, en donde se han encontrado cadáveres. Lentamente, disposiciones sanitarias y litúrgicas obligaron al uso de los cementerios. Así, podría pensarse que la casita/tumba pudo ser una de las primeras formas de sepultura y, muy acorde al material que los chilotes tuvieron para construir, pero sobre todo al sentimiento de fervor perpetuo que ellos sienten por sus seres queridos. Así, sepultos, debe ser en una casa, donde la visita estará más cerca de la vida que de la profundidad de una fosa. Allí, se podrá visitarlos… y el sentido de comunidad viva no se rompe con la muerte.

Ofrenda al territorio

Adentro de la casita/tumba, hay un pequeño altar, una cruz y un par de bancos, para que se sienten los deudos. Todo, hace su mobiliario. Es un interior tan íntimo, quizá estrecho… y por ello puede entibiar (o atenuar) la dura condición climática de un camposanto chilote. Así, la casa que acoge, media entre el cuerpo y el territorio, creando un ambiente grato para el recuerdo y la oración. En realidad, más que oración, se trata de un sentido “estar” con el difunto. Es que los chilotes no elaboran sus creencias desde un punto de vista teológico, sino que todo se sostiene desde una fe vivida espontáneamente. Al fin, esa simpleza de vivir la fe, más la maestría constructiva de la casita, son el “marco teórico” de existencia. En otras palabras, este tipo de tumba es una expresión de mentalidad que ofrenda al territorio.

Sin embargo, se terminan estas casitas/tumbas. Con ellas, las coronas de flores de papel, de lata, las cruces de madera labrada, las fotografías recordatorias… Los tiempos, con sus cambios de tecnologías y de mentalidad transforman todo. Quedan menos, aunque las que recibieron reparaciones y manutención perduran, gracias al cuidado y a la duración de maderas de calidad: ciprés, alerce, coihue. En los pueblos más humildes se reproducen. Otras razones tienen que ver con el paso del tiempo; con el abandono de sepulturas, también por la migración y por el olvido humano natural, producido por la desintegración de la cultura chilota, que lentamente se homologa a la cultura nacional.

La niña Martina Osorio, que juega, entrando y saliendo de una tumba/casita, dice que más parece un dormitorio. “¿Son de juguete?”, pregunta, al final y, así, con su inocente inteligencia, desacraliza la “muerte fría y llorosa”. Queda claro que se trata de una segunda morada terrenal; aquella en la que un difunto y sus deudos, por medio del rito de visitarse, pueden seguir conviviendo.

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