Feria Modelo María Celeste de Avenida Grecia.

Domingo 27 de octubre, 09:30 horas.

El estacionador informal de chaqueta amarilla se rasca la nariz mientras le va indicando al chofer cómo estacionar su Jeep Compass blanco del año en los espacios para aparcar de la atiborrada feria Modelo María Celeste.

—Dele, dele. Ahora a la izquierda, un pelo más… ya. Listo, 'tamos.

Ahora el chofer, un hombre de lentes, calvo, de unos 55 años, de camisa celeste y blue jeans, desciende, con un carro de feria en la mano, cierra las puertas de su auto y le pregunta a “Jaimito”, así lo llama, “Jaimito”, cómo ha estado su semana.

El “estacionador” mueve la cabeza para un lado mientras se rasca la cabeza:

—Bien, casero, cachando cómo está la cosa. Soy de Puente Alto y allá está complicado. Nos tenemos que cuidar entre nosotros. De los vándalos, de los disturbios, de los carabineros, de todos. Nada es seguro. Nada. Pero acá estamos, poniéndole el hombro. Yo tengo además otra pega, trabajo en un supermercado grande, y cuando estuvo brígida la cosa tuvimos miedo que lo quemaran. Pero no pasó naipe. Na' de na'. Lo bueno es que en la casa no nos ha faltado pa'l manye. Por mis pegas siempre tengo abastecida de mercadería y verduras la casa. Y usted, casero, ¿cómo 'stá?

—Bien, o sea, preocupado por la estabilidad del país. No da igual quién gobierne “Jaimito”, acá hay mano negra, mano extranjera. Estoy seguro. Ya, nos vemos, que voy a comprar merluza mejor, antes que haya desabastecimiento.

Un joven negro, de origen haitiano, grita a viva voz “sacar lechuca, dos en mi, dos en mi”. A pesar de que su español no es tan fluido, logra atraer la atención de algunos compradores. El joven, de unos 25 años, se mueve rápido para atender a los clientes en este puesto de verduras donde es el único inmigrante: los demás verduleros son chilenos.

—De la que arrancaste Máiquel y acá estái de nuevo, llenos de cagazos. ¿O no?

El que habla es un verdulero anciano, sin dientes superiores, que reitera el nombre de Máiquel una y otra vez para referirse al joven haitiano.

—¿Es o no es igual a Máiquel Yacson?, ¿sí o no? ¯interpela el anciano con mofa al aire y a quien quiera oírlo.

—Ya poh. Me llamo Marvens, no Máiquel.

—Pero de nuevo estái en un cagazo poh, Maiquel ¯insiste el anciano.

—Sí, pero esto ni cagando es como Haití. Ni cagando. Nada es peor que Haití.

Sobre un paño puesto en el piso, un ciudadano barbón vende juguetes usados: un perro de “Toy Story” con los resortes malos, un oso de peluche sin un brazo, un pelón con la cara hundida, un R2D2 sin sus pies. Juguetes a los que les falta algo.

—Este está a mil pesitos nomás ¯dice indicando el perro Slinky. ¯Usted le puede arreglar el resorte fácil, fácil, ¿ve?... ya. ¿Se lo lleva?

Y un hombre de unos 40 años y polera de Star Wars, apretada a su cuerpo rollizo, se lo lleva.

—¿Cuánto sale ese R2D2?, pregunta la misma persona.

—Llévatelo por luca igual.

—Está heavy la cosa, ¿no?, comenta el nerd maduro buscando el dinero en su billetera.

—Es que se veía venir pues poh, compadre. Tanta desigualdad. Tanta injusticia. Esto no va a parar. No creo que pare. Van a cambiar el gabinete y la cosa va a seguir igual. ¿Van a subir 20 lucas las jubilaciones? Con eso nadie se salva.

—Así es ¯responde el comprador, y agrega:

—Oye, na' que ver, pero ese muñeco de Anakin y de Obi Wan Kenobi de la trilogía más mala de Star Wars, ¿a cuánto salen cada uno?

—¿Quinientos pesos? Nadie los quiere poh. Son como los políticos de Chile. Nadie los quiere.

MAC del Parque Forestal. El coloquio de los perros

Domingo 27 de octubre, 12:30 horas

Las paredes de la fachada del Museo Nacional de Bellas Artes están rayadas: “Evade”, “No + AFP”, y “Renuncia Piñera” son las consignas que más se repiten. Sentados en la entrada del Museo de Arte Contemporáneo, desde un poco antes de las 12:00 del día, agrupaciones de personas comienzan a congregarse en las escaleras del edificio. La razón: “El coloquio de los perros”. Un conversatorio encabezado por Recaredo Gálvez, de la Fundación SOL; el actor Alejandro Goic; el filósofo y académico de la Universidad de Chile Rodrigo Karmy; la psicoanalista Constanza Michelson, y el poeta premio nacional de Literatura Raúl Zurita, entre otros actores sociales. Sentados en la mesa, cada uno dispone de dos minutos para hablar del tópico en el que tenga más expertise y que se vincule con los movimientos sociales de la última semana.

Tras la mesa de especialistas cuelga un cartel que dice “Ahora los chilenos decidimos: Plebiscito vinculante por un Chile digno”.

En resumen, entre todo lo que hablaron los invitados, antes de pasarle el micrófono al público, dos conceptos se repetían constantemente, pero desde puntos de vista distintos: el miedo y el cuerpo.

“Los cuerpos ya no tienen miedo, tienen coraje”, dice Karmy. Después compara la Primavera Árabe con la tensión de nuestra democracia. “Ellos no pedían que cayera el régimen, sino que cayera un sistema que no les funcionó”, afirma.

Igualmente, la gente habló de tenerle miedo al cambio. Algunos tienen miedo a que el desequilibrio social siga. Otros tienen miedo a que las manifestaciones paren y que finalmente no se logre nada de lo que los chilenos piden. Una mujer levanta la mano afectada y dice que las heridas de la dictadura que nunca se cerraron parecieron volver a abrirse. Y después aparece el cuerpo. Pero no como un instrumento biológico. La revolución se mueve para mejorar la calidad de vida y con la calidad de vida aparece una necesidad orgánica: el deseo de vivir. La intención de vivir.

Dos mujeres se acercan silenciosamente a los oyentes y les ofrecen empanadas venezolanas. Una cuenta que vivió ¯dejando atrás su país¯ cinco meses en Ecuador, dos años en Perú y lleva ocho meses en Santiago. Cuenta además que trabaja durante la semana como cajera en un minimarket, que también cuida niños por las tardes y que los fines de semana sale a vender las masas rellenas con pollo y carne, a pesar de ser administradora de empresas.

“Yo estoy de acuerdo con todo. Esto no es el país al que yo pensaba llegar: para pagar el arriendo trabajo en tres partes y ahora no quiero salir. Tengo miedo”, dice mientras se frota la panza. Está esperando su primer hijo chileno.

Los perros callejeros atraviesan el frontis del museo y saltan una fila de al menos veinte bicicletas amarradas con cadenas. Los fotógrafos se cruzan torpemente tras la mesa de panelistas y desde la escultura del caballo gordo de Botero cuelgan niños. A cien metros, desde un parlante pequeño, pero poderoso, suena fuerte música folclórica y hay alrededor de cinco parejas de peruanos bailando la marinera. Un carro de la municipalidad pasa por la calle del costado y ahoga el sonido de los aplausos con un potente chorro que limpia de la vereda los restos de las barricadas.

Exterior del Estadio Nacional, velatón

Domingo, 18:00 horas

“En Chile se tortura” rezan los carteles con los rostros de siete personas muertas en los sucesos de los últimos días, supuestamente a manos de las Fuerzas Armadas. Están en las rejas de la entrada principal del Estadio Nacional, sobre una buena cantidad de velas muy mal ubicadas, pues el viento las apaga a cada rato. Al inicio de la citación solo hay unas 20 personas, jóvenes que han llegado en bicicleta y se agrupan en las escaleras de la gruesa base que sostiene la gigantesca bandera chilena que flamea en el lugar. Un poco más tarde, un grupo de jóvenes la miran hacia arriba con entusiasmo, planeando cómo arriarla y ojalá destruirla.

—¿Por qué la quieren romper?, pregunta una mujer de unos 50 años a una joven que la dobla en estatura.

La chica, de mirada dulce y voz suave, le responde: “Porque es un símbolo de que desde los inicios de nuestra historia nunca hemos sido independientes, y hoy son los hombres que llevan esa bandera en el uniforme los que nos están atacando”.

La mayor agradece. Dice que ahora entiende sus razones, que lo importante es la comunicación.

Algunos diligentes prenden cada tanto las velas que insisten en apagarse. Ya llegan más jóvenes en bicicleta. Traen papel y pinturas para hacer carteles. Una de ellas besa a su polola y le cuenta al resto de los amigues que las ollas comunes en San Ramón les están resultando bien.

—Es bacán, es lo que todes necesitamos ahora, estar más unides que nunca para afrontar lo que viene. Lo hemos pasado la raja además en los cabildos. En volá voy a hacer uno en mi casa pa' que vaya toda la gente que no ha podido ir a ninguno.

Ha pasado una hora desde la citación y ya hay unas doscientas personas. Son alumnos de colegios experimentales, académicos de ciencias sociales y uno que otro de sus padres y profesores. “No, si hay gente”, le dice uno de los más viejos a un interlocutor por el celular. “Vente nomás, que en un rato vamos a Plaza Italia”.

Por fin, algo parece suceder. Alguien va a hablar.

—¿Quién es él? Pregunto a un adulto cualquiera.

—No sé, es cualquier persona, como tú o como yo.

“Considerando que no somos tantos ni tantas, podríamos aprovechar este momento para compartir un rato y posteriormente movernos a la convocatoria en La Moneda a las 8:00, para una velatón general. Creo que eso es lo más sensato, porque no somos suficientes para cortar la calle ni para hacer frente a los tres guanacos y dos zorrillos que están en Baquedano. Esto es, fundamentalmente, para tener un espacio de reflexión. No sé si alguien que haya vivido las atrocidades de la dictadura quiera hablar”. Al joven se le quiebra la voz: “Me invade la angustia, la pena, me cuesta encontrar las palabras”. “Lo leí en los libros, pero pensé que nunca iba a tener que vivirlo. En Chile se tortura, en Chile se mata, en Chile se viola. Son los mismos”.

La gente lo aplaude y se sienta en círculo, rodeando la estatua del pilucho, al que acaban de poner un cartel en el pecho: “Eliminaron la historia, se volvió presente”.

Vienen varias catarsis más. Una señora que vivió la dictadura habla, grita, cuenta cómo fue crecer en los 70 y también termina llorando. Todos aplauden. Un hombre joven, con una bandana y al que ya no le queda voz, seguramente tras toda una semana marchando, se las arregla para gritar que la lucha recién comienza. Más aplausos.

Por avenida Grecia circula un furgón de Carabineros, y para en el semáforo. Un manifestante que pasaba por aquí, les grita insultos de alto calibre y recoge una solitaria piedra que no llega a alcanzar al vehículo policial.

Atardece y las velas en el Estadio Nacional se están consumiendo. Nadie más las prenderá por esta noche, porque los manifestantes terminarán el día marchando pacíficamente hasta Plaza Italia. Mañana comienza otra semana palpitante y vertiginosa.

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