Los «tipos conductuales históricos» del Ejército son instrumentales, acomodaticios y fácticos, y no constituyen, aunque sean determinantes, derecho público. Se recuerdan, pero no se institucionalizan. Dejan detrás de sí hechos y herencias difíciles de erradicar, pero no leyes relativas a cómo y por qué se hizo lo que se hizo, y cómo deshacer lo que hicieron, excepto los decretos con fuerza de ley que son de indisimulada naturaleza dictatorial. Y el punto a considerar es que esos recuerdos y esos decretos han incidido, tanto o más que el derecho público formal, en el destino de una sociedad. Y en Chile, sí, categóricamente sí han incidido. ¡Y cómo!

De los tipos conductuales históricos del ejército chileno en Chile cabe citar, al menos, cinco casos específicos: a) el «tipo estratégico»: grupo que diseña el plan general de la acción militar y política del ejército, en momentos críticos, respecto a la defensa y seguridad nacionales; b) el tipo «junta militar de gobierno»: grupo que controla el Estado en períodos de transición, a la espera de un régimen definitivo; c) el tipo «juntas militares», o asambleas deliberantes de oficiales de mediana graduación, que actúan como poder soberano de carácter democrático en momentos de acción revolucionaria; d) el tipo «comisión constituyente»: grupo que controla y sustituye el proceso constituyente de la nación, en un momento crucial, para dictar una conveniente (e ilegítima) constitución política del Estado; e) el tipo «caudillismo múltiple o personalizado»: individuo o grupos que intentan liderar por vía personal la fuerza armada en momentos complejos.

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El «tipo estratégico» está configurado por ese grupo o núcleo militar donde se estudia a fondo la situación del país y el ámbito internacional, para diseñar las líneas de acción militar que resulten convenientes para la sociedad de que se trate. Normalmente, a ese efecto, se nuclean oficiales del Alto Mando, de la academia de guerra y autoridades civiles de rango superior. Aquí, es tácita la norma de que esta instancia es y debería ser un grupo exclusivamente nacional. Sin embargo, durante la Guerra Fría, ese núcleo llegó a ser, para Chile, un grupo no solo ampliado, sino también internacional, subordinado incluso al Alto Mando de una potencia extranjera. Allí se fraguó el golpe militar de 1973...

El «tipo junta militar de gobierno» es una formación generalmente transitoria, de tipo más bien administrativo, que da paso a una fórmula de gobierno estable y «constitucional». Tal fue la Junta de Gobierno (rebelde) que se instaló para derrocar al presidente Balmaceda, la misma que, después de haberlo hecho, presidió la instalación del régimen parlamentarista.

Cabe citar también la que se organizó tras el golpe militar de septiembre de 1924, que fue a su vez derrocada por haber traicionado los principios y mandatos del Manifiesto publicado por la Junta Militar de ese año y, por último, la Junta de Gobierno que se instaló tras el golpe militar de 1973, que se dispuso a gobernar tanto tiempo «como fuese necesario».

El tipo histórico «junta militar», en cambio, es una asamblea de oficiales de funcionamiento democrático y deliberante, que promueve una determinada línea de acción militar por estimarla necesaria y coincidente con el movimiento ciudadano. En Chile se conoce la Junta Militar que funcionó en Quillota, 1837, que deliberó y decidió poner término a la tiranía en Chile de Diego Portales (lo fusiló), y también la Junta Militar de septiembre-diciembre de 1924, que se propuso extirpar la gangrena política parlamentarista y dar paso a la voluntad popular a través de una libre asamblea constituyente.

La «formación constituyente» es un núcleo de oficiales superiores que se propone organizar y controlar por ellos mismos un proceso constituyente, organizando un grupo de confianza ad hoc, y participando activamente en la redacción del texto constitucional que debe regir al país. Sin convocar, por tanto, a una libre asamblea nacional constituyente.

El único caso registrado en Chile es el núcleo reclutado y controlado por el capitán general Augusto Pinochet, que dictó la constitución de 1980.

El «tipo caudillismo múltiple o personalizado» está constituido por líneas de acción rupturistas o vanguardistas trazadas por ciertos oficiales del ejército, que toman iniciativas de facto, independientes de los altos mandos, de las juntas militares y de la misma ciudadanía. Fue el caso del general Carlos Ibáñez de Campo, que marcó un modelo de acción individual, profusamente imitado después por diversos oficiales de alto rango, generalmente con mediocres resultados. Es preciso sumar a este caso el caudillaje personalista de las Fuerzas Armadas (pero sobre todo Chile) intentado por el capitán general Augusto Pinochet, tendencia que terminó en un fiasco histórico peor que el que afectó en 1931 al general Ibáñez del Campo, pues, en este caso, el eclipse y la condena se extendió a las Fuerzas Armadas como conjunto. Y a nivel mundial.

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Es notable (o lamentable) que el tipo histórico «junta militar» no haya tenido muchas representaciones en Chile, salvo las anotadas más arriba. Y nunca después de 1924. Se trata de una casuística, sin embargo, de importancia trascendental, pues, en primer lugar, conlleva un tipo conductual que, en la legalidad chilena, desde la Constitución (pelucona) de 1823 en adelante, ha estado categóricamente prohibido: la de «deliberar como ciudadanos». Ha sido un recurso histórico poco utilizado, pero que, en los dos casos en que se implementó (1837 y 1924), mostró un intento serio de los militares involucrados por sintonizar su conducta con la de la mayoría ciudadana en un momento histórico crítico para la nación. Dando curso, por vía democrática y no golpista, a la apologética «función trascendente» del Ejército.

En segundo lugar, es un recurso histórico importante en sí mismo, pues la existencia de una asamblea soberana, que lidere las decisiones políticas en un momento de crisis y emergencia, es una garantía de deliberación colectiva… y, además, de control sobre los representantes designados para ejecutar las operaciones que se resuelvan.

La asamblea de base garantiza la unidad social del movimiento que se trate, y también la unidad en la línea de acción, evitando, de ese modo, riesgos importantes: el desbande o la dispersión ideológica de la base social; la duda, la incerteza y el zigzagueo en la línea estratégica del movimiento; la aparición de oligarquías internas que se distancien de la base y anulen la soberanía democrática; la subdivisión caudillista de la cúpula, por la presión de las personalidades fuertes, los ambiciosos y los individualistas.

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El tipo histórico «junta militar» no es utilizado, sin duda, en situaciones de guerra externa —salvo excepciones—, pero, en cambio, en situaciones de conflicto interno, donde el ribete político es prominente y la comunidad ciudadana omnipresente, este «tipo histórico» puede ser altamente aconsejable.

No es porque sí que se recurrió espontáneamente a él después del famoso «ruido de sables» del 4 y 5 de septiembre de 1924. Téngase presente que esa Junta Militar publicó un manifiesto que interpretó a la mayoría de la población, pues supo recoger una inquietud ciudadana que había atravesado todo el siglo XIX, lo que hizo de modo fiel hasta 1925 aproximadamente.

Recuérdese también que esa Junta permitió que se formara la Junta Militar de Gobierno que presidió el general Luis Altamirano, a la que intentó controlar y guiar desde abajo, pero que, al retomar aquella la política parlamentarista y los contactos con la oligarquía —sin consulta a la base— la asamblea de oficiales decidió derrocarla, llegando a juzgar incluso como traidor al general Luis Altamirano. Por eso, desde septiembre a diciembre de 1924, la Junta Militar, en tanto asamblea soberana, dirigió y controló, desde la base deliberante, el proceso revolucionario. Como ancla de equilibrio y brújula de profundidad. Tanto así que, el 23 de enero, cuando ya había sido disuelta, pudo todavía deponer militarmente, tal como lo había planificado antes de su muerte, la Junta de Gobierno que estaba traicionando los principios del Manifiesto.

Recordemos, en este punto, el juicio histórico del coronel Arturo Ahumada Bascuñán: «La disolución de la Junta Militar fue, a mi juicio, la medida más desgraciada que pudieron acordar los revolucionarios de septiembre».

No fue casualidad que, desde el 24 de enero, no estando ya la junta militar en el escenario político, el movimiento revolucionario perdiera abruptamente su unidad, su línea de acción, el contacto con la ciudadanía popular y, por tanto, todo el poder político que tuvo en su apogeo. Y fue precisamente en esta resaca política, donde unos seguían, otros venían y aquellos naufragaban, donde apareció la decisión y la audacia individuales de un oficial particular: el mayor Carlos Ibáñez del Campo.

Era un tiempo histórico tormentoso, donde podían flotar tan solo «los audaces». Jefes de todo tipo y rango, bien intencionados, pero divergentes; unidos por la misma inercia histórica, pero dispersos. En lucha de unos contra otros. Juntos todavía, pero sin comando único. No hay duda de que el mayor, coronel y general Ibáñez logró «sostener» sobre sí mismo la revolución tronchada, sobre su autoasignada condición de caudillo y/o dictador. Pero esta condición desintegró la revolución. Creyó triunfar con ella en 1927, pero en 1931, perdió con ella... Y debió escaparse al otro lado de la cordillera.

No obstante, el mayor, coronel, general y presidente Carlos Ibáñez, con paso seguro, logró cruzar con éxito el desfiladero parlamentarista entre 1925 y 1927, hasta convertirse en un general que, reimponiendo la disciplina militar por un lado y el orden policial callejero por otro, terminó convertido en dictador personal, dueño, a la vez, del Estado y del Ejército. Y de una diligente policía secreta. Faena notable, sin duda, como carrera caudillista. Y estando ya en la cima del poder, golpeó sin piedad a los viejos tercios de la política, pero también a los viejos tercios del movimiento popular.

De hecho, estableció un modelo de acción caudillista que, según él —afirmó después—, era un sustituto no solo válido, sino superior al militarmente «indisciplinado» e irremediablemente occiso modelo de «junta militar». Un modelo “heroico” a fin de cuentas (el caudillista-populista) que, pese a su indecoroso desbande tras la ofensiva de los estudiantes y médicos en 1931, quedó, sin embargo, vigente. Sobre todo para los políticos de carrera, que desistieron de reformar la Constitución de 1915 (ilegítima) porque creyeron más democrático jugar las cartas de las reformas y aun de la revolución filtrándose a través de los “intersticios legales” de ese texto fundamental. Aun al precio de asfixiarse en el intento.

Por eso, bajo su alero dictatorial, el general Ibáñez amparó y pastoreó a varios discípulos, así como debió combatir y exiliar a varios de sus camaradas de la Junta Militar. No es innecesario destacar el hecho de que, mientras existió esa Junta, numerosos oficiales con evidente potencial caudillista, como el mayor Marmaduke Grove, el coronel Arturo Ahumada, el coronel Bartolomé Blanche, el mismo mayor Carlos Ibáñez, el capitán Carlos Millán, el capitán Óscar Fenner y los tenientes Alejandro Lazo y Mario Bravo, entre otros, actuaron ateniéndose siempre a los acuerdos y mandatos de la asamblea de oficiales (la Junta Militar).

Fue el período de mayor pureza y disciplina revolucionarias. De todos ellos, solo el mayor Ibáñez tuvo la oportunidad y la entereza de convertirse en un caudillo-dictador discutido y discutible, pero dictador al fin, en toda regla.

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La caída del general Ibáñez dejó, sin embargo una secuela doble: un modelo de gobierno liberal-populista para políticos renovados, y, a la vez, un modelo de acción caudillista para militares con añoranza de Manifiesto. Los políticos debieron esperar el retorno de Arturo Alessandri Palma y la plena vigencia de la Constitución de 1925 (ilegítima) para iniciar la implementación del nuevo modelo.

Los militares, en cambio, más propensos a la acción y dueños constitucionales de las armas, pusieron en práctica casi de inmediato el modelo de acción heredado del «caudillo». Y la herencia caudillista era para individuos y personalidades, no para organizaciones, juntas militares o partidos políticos.

Muchos jefes militares se sintieron ungidos, de pronto, por ese carisma. Y cada uno lo sintió como lo sintió y lo asumió como lo asumió. Así, desde 1931, se formó en el Ejército, en la Aviación y aun en la Marina una suerte de infección caudillista, que se descargó pendiente abajo según la memoria vigente en cada rama militar.

Así, la Escuadra se vio sacudida por una protesta de oficiales que se transformó en un movimiento revolucionario de todas las tripulaciones. La Aviación, lo mismo, lo que la transformó en el foco de un motín militar y de un nuevo golpe de Estado. Y el Ejército, que había sido el gran foco revolucionario en 1924, se encontró esta vez en calidad de comparsa del proceso de acaudillamiento de la Aviación y la Marina.

Y es importante destacar el hecho de que solo la marinería de la escuadra funcionó con una «asamblea de base» como fuente de soberanía y conducción, mientras que en todos los demás cuerpos fue un motín de oficiales que se alzaron siguiendo el estilo caudillista del «jefe audaz».

Entre 1931 y 1932, por tanto, todos los «abscesos caudillistas» estallaron en las Fuerzas Armadas casi simultáneamente. Los civiles con programas de caudillo en su ambición no tuvieron más remedio que colgarse de la infección general, que era en sí misma militar, y en añadidura, «ibañista». Y ahí dentro, tratar de «escalar».

Fue el caso, por ejemplo, de Carlos Dávila. Pero todo eso sedimentó un aluvión político que, al volcarse sobre el valle, resultó imparable, incesante, abrumador. Era como si el ejército de la patria hubiera explotado desde su misma entraña, disparando partículas en todas direcciones, henchidas de audacia política y cada una con la máscara de Ibáñez. Para terminar acribillando el Estado y, de rebote, también a los políticos y a la población. Por eso, 1932 marcó, tal vez, la crisis anárquica más caótica de la historia de Chile. Y también, la mayor crisis del Ejército. A tal punto que los obligó a meditar, pues ¿cómo se evita el caudillismo dictatorial y/o el caudillismo militar convertido en la gangrena de «los audaces»?

Podría decirse, por ejemplo, que, si un ejército nacional no adopta, para una situación de crisis política grave, el modelo deliberativo de la «junta militar», entonces ese ejército no deja otro camino abierto, frente a los embates indisciplinados de la historia, que el de los aluviones caudillistas.

En Chile, después de 1931, irrumpió una seguidilla de exabruptos militares de esta índole, varios de ellos inspirados en el llamado «ibañismo». Todos ellos terminaron siendo casos aislados, gremialistas y reivindicativos más bien que casos de presión castrense para cambiar las políticas estratégicas del Estado. Los hechos muestran que esa serie de exabruptos caudillistas se extendió desde 1938 (el «ariostazo»), hasta 1973 (el «tancazo»). El fenómeno, pues, no desapareció. Hasta podría decirse que se hizo endémico. Como si los genes caudillistas del general Ibáñez hubieran sido más fuertes y prolíficos que los genes democrático-revolucionarios de la Junta Militar de 1924, que lo habían inspirado a él mismo. Porque es posible seguir esa filiación genética hasta después de 1973, pues, ¿no fue también caudillista el intento (tardío) del capital general Augusto Pinochet por personalizar en torno a sí mismo y para sí mismo el sistema de comando establecido en los laboratorios del Inter-American Defense College, el mismo que logró, entre 1973 y 1976, realizar exitosamente el conjunto de tareas propuestas en ese plan original? ¿Estaba presupuestado, en ese plan matemático, que la culminación del proceso revolucionario debía consistir en erigir a un nuevo héroe de la patria?

Fríamente considerado, el intento caudillista de Augusto Pinochet se situó como una suerte de excrecencia histórica imprevista que apareció sobre un plan de laboratorio ya ejecutado casi en su totalidad. Excrecencia que hizo evidente su rol disfuncional y la necesidad de proceder a su extirpación.

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