Es fácil reconocer a Pepe Auth en la foto que lo muestra en la juventud, en París, en una cancha junto a la Torre Eiffel, vestido con la camiseta del equipo Salvador Allende, listo para jugar el clásico de la liga contra el club Chile. La postal ochentera enorgullece al diputado cuando la luce en una oficina en el ex Congreso Nacional, justo en momentos políticos complejos para el parlamentario, criticado desde la oposición por rechazar la acusación contra la ministra Marcela Cubillos.

El detalle que completa la historia de la fotografía es que, cuando el partido estaba empatado y ya caía nieve sobre la cancha, Auth empezó a pasarse a uno, dos, tres rivales, hasta que llegó el gol de la victoria. “Me levantaron en andas porque la rivalidad era tremenda”, recuerda.

—¿Fue fortuna o era bueno?

—No es que fuera tan bueno, pero era muy goleador. Era un 9. Tengo la virtud de pegarle con las dos piernas, hago goles de hombro, muslo, taco, de cabeza. Había un amigo que decía que yo desafiaba la ley de gravedad porque me iba cayendo y hacía un gol. Mi especialidad era la volea. Cada día me resulta menos, pero de repente veo venir una pelota de lejos y le pego. Soy de los mejores goleadores que conozco.

Dominador de pelota

—¿Hacía la cimarra en el colegio?

—Faltaba a clases por jugar a la pelota en la mañana. Iba al Blest Gana, a una hora distinta que mis amigos, que iban en la tarde. Y al salir, me quedaba jugando contra la pared, horas y horas y horas. Después, yo ganaba todos los concursos en el internado Barros Arana, dominando la pelota. Una vez hice más de 200 toques sin que se me cayera. Mi hermano mayor, Patricio, quien se murió, se creía mi mánager. Creía que yo tenía futuro.

—¿Por qué no intentó como futbolista profesional?

—Es que después a mi papá lo contrataron para ir a Cerro Sombrero, en Magallanes. Ahí yo mataba. Porque venía de Santiago, y era bueno para los combos, y me las sabía todas. Llegué de 9 años y no tenía restricción alguna, porque a ningún papá se le ocurría pensar que te van a asaltar o te vas a perder. Era un pueblo muy pequeño y rodeado por la pampa. Una vez construimos una balsa y llegamos hasta Cullen, que queda como a 100 kilómetros por el río. Salíamos a recolectar huevos de caiquén, el ganso salvaje; cazábamos loicas, pillábamos corderos. Éramos una pandilla sin límites.

—Dice que era bueno para los combos. ¿No estará presumiendo?

—Era bueno hasta que llegué al internado. Mis compañeros, igual que yo, estaban acostumbrados a ser el mejor del curso, el mejor para la pelota, y cuando llegas son todos iguales, lo que es un choque. Y me acuerdo que le roban un blue jeans a un cabro de Aysén. Era mi amigo y yo culpé a otro alumno. Fue el primer año, en octavo.

—¿Y qué pasó? ¿Hubo nocaut?

—Nos pusimos a pelear. Rápidamente se armó un círculo y los dos al medio. Te prometo que no le pude pegar ningún combo. El huevón boxeaba como profesional. Era hijo de una mujer que regentaba un prostíbulo, y ella estaba casada con un exboxeador, el que le había enseñado a este cabro. Y este compadre entraba, me pegaba y salía. Yo peleaba como se peleaba en el barrio, con todo, ciego. Y este huevón me sacó la cresta. Y ahí me convertí en intelectual.

—¿Cómo fue ese cambio?

—Decidí no pelear nunca más. Siempre les digo a mis hijos que perder una pelea a combos en el colegio fue decisivo en mi vida. Probablemente no me habría orientado hacia el estudio si no hubiera tenido un castigo físico así. Tengo mucha vocación de liderazgo y me di cuenta de que no podía ejercer liderazgo físico y pasé a buscar el liderazgo intelectual.

—Supe que jugando el fútbol coincidió con Arturo Jáuregui, que jugó por Colo Colo

—En el curso de abajo. Ellos entraron después y tenían un equipazo. La rivalidad era tremenda. Arturo era más gozador. Yo siempre he tenido el gol, la competencia, eso de ganar. Y él era bueno para la pelota, para el toquecito. Después él estuvo en Colo Colo, Magallanes y la Selección, pero su problema era ese, el enganche de más, el túnel. Le faltaba esa cuestión práctica, el puntete si hay que hacer el gol.

Tardes de cine

—¿Era muy dura la vida del internado?

—En el internado jugábamos a la pelota todo el día, y eso era para mí un placer. Era duro, sí. Pero yo siempre fui muy autónomo. Y por una razón bien práctica. Porque mi mamá se casó muy joven, a los 17 años. Tuvo 4 hijos, enviudó y se casó con mi papá, esperándome a mí. Entonces, mi papá era un estudiante de medicina de último año, y, cuando egresa, tiene 5 hijos.

—Pero ser hijo de médico tiene sus privilegios, ¿no?

—En esa época, ser médico no era lo que es hoy. Mi papá trabajaba en la posta pública. Y pronto nació mi hermana. Mi mamá se preocupaba de sus 4 hijos, mi papá de su hijita y yo tenía toda la libertad. Vivía en un limbo. Me perdía, llegaba tarde. Vagaba, tenía amigos. Tengo el recuerdo de mucha autonomía desde muy temprano. Antes de los 7 años, mi papá se preocupaba de mí, pero nace mi hermana y él se concentró en ella.

—¿Recomienda o no un internado?

—Cuando lo pienso ahora, miro a mi hijo chico cuando tenía 12 y digo, jamás, pero jamás lo habría mandado lejos de mí, a un internado a mil kilómetros de distancia. Yo estaba con mi abuela, cuando mis papás todavía estaban en Tierra del Fuego. Vivíamos en Antonio Varas con Simón Bolívar y tomaba la micro Catedral, una trayectoria larguísima a la Quinta Normal. Y salíamos el viernes en la tarde. Si estabas castigado, cosa usual en mi caso, te liberaban el sábado. Volvías al colegio el domingo en la tarde, a las 7.45,después de ver El Zorro. Veía Tarzán primero y llegábamos a comentar, porque en esa época veíamos los mismos programas. El internado era todo.

—¿Cómo llega a estudiar sociología, si parte con veterinaria?

—Tengo una trayectoria universitaria bien quebrada. Mi hermano quería que yo fuera médico veterinario. Y yo, lo único que sabía, era que no quería ser médico, como mi papá. Tenía esa idea de padre ausente, de los turnos de noche. Pero yo era más humanista. Gozaba con el profesor de filosofía, con el de historia. Y me dije, voy a estudiar veterinaria, pero después voy a estudiar sicología o sociología. Quería cumplir los dos deseos. Entré a Medicina Veterinaria el 74.

—¿Recuerda el día del golpe?

—Me pilló el 11 de septiembre, en cuarto medio, y fue fatal, porque era el presidente de las Juventudes Socialistas en el colegio. Era el interlocutor con el rector. Además, me había enamorado de una mujer mayor.

—¿Cuán grande era la diferencia de edad?

—Yo tenía 16 y ella 35. Era la mamá de un compañero socialista. Me hice amigo, fui una vez a su casa, al final pasó, y empezó el romance. Fue una relación que me marcó mucho en la vida. De hecho, mi hija se llama como ella, Yani. Yo salía y entraba a mi gusto, y vino el golpe y todo cambió. Al rector le mataron un hijo. Llegó otro rector que me tenía mala, traté de cambiarme de colegio, no pude. Me tuve que cortar el pelo, me tuve que comprar uniforme. Me tuve que humillar para los meses que siguieron.

—¿Era porro en la universidad?

—Me fue bien. Entré a veterinaria, y al cumplir el primer año, di la prueba de nuevo y entré en sicología, en la Chile. Ese fue el año más exigente de mi vida, porque las dos carreras eran simultáneas. Y toda esta cuestión era posible porque yo tenía una polola en veterinaria. Entonces, llegaba al Pedagógico temprano en la mañana y después, al almuerzo, partía al paradero 36 de Santa Rosa, sin almorzar.

—¿Y el pololeo no lo distraía?

—Mientras estuvo mi polola, tenía las materias, los cuadernos, las fechas de las pruebas, pero cuando terminé y me puse a pololear con alguien de sicología, cagué. Porque llegaba y había prueba. Y no tenía idea, no tenía el cuaderno. Igual pasé el año sin echarme un ramo. Y tuve que decidir. Y como tenía mi polola en sicología, ella pasando a tercero, dijimos: “Termina tú, yo sigo en Veterinaria, yo te mantengo, después tú me mantienes a mí, y ahí terminó sicología”. Ese era el diseño. Seguimos pololeando, nos casamos, yo egreso de veterinaria, y al día siguiente nos separamos. Por lo tanto, la moraleja es no planifiques a tan largo plazo

—Usted tiene algo de histriónico, ¿de dónde viene?

—Me gustaba el teatro. Escribí, dirigí y actué en una obra. A esas alturas vivía solo. Había terminado el primer año de universidad y me voy a veranear al sur donde mi hermano, que había salido de la cárcel, y cuando vuelvo hay un candado en la puerta de mi casa. Mi mamá ya se había ido a Quilpué, mis papás se habían separado y no había dónde vivir. Y empecé a vivir en piezas que arrendaba.

—¿Su padre doctor no lo ayudaba?

—Me pasaba algo de plata y yo empecé a hacer clases, de preparación en ciencias naturales en el colegio La Salle, con aviso en el diario. Vivía en Independencia, un largo tiempo en Santa Rosa. Una vez, mi papá había vuelto a la casa grande que teníamos en La Reina, y le dije: “Oye podemos vivir acá, como cuando estaba toda la familia”. A regañadientes me aceptó y viví con él.

—¿No se llevaban bien?

—En menos de un año, me dice que quiere que me vaya. Sin entender yo por qué. Pensé que era por maniático, por querer su soledad. Después caché que quería pololear, y no sé por qué se escondía de mí. Nunca perdoné ese desprecio porque me mandó de nuevo a buscar piezas.

Sin dinero en París

—Alguna vez contó que en Francia llega a ser modelo de ropa interior.

—(Riendo) Era la necesidad, algo muy ocasional, porque fue un compañero de la residencia universitaria, en las afueras de París, el que me lo propuso. Él era salvadoreño y tenía que presentar un examen, que era una campaña publicitaria en su país. Me convenció, aunque al principio no me dijo que tenía que desnudarme. “Pero hay un pago”, insistió. La plata era una cantidad igual a la que recibía al mes de beca. O sea, era doblar mi beca por unas horas Al rato estaba en pelota, porque la campaña era en calzoncillos, pero el trabajo para la universidad era un desnudo. Y él no me había contado. Yo, como estudiante, me las rebuscaba.

—¿De qué manera se financiaba?

—Lo que más hacía era cuidar niños, en casa, y en el sistema escolar. Porque ellos tienen un sistema en que el miércoles no tienen clases. Si quieren los papás los llevan a las escuelas. Y hay unos monitores que preparaban juegos para esos niños y yo era uno de esos. Y te diría que les debo a esos niños buena parte de mi dominio del francés, porque no hay nada mejor que los niños para transmitirte un idioma.

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