Por Carlos Tromben

A las siete de la mañana (del 7 de octubre de 1879) se estableció un breve diálogo de señales entre el Huáscar y la Unión. Al poco rato las dos naves peruanas sincronizaron sus velocidades. El Huáscar necesitaba más carbón y a la corbeta, con una máquina más rápida y eficiente, le sobraba. Los barcos se colocaron a corta distancia, de manera de traspasarse el combustible.

La maniobra duró más de una hora y (Miguel) Grau aprovechó de reunirse con el capitán de la Unión, Aurelio García y García.

—¿Qué lo trae por esta humilde corbeta, Almirante? —preguntó García y García en posición firme.

Grau lo observó con severidad, sin responder. En privado volvieron al tuteo. Tenían una vida en común, cercanía política, diferencias personales y de estilo. Mientras los barcos se traspasaban carbón ellos hablaron de política y estrategia. Ninguno de los dos consideraba al Presidente y director supremo de la guerra, Mariano Ignacio Prado, un jefe político-militar idóneo. La campaña había sido una suma de mezquindades y desaciertos, Grau se declaró harto de tener que repetir tres veces sus solicitudes para que le suministraran material básico, para que a la tripulación le cancelaran los sueldos atrasados. Si no fuera por el azar y la diosa Fortuna, sumada a la ineptitud de los anteriores comandantes navales chilenos, las cosas ahora estarían mucho peor.

—Pero bueno, no estamos aquí para quejarnos como señoras, ¿verdad? Hay una guerra que ganar y, aunque no lo creas, tenemos una oportunidad interesante este día o mañana.

—A ver...

Grau le informó sobre el telegrama que había descifrado.

Los ojos de García y García brillaron de codicia.

Algunas millas más al norte un convoy viajaba hacia Patillos. Los blindados chilenos ya estaban allí. Debían apresurarse para dar el mordisco.

—Lo vamos a hacer, pues.

***

Grau regresó al Huáscar con el ánimo en alza, ordenó al capitán Melitón Carvajal poner proa al norte y a MacMahon, aumentar presión en la máquina para sacarle el máximo andar.

Pero ocurrió un evento que lo dejó muy perturbado. De apariencia trivial y sin relación alguna con las decisiones que había adoptado, Grau lo interpretó como una señal de mal augurio, de aquellas que solo los marinos saben distinguir.

La fauna del litoral estaba compuesta prácticamente de tan solo dos especies: lobos marinos y pájaros. Tribus de indolentes lobos dormitaban en los roqueríos, zambulléndose de vez en cuando en el mar, trenzándose los machos en ruidosos desafíos de virilidad. La población de gaviotas, gaviotines, pelícanos y cormoranes, en cambio, era abundante y ruidosa. Se reunían en las bahías y farellones, sobrevolando y reconociendo cardúmenes de peces. Se arrojaban en vertiginosos picados contra el mar, luego permanecían durante horas dejándose llevar por el oleaje tranquilo de las playas.

Por la tarde una enorme bandada pasó frente al Huáscar y el soldado Isidro Orué apuntó su fusil Remington contra un espécimen particularmente imponente. Con su buena puntería lo abatió en el acto, cayendo el animal en cubierta con el pecho destrozado. Sus compañeros lo aplaudieron. Grau, en cambio, observó con horror el espectáculo del magnífico pájaro tiñendo la cubierta del Huáscar con su sangre. Sintió deseos de reconvenir con severidad a aquel soldado del regimiento Ayacucho, pero se contuvo. ¿Qué podía saber ese hombre de tierra de las supersticiones del mar?

Le ordenó al teniente José Melitón Rodríguez, que se encontraba en su cuarto de guardia, que mantuviera el rumbo hacia Antofagasta. Luego se retiró a su camarote algo fatigado, sin poder sacarse de la cabeza la imagen del pájaro moribundo.

Mejillones,

7 de octubre

Los blindados chilenos se reunieron frente a la bahía de Mejillones, donde Riveros recibió las últimas instrucciones e informaciones del gobierno. El Huáscar avanzaba desde el sur y era cuestión de horas para el encuentro. Para evitar todo margen de error del Blanco Encalada, La Covadonga y el Matías Cousiño avanzarían durante la madrugada de norte a sur, pegados a la costa frente al inmenso farellón de la península de Mejillones. El Cochrane, La O'Higgins y el Loa permanecerían mar afuera, a unas 50 millas frente a la punta Angamos, al extremo norte de la península, distancia que los comandantes acordaron acortar a 30.

Terminado el consejo de guerra los comandantes regresaron a sus barcos, las calderas juntaron presión, se aparejaron las velas, se preparó la artillería y se asignaron las guardias para lo que sería una noche larga.

Pese a los años navegando por aquella costa accidentada y dramática, al comandante Juan José Latorre le seguía impresionando Mejillones. Era como si el Creador hubiese jugado con argamasa construyendo y destruyendo, juntando millones de metros cúbicos de piedra, arena y agua en ebullición.

Solo así se podía explicar esa topografía que era como la del fondo marino, pero expuesta a un sol inclemente. Latorre vio desde el puente de mando del Cochrane cómo el farellón de la península retrocedía en el horizonte, y junto con él la enorme planicie costera donde se asentaba el pequeño puerto de Mejillones.

Quienes lo conocían superficialmente veían en esos momentos a un comandante sereno y lleno de confianza, pero todo su ser bullía de anticipación. (…)

Antofagasta, 7

de octubre

La luna estaba en cuarto creciente y sus rayos iluminaban el Cerro Moreno y una amplia extensión del mar. Del poniente avanzaba una masa de nubes negras que por la mañana cubrirían la costa. Grau apuntó sus prismáticos hacia el puerto. Otra bahía vacía. A diferencia de Coquimbo no se escuchaban perros.

—Tampoco hay mucho que hacer aquí —le dijo al teniente José Melitón Rodríguez, que hacía su cuarto de guardia.

Antofagasta parecía un teatro donde se acaba de suspender la función. No había un solo barco de guerra y era demasiado tarde para rastrear el cable submarino.

Grau dejó al teniente Rodríguez en la torre de mando y bajó a la cubierta para regresar a su camarote. Volvió a observar el punto donde cayera Prat, junto a la torre de artillería.

No era la única huella de aquel combate sobrecogedor.

Las tres embestidas contra la corbeta Esmeralda habían dejado una mella visible en el espolón del Huáscar.

La brutal embestida contra la vieja corbeta chilena lo había doblado y el efecto sobre la navegabilidad del monitor era nocivo: al forzar la máquina se inclinaba a babor. Era como una venganza de la madera contra el acero, como un tiburón al que una presa le hubiera quebrado un diente, el más importante.

Grau atravesó la cubierta y regresó al castillo de popa (…).

Dos años antes

(En 1977) Grau regresó a Valparaíso a recoger a su hijo Miguel Gregorio donde los Viel-Cabero. El niño estaba feliz tras dos semanas jugando con sus primos chilenos. Había aprendido palabras nuevas.

El último día antes de regresar al Perú, Viel lo invitó a conocer al blindado Cochrane.

—Reconócelo, Miguel, te mueres de ganas.

—Esperaba que me hubieras invitado antes —dijo Grau con una sonrisa.

—Es un buque maravilloso, te va a encantar.

Miguel Gregorio insistió en ir y Grau recordó la primera vez que pisó un buque en su vida, casi a la misma edad que tenía ahora su hijo. Si algún día Miguel Gregorio seguía sus pasos en el mar, aquella visita al blindado chileno quedaría en su memoria como un recuerdo imperecedero.

Terminaba el mes de febrero y un fuerte viento corría del suroeste. Tomaron una lancha en el muelle y abordaron el Cochrane a eso del mediodía. Viel los llevó a recorrer la cubierta, les mostró el puente de mando, el castillo de popa, la caldera y las baterías. Grau observaba con atención y su hijo Miguel Gregorio estaba fascinado.

—Dime que no es un titán —dijo Viel—. Con este toro los españoles no nos hubieran faltado el respeto, ¿no es verdad?

—Debe ser un poco lento —dijo Grau.

—¡Qué va, hombre! Le hemos sacado doce nudos. ¡Pero traga carbón como leche un ternero!

Grau sintió en ese momento algo extraño, como una brisa caliente o una premonición. Estaba de espaldas a Miguel Gregorio cuando se oyeron unos gritos. Viel alcanzó a tomar a Grau de la solapa y arrojarlo al suelo. La cuerda pasó a centímetros de ambos, su polea transformada en un proyectil.

Grau tardó en reaccionar. Buscó a Miguel Gregorio y vio cómo la cuerda volvía en una trayectoria inversa, impactando de lleno en la cabeza de su hijo.

Lo que vino después fue una pesadilla. Controlar la hemorragia, tomar la lancha a toda prisa, subir al niño a un coche y llevarlo al hospital San Juan de Dios, donde permaneció una semana entre la vida y la muerte.

Viel se encargó de todo. Consiguió al mejor médico de Valparaíso, los mejores medicamentos para aliviar el dolor y bajar la fiebre. Grau y su cuñada Manuela Cabero permanecían noche y día junto al lecho. Varios de sus camaradas chilenos vinieron a darle su apoyo. Una tarde apareció un hombre alto, calvo, de barba hirsuta y mirada peculiar.

—Arturo —dijo Grau—. Muchas gracias por venir .

—Miguel, tenga usted todo mi apoyo —dijo Arturo Prat Chacón, tomando a Grau de los brazos—. Yo sé lo que es perder a un hijo. Desde este dolor que nunca me ha abandonado, voy a rezar por Miguel Gregorio, por su madre y por usted.

Ambos oyeron un sollozo desde la cama. Era Manuela Cabero que había juntado las manos para rezar con ellos.

1879: Punta Tetas,

8 de octubre

Eusebio Lillo se despertó con el llamado a zafarrancho. Fue como sentir que algo se removía en alguna parte de su conciencia. Los marineros corrían por la cubierta y se oía el sonido febril de los aparejos. Lillo se levantó, se puso el abrigo y trató de mantenerse en pie el tiempo suficiente para tomar una decisión.

Salió a cubierta y sintió el aire helado de la madrugada. A su izquierda vio un cerro y un farellón de unos doscientos metros que se levantaba del mar como una muralla. La chimenea del Blanco Encalada escupía un humo negro y denso. Decenas de hombres corrían con expresiones duras a ocupar sus puestos, subían hacia las cofas con sus fusiles al hombro. Llegó hasta el puente de mando y se encontró con un Galvarino Riveros transformado en Neptuno, en almirante Nelson; el cuello duro y erguido, el bigote electrizado, los ojos inyectados en sangre.

—Están virando a estribor. ¡Más presión en esas calderas! Señor Lillo, mire nomás a quién tenemos apretando las chalas.

Le pasó sus prismáticos y Lillo sintió que sus manos temblaban al aferrarlos. Buscó el punto a la derecha que le señalaba Riveros con el dedo, en un horizonte oscuro y movedizo donde finalmente vio las dos columnas de humo que subían hacia el cielo.

—Son ellos, señor Lillo. Los dos cachalotes que andábamos buscando.

Riveros lanzaba órdenes cada treinta segundos con su voz estridente, el Segundo comandante Miguel Gaona las repetía a una bocina que comunicaba el puente con las distintas partes del barco.

—¡Caña tres cuartas a estribor!

El poeta Eusebio Lillo notó que el Blanco comenzaba a describir un amplio círculo hacia la derecha. El movimiento era tan lento y pesado que Lillo comprendió recién la escala de lo que estaba viendo. Una batalla entre hombres y máquinas, donde cada decisión tomaba horas en tener efecto. El Blanco y la Covadonga quedaron finalmente detrás de los barcos peruanos, a una distancia que no parecía disminuir.

Punta Tetas,

8 de octubre

Grau fue alertado a las tres de la mañana por el mayordomo Manuel Pineda de que el vigía había visto humos al norte. Su primera impresión, después de saludar al teniente José Melitón Rodríguez y tomar los prismáticos, fue de decepción. No era el convoy militar que esperaba saliendo de Antofagasta hacia Patillo. Podía ser el Cochrane o el Blanco, y lo primero que hizo fue ordenarle a García y García que virara a estribor para poner proa al norte.

Rodríguez transmitió sus órdenes por telégrafo a la máquina y por voz al entrepuente. El timonel de guardia giró la caña con toda su fuerza hacia la derecha. El Huáscar comenzó a cambiar de rumbo, lentamente.

El mar, a esa hora, era una lámina que solo un marino con años de experiencia podía discernir del cielo nocturno. Los cinco barcos describían curvas majestuosas que poco a poco iban recibiendo la luz del amanecer.

Al poco rato Grau comprendió que no tenía razones para preocuparse. El blindado chileno tenía que ser el Blanco, por su lentitud. El Huáscar le estaba sacando una buena distancia y en una hora ya estaría lejos de su alcance. Ordenó al teniente José Melitón Rodríguez que mantuviera el rumbo al norte. Así obligaría a los chilenos a una persecución inútil. Lo había hecho cientos de veces y siempre le había resultado. No tenía por qué fallar ahora (…).

***

Los tres humos no eran sino el Cochrane, la O'Higgins y el Loa. El avistamiento fue recíproco, pero con una gran diferencia. En el Cochrane el comandante Juan José Latorre sí sabía quién tenía al frente: Grau no.

—Ha llegado el momento —dijo con gravedad el segundo comandante José Gaona.

—Haga sonar zafarrancho —se limitó a decir Latorre.

El trompeta cortó con su sonido metálico el sueño de 240 hombres.

Uno de ellos era el cabo de cañón Melchor Martínez, que saltó de su hamaca y se vio envuelto en un tropel de sombras que se empujaban, gritaban y buscaban sus gorras. Los oficiales ladraban órdenes y el flujo de marineros comenzó a distribuirse de acuerdo a un orden preestablecido.

Otro de los que tuvieron que despertar a la fuerza fue el fotógrafo Miguel Grove, quien entreabrió de mala gana los ojos y, ante semejante ruido y agitación, se levantó de su hamaca para despertar a Lucas, su sobrino y ayudante.

—¡La historia nos espera, sobrino!

***

El teniente José Melitón Rodríguez alertó al contraalmirante Grau y estableció la posición del Huáscar frente al avistamiento. Estaban al noroeste, a unas 5 millas de distancia. La reacción de Grau al enfocar sus binoculares le sorprendió.

—¡Excelente! Rodríguez, ponga la caña a babor. Nos vamos de caza.

El contraalmirante Grau no solía hacer este tipo de comentarios. Todo en él era seco y ajustado al protocolo.

—¿Señor? —insistió el teniente José Melitón Rodríguez—. ¿Mando tocar zafarrancho?

—No todavía —dijo Grau, con tranquilidad—. Dígale a MacMahon o al que esté de guardia que mantenga la máquina en 25 revoluciones, no más. No hay para qué desperdiciar carbón. Despiérteme en una hora más.

El teniente José Melitón Rodríguez se cuadro y vio cómo la cabeza de Grau desaparecía por el escotillón. De modo que esos eran los barcos del convoy. La gran presa.

El teniente José Melitón Rodríguez volvió a barrer el horizonte con sus prismáticos y los vio con mediana nitidez en el horizonte todavía oscuro de la madrugada. Los tres humos se elevaban hacia el cielo estrellado. Recién comenzaba a amanecer.

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