La década de 1960 fue rebelde y contestataria, especialmente original y llena de novedades históricas, con una “personalidad” propia, en la que se combinaban los cambios políticos, los movimientos sociales y las transformaciones culturales.

Una de las expresiones más atractivas de aquellos años y que ha mantenido vigencia fue la música, tanto por su valor artístico como por la asociación que se desarrolló entre ella y las luchas de aquel tiempo. De esta manera, en Estados Unidos era habitual que las canciones acompañaran las marchas por los derechos civiles que lideraba Martin Luther King o las protestas contra la guerra de Vietnam: así lo mostraron Bob Dylan y Joan Baez, entre otros.

La misma situación se dio en otras partes, como ocurrió con la Nueva Canción Latinoamericana, en un continente convulsionado por la Revolución Cubana. En ese contexto nació la Nueva Canción Chilena, cargada del ambiente y espíritu de los años 60, y de manera transversal en distintos lugares del mundo, como recuerda Patricio Manns, uno de los compositores más destacados: “Poco después de la Nueva Canción Chilena nace la Nueva Trova Cubana, en 1967 surge Daniel Viglietti en Uruguay, Chico Buarque en Brasil, Serrat en Cataluña, Luis Eduardo Aute en Madrid, Paco Ibáñez en París. Ignoro si ellos conocían nuestro movimiento o se trata de una gigantesca coincidencia” (Horacio Salinas, Conversaciones con Patricio Manns, Santiago, SCD, 2017).

Esta música hundía sus raíces en la creación de Violeta Parra, que realizó a la vez una labor de estudio y recopilación de la música popular nacida en distintas regiones de Chile. De hecho, los últimos años de Violeta coinciden con la irrupción de la Nueva Canción, e incluso su hijo Ángel junto a Rolando Alarcón participaron en el primer Encuentro de la Canción Protesta, que se realizó en 1967, en la Casa de las Américas de La Habana, Cuba. Esta reunión y la declaración final ilustran de manera clara el doble sentido —musical y político— del movimiento musical que comenzaba a desarrollarse en el continente. En la ocasión definieron que “la canción debe ser un arma al servicio de los pueblos, no un producto de consumo utilizado por el capitalismo para enajenarlos”, y que “los trabajadores de la canción de protesta tienen el deber de enriquecer su oficio, dado que la búsqueda de la calidad artística es en sí una actitud revolucionaria”. Como en otras ocasiones de este tipo, la declaración apoyaba a la Revolución Cubana, al pueblo de Vietnam y “al pueblo negro” de los Estados Unidos (en José M. Ossorio, “Encuentro de la canción protesta”, Humania del Sur, 2014).

Las bases estaban puestas, había muchos artistas de calidad y comprometidos políticamente, y el tiempo histórico parecía estar del lado de la revolución, vientos que tendrían su expresión específica en Chile.

El Primer Festival de la Nueva Canción Chilena

En julio de 1969 tuvo lugar el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena, organizado por la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica de Chile. El evento fue transmitido por 16 radioemisoras y por Canal 13 de Televisión. El rector de la casa de estudios, Fernando Castillo Velasco, señaló que en Chile se tendía a aplaudir más a los extranjeros que a los connacionales, agregando una frase que conmocionó a los presentes: “Claro que después que ellos se van, quedamos aún más vacíos”.

Paralelamente al festival, hubo una serie de diálogos, con participación de folcloristas, investigadores, musicólogos y periodistas, entre otras personas interesadas en el asunto (revista Ercilla, 2 al 8 de julio de 1969). Entre los temas de discusión estuvo la relativa ausencia de la música chilena en las radios, así como el sentido que debían tener las composiciones, asociadas a las luchas históricas presentes. Uno de los presentes —como registró el diario El Siglo— llamando a las cosas “pan, pan, vino, vino”, señaló que la canción debía ser “grande, roja, rebelde, pedagógica”. En uno de los foros participaron personas tan distintas como Manuel Dannemann, de la cátedra de Folklore de la Universidad de Chile; Carlos Miró, de Música de la UC; Francisco León, cubano, profesor de Sociología; Luis Domínguez, director de Periodismo de la UC; Rosa Rabinovitch, de ECRAN; Fernando Barraza, de Ercilla; Camilo Fernández, de RCA; Ricardo García y los compositores Héctor Pavez, Martín Domínguez, Rolando Alarcón, Raúl de Ramón, Víctor Jara, Patricio Manns, Sofanor Tobar, Ángel Parra y otros (revista ECRAN, 13 de julio de 1969).

Los objetivos del festival fueron definidos por Ricardo García, el animador del evento, así como por los doce compositores que participaron en la ocasión:

“—Promover, a nivel nacional, la música popular chilena pretendiendo redescubrir el auténtico sentir de la música popular y folklórica. Esto mediante la revisión crítica de lo que ha sido el movimiento musical chileno y la creación de nuevas formas expresivas de la canción.

—Denunciar la política que ha determinado, en la práctica, la total ausencia de la canción folklórica chilena de la sintonía nacional.

—Producir polémica en los diversos sectores de la comunidad nacional para crear las condiciones necesarias que permitan introducir la nueva canción chilena en la televisión y la radio, así como encontrar un público que la acoja.

—Distinguir a los mejores compositores nacionales y presentar doce nuevas canciones”.

La verdad es que la línea definida por la organización y la que seguiría la Nueva Canción no eran de la misma orientación, y rápidamente comenzaría a notarse un sectarismo musical y político entre sus cultores. Así lo recuerda uno de los líderes de Los Cuatro Cuartos, Willy Bascuñán, quien decidió participar con “El vals de la victoria”, que narraba el decisivo triunfo chileno en la batalla de Maipú: “Nos llaman al escenario, y no más subir, recibimos pifias... El clima entre los propios autores y los intérpretes ya no era lo que habíamos conocido años atrás. Se respiraba algo raro en el ambiente” (Willy Bascuñán, Autobiografía. Tiempo y camino, Santiago, SCD, 2018). Las glorias pasadas que cantaba Bascuñán y otros cantores de la música nacional comenzaban a chocar con otros que parecían anunciar el futuro de Chile y América, en la común aspiración del socialismo.

Hubo dos temas ganadores: “La chilenera”, de Richard Rojas, y “Plegaria a un labrador”, de Víctor Jara. Esta última era una especie de canto y oración, una apelación al cambio histórico y la revolución: “Levántate y mírate las manos/Para crecer, estréchala a tu hermano/Juntos iremos unidos en la sangre/Ahora en la hora de nuestra muerte/Amén”. Como resume Marisol García en Canción valiente (Santiago, Ediciones B, 2013), “su épica solemne era por completo subversiva para los estándares que hasta entonces mostraba el canto campesino, envalentonaba a un trabajador de la tierra en la solidaridad hacia un mundo futuro, ubicándolo como el centro de un trabajo enaltecedor, cuyo contacto con la naturaleza hacía que su oficio adquiriese ribetes místicos”.

De acuerdo con una revista de música y espectáculo, tras el primer festival, “la canción comprometida y política fue la que se enseñoreó, con un público también alineado. Cuando se anunciaron los resultados, hubo gritos de unos y otros y saludos con el puño en alto...” (ECRAN, 13 de julio de 1969). La fama de Víctor Jara creció rápidamente después de esta victoria: comenzaron las entrevistas de prensa, sus temas comenzaron a oírse en la radio e incluso fue invitado a programas de televisión (Joan Jara, Víctor, un canto inconcluso, Santiago, LOM, 2017, sexta reimpresión). Paralelamente, comenzó a emerger como un actor político desde el mundo de la cultura, como se podía apreciar en la “Plegaria”, pero también en otros temas como “Preguntas por Puerto Montt”, escrita a propósito de la matanza de Pampa Irigoin y donde atacaba directamente a Edmundo Pérez Zujovic, ministro del Interior de Eduardo Frei Montalva, a quien muchos en la izquierda culpaban de los sucesos.

Se podría decir que la música de la nueva canción pasaba desde las peñas a las radios, cumpliendo uno de los objetivos de sus cultores.

“No hay revolución sin canciones”

Cuando terminó el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena hubo algunas conclusiones que quizá no habían sido previstas en los días y meses anteriores. La primera, muy atractiva, fue la gran afluencia de público, que “desbordó los cálculos más optimistas”, según señaló revista Ercilla (16 al 22 de julio de 1969): hubo más de dos mil personas en la Universidad Católica en la primera jornada y sobre seis mil en la clausura en el Estadio Chile. La popularidad se extendió a las radios y a las grabaciones, que tuvieron un desarrollo superior al que era habitual en la música chilena.

El segundo factor era más previsible, y respondía a la pregunta formulada por ECRAN en un artículo: “¿Adónde va la canción-protesta?” (29 de julio de 1969). Sostenía que esta música se alimentaba de las peñas folklóricas y se expresaba en sindicatos, mítines populares y asentamientos campesinos, así como también con artistas que tenían una mayor repercusión en los medios. Sin embargo, no lograba penetrar todavía a las masas populares. Richard Rojas, uno de los triunfadores del Primer Festival, aseguró que “una canción vale más que un discurso de tres horas de un político. La canción nuestra es social”, mostrando abiertamente el carácter político, y específicamente revolucionario, que distinguiría a estas expresiones artísticas. En otra ocasión el mismo Rojas señaló: “Creo que se dio la línea justa. Se impusieron las canciones de contenido, que expresan algo”. “Mi premio es un golpe al rostro para los señores del Festival de Viña del Mar”, mostrando una competencia extra que parecía escondida hasta entonces (revista Ercilla, 16 al 22 de julio de 1969).

El tiempo histórico era especialmente propicio. La Revolución en Libertad que había levantado Eduardo Frei Montalva estaba llegando a su fin, y ya no tenía ni el entusiasmo ni los votos que había demostrado en 1964. Por otra parte, la izquierda comenzaba a levantar una alternativa más amplia, que sumaría otras agrupaciones a los tradicionales partidos Comunista y Socialista, aunque se repitiera el candidato Salvador Allende. Un candidato que parecía algo gastado, si bien era popular y querido en la izquierda, debía incorporar a las masas a la campaña y encender los corazones, para eliminar la sensación de una nueva derrota. En esta línea, la música será una colaboración importante de cara a los comicios de septiembre de 1970.

Como expresa Claudio Rolle, la Unidad Popular contó con el respaldo de muchos creadores ligados a la Nueva Canción Chilena: “La creación de grupos como Quilapayún, Inti Illimani, Aparcoa, Tiempo Nuevo y otros y las actuaciones y creaciones de Isabel y Ángel Parra, Víctor Jara, Rolando Alarcón, Patricio Manns entre muchos más ofrecieron un respaldo irrestricto a la campaña de Salvador Allende, proclamando «No hay revolución sin canciones»” (ver “La Nueva Canción Chilena, el proyecto cultural popular y la campaña presidencial y gobierno de Salvador Allende”).

La extrema politización de la sociedad chilena a fines de la década de 1960 mostró su presencia en la cultura y en las universidades, en las Fuerzas Armadas y en la Iglesia Católica, en una sociedad que cambiaba rápidamente, pero donde se pedían y prometían cambios todavía más rápidos. Como hemos resumido en nuestra Historia de Chile 1960-2010, Tomo 4: “La Nueva Canción Chilena fue más que un estilo musical; se constituyó en una intelectualidad orgánica que sumó fuerzas políticas y sociales para ayudar en la instalación de un gobierno socialista, lo que aconteció finalmente en 1970” (Las revoluciones en marcha. El gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970). Segunda Parte, coautores José Manuel Castro, Milton Cortés, Myriam Duchens, Gonzalo Larios, Alejandro San Francisco, director general, y Ángel Soto).

Una elección que se desarrolló al calor, pasión y temores del “Venceremos”.

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