Era la última niña en bajarse en el transporte escolar que la llevaba del colegio Las Ursulinas a su casa. Y eso le encantaba porque ninguna de sus 39 compañeras conocía dónde realmente vivía. Su deleite no era porque le avergonzara la sencilla casa de dos pisos, ubicada en la calle Doctor Alejandro del Río, en Ñuñoa, en la que habitaba junto a sus tres hermanas menores y sus padres, sino porque sencillamente aumentaba el misterio que quería mantener entre sus pares.

Los ocho kilómetros de distancia desde el colegio en Vitacura a su casa pareada de no más de 60 m2 constituía un verdadero cruce de fronteras para Francisca Márquez. Era como viajar desde la aristocracia santiaguina al centro de la clase media. Esa yuxtaposición de dos mundos fue tal vez lo que le permitió escribir con mayor soltura e ingenuidad su diario de vida durante el fatídico 1973, cuando tenía apenas 12, sin saber que después de 46 años ese manuscrito que hoy se vende en las librerías (en una edición de Hueders), se transformaría en un objeto de culto y estudio, con un video de más de un millón 800 mil reproducciones en Al Jazeera.

Hoy vive a metros de la Estación Baquedano, encumbrada en el último piso de un edificio en plena Plaza Italia, desde donde escudriña todo tipo de movimientos del Chile actual. Y a través de esa misma lupa que usó para escribir sus diarios cuando era una adolescente, ahora convertida en antropóloga urbana sigue siendo la testigo presencial de este Chile que “se mantiene trizado tras casi medio siglo del golpe”.

—¿Cómo y por qué se te ocurrió entregar después de 40 años el diario de vida que escribiste en 1973 al Museo de La Memoria?

—Esto partió para los 30 años del golpe. Yo era parte del comité editorial de la revista Rocinante y su directora Faride Zerán quería que escribiera algo como generación más joven, pero estaba en ese minuto partiendo a la defensa de mi doctorado. Entonces le dije que no podía y le pasé el diario en septiembre de 2003 para que trabajara en una publicación. Posteriormente Chilevisión hizo una nota. Después, para los 40 años, durante una visita al Museo de la Memoria me quedé pensando, vi otros diarios y escribí al museo preguntando si le interesaría un diario de alguien que no fuera víctima directa, sino que solo testigo y me respondieron que sí.

—Pero ¿cuál fue tu motivación para entregarlo?

—En realidad una de mis motivaciones es que se me estaba desintegrando. No sé si te acuerdas, pero antiguamente las hojas de los cuadernos eran amarillas y luego de más de 40 años tenían un alto nivel de oxidación. Yo no quería que se siguiera ajando. De hecho, si ves el facsímil, se ve que algunas hojas están muy deterioradas. En el Museo de la Memoria me dijeron que le aplicaban unos líquidos y con eso se conservaba. Pero siendo bien honesta pensé que el diario quedaba en el archivo del museo y que nunca más nadie lo iba a ver, al punto que cuando venía de vuelta en el Metro me dio una pena terrible porque nadie me explicó dónde iba a quedar o qué iban a hacer con él. Luego de un par de años me olvidé del diario y una amiga me mandó un reportaje del The New Yorker que mostraba el diario en una sala de exhibición del museo, a la que nadie me invitó, así que fue súper fuerte.

—¿Cuál fue la página que el museo había exhibido?

—Era una en que yo jamás había pensado mostrar, en la que describo el acto de las monjas de mi colegio para reunir joyas entre las familias de los apoderados que irían a la reconstrucción nacional con el capellán Joaquín Matte. Para mí eso fue brutal. Fue una sensación de pudor y vergüenza porque yo lo describí como una niña: “Pusieron las joyas y los anillos de los papás en unos barquitos”. Esa fue la primera noticia de que el diario había traspasado los archivos y había sido exhibido.

—Y para los 40 años del golpe, ¿no hubo nadie interesado en el diario?

—Posteriormente, en 2017 me buscaron el historiador de infancia Jorge Rojas y Patricia Castillo, psicóloga experta en infancia de dictaduras, quienes estaban investigando en el Museo de la Memoria y encontraron el diario. Al parecer no hay otro diario de vida de niña que relate directamente esos días. El material que ellos tenían era solamente ex post. En el segundo tomo de la infancia en Chile de Jorge Rojas hay un capítulo dedicado al diario y luego Patricia me dijo que querían publicarlo entero.

—¿Qué pensaste en ese momento al saber que quedarías expuesta? ¿Dudaste en alguna ocasión de publicarlo?

—Me dio un poco de pudor por lo que me había pasado con The New Yorker, y les pedí a Jorge y Patricia que blindáramos el diario, es decir, que le pusiéramos un contexto histórico y que yo pudiera decir algo sobre quién era y por qué estaba escribiéndolo. Me costó exhibirme y fue muy fuerte el artículo de El Mostrador en 2017 donde me ponen la chapa de la Ana Frank chilena. No fue fácil publicarlo, pero también creo que el diario tomó vida propia y ha tenido una acogida que no lo esperaba, ni la sospechaba, sobre todo darme cuenta que a los niños les interesa. Además, está gatillando conversaciones entre generaciones, sobre la manera de ver la política distinta, una forma en la cual la violencia permea la vida cotidiana de una niña, pero a la vez se matiza con la vida cotidiana. Hay dos páginas después del 11 que es mi primera carta de amor que escribí.

—¿Cómo fue el momento en que te desprendiste de tu diario en el Museo de la Memoria?

—No fue fácil, se lo entregué a un estudiante en práctica en la puerta del museo. Y luego le escribí a Ricardo Brodsky diciéndole que no era la manera de recibir los objetos, pero también pensé que fue así porque yo no era hija de víctima. Hubo una cierta torpeza en la manera de recibirlo y en no avisarme ni invitarme a la presentación del diario en público.

—¿Cómo? ¿Nunca te informó el museo que tu diario iba a ser exhibido?

—No, yo me enteré un año después y cuando supe fui a verlo, pero ya lo habían sacado, así que no lo vi. Después recibí cartas de gente de regiones y supe que estaba circulando por Chile, pero nunca fui invitada tampoco.

—En agosto de 2017 hubo un workshop en la Universidad Academia Humanismo Cristiano donde fue analizado tu diario. ¿Qué te ocurrió a ti en ese momento al quedar descubierta tu intimidad?

—En esa ocasión quise explicar quién era. Creo que tenía temor de que se me juzgara porque venía de un colegio privado muy elitista y porque las opiniones en el diario no eran lo suficientemente comprometidas con la Unidad Popular. Y entre las cosas que me dolieron fue que uno los panelistas señalara que para que una niña de 12 años tuviera seis diarios de vida es que debe haber estado muy sola, porque los niños juegan a esa edad. Efectivamente, la soledad la viví porque era muy enferma tras haber sido operada de un riñón. Ese comentario me desestabilizó. No es fácil que te digan cosas tan íntimas en una sesión colectiva. Luego me retiré.

—¿Qué ocurrió con tus compañeras de Las Ursulinas cuando se enteraron de que algunas de ellas eran personajes en tu diario?

—Aunque yo no estoy en el Whatsapp de mi curso, supe que hubo una reacción negativa. Me sorprendió que se enojaran, tuve cuidado en la edición de Hueders de borrar los nombres, pero sí dejé sus apellidos, que son apellidos de la élite y de la oligarquía chilena. Pero se enojaron por haberlas nombrado y dijeron de una manera bastante negadora que “la Francisca siempre tuvo mucha imaginación”. Por mucho que me gustara escribir cuentos en el colegio y ganara concursos, nada de lo que conté en el diario se me podría haber ocurrido en mi imaginación. Cuando digo que la Aviación está bombardeando La Moneda, evidentemente es un registro que está más cerca del periodismo que de la novela; cuando digo que están juntando las joyas de las familias de mis compañeras para ayudar a la junta, evidentemente eso no es imaginación de una niña de 12 años.

—Chile es un club cerrado y deben ser muy pocos los padres que eligen un colegio que se aparta de la clase social a la que pertenecen.

—Hoy la segregación se ha acentuado mucho más, ¿qué hace un cabro de los bordes de Ñuñoa estudiando en Vitacura? Es algo impensado, pero en 1967 cuando yo entré era posible, así como era posible que en el Saint George estuviera Machuca. La razón no era que Las Ursulinas tuvieran un proyecto de izquierda integrador, sino porque un grupo de arquitectos de la UC de Valparaíso que se vino a Santiago se puso de acuerdo para poner a todas sus hijas ahí, de manera que recibieran una buena educación. Quien presentó el libro fue mi amiga Francisca Sotomayor, la “upelienta” de la clase.

—¿Y alguien más de tus compañeras fue al lanzamiento?

—Solo la Sofía Baranda, quien es monja y también hija de arquitecto. Pero aparte de ellas dos, nadie más. No esperaba otra cosa, nuestra generación sigue estando trizada, no veo alternativa, no veo posibilidad y no me parece extraño que ellas atribuyeran mi diario a un exceso de imaginación. En todo caso, el papel que el diario cumple es con las generaciones más pequeñas, con la tercera y cuarta generaciones, y eso me alegra profundamente.

“Un parte del país quiere borrar el pasado”

Desde la publicación de su libro, la vida de Francisca ha sido algo más frenética, da entrevistas a medios nacionales y extranjeros, y expone en lugares tan diversos como universidades, bibliotecas y escuelas públicas. Nunca pensó en los años 70 que cuatro décadas después su diario sería de interés masivo. Tampoco estaba segura de que tras su breve paso por la Universidad de Chile, con el rector general de Ejército Alejandro Medina Lois, llegaría algún día a trabajar como antropóloga. “Es que yo no estudié nada de verdad en la U. de Chile. Lo más moderno que leíamos era Lévi-Strauss, de los años 60. Pero lo más importante fue un baño de realidad enorme que recibí de mis compañeros y de los tiempos de resistencia al ingresar a la Chile”, recuerda.

Antropología era impartida en el Pedagógico y después se fue a la comuna de La Reina, lo que fue “muy horroroso porque se produjo un silenciamiento bucólico muy raro allí. Los profesores no hablaban con los estudiantes, muchos profesores y alumnos desaparecían en plena dictadura”.

—¿Qué te parece que el gobierno haya haya conmemorado el 11 en La Moneda?

—Es sintomático de una parte de este país que quiere borrar, que quiere tapiar el pasado. El 11 no es cualquier día, aunque se tienda a querer fundirlo rápidamente con el 18. Existen muchos otros espacios donde se hace memoria, como Villa San Luis o los contramonumentos como el Patio 29 en el Cementerio General. En estos lugares de memoria las viejas y nuevas generaciones también se expresan y rememoran, sin esperar que el poder lo haga desde La Moneda.

Pero hay quienes como Alberto Plaza que piensan que no se debe heredar a las nuevas generaciones un odio añejo.

—Es un pelotudo, porque con esta afirmación lo que hace es desalojar el presente, donde ciertamente el pasado nunca deja de conversar con el futuro.

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