Entre 2007 y 2011, el rosarino Federico Galende entrevistó a 45 artistas y críticos chilenos, reconstruyendo testimonios que dieron forma a una monumental trilogía de libros de conversaciones sobre arte de más de 600 páginas que, ahora agrupada en un solo volumen, “Filtraciones” (1960-2000), es publicada por el sello Alquimia.

Texto fundamental sobre las relaciones entre arte y política en Chile en la segunda mitad del siglo XX, Galende mantuvo diálogos con creadores y ensayistas connotados como José Balmes, Gonzalo Díaz, Nelly Richard, Diamela Eltit, Pablo Oyarzún, Adriana Valdés, Justo Pastor Mellado, Guillermo Machuca, Samy Benmayor, Arturo Duclos, Voluspa Jarpa o Bruno Cuneo, entre otros, trazando un mapa de ruta de la historia moderna de las artes visuales.

Filósofo, escritor y ensayista, profesor del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad de Chile, traductor del mundo académico para el público no especialista gracias a sus incursiones en prensa escrita, Galende es un observador lúcido de los fenómenos culturales.

—“Filtraciones” hace una reconstrucción testimonial sobre la historia moderna del arte chileno. En general, ¿cuál es la relación entre arte y política en este país?

—Yo tiendo a pensar que en toda política hubo siempre algo de arte y todo arte fue siempre político. Esto es así desde los tiempos en los que se instaló para la humanidad la pregunta por la vida en común. En el caso de Chile, el arte se fue politizando durante las últimas siete décadas.

—¿De qué forma se produjo esa politización?

—Pasó de prometer una revolución estética y una transformación de la realidad política, durante la época de las vanguardias y de las utopías, a testimoniar vidas colectivas encerradas en las configuraciones irreversibles del poder durante la dictadura. De querer cambiarlo todo pasó a denunciar que todo había sido ya cambiado por los enemigos de quienes querían cambiarlo todo. Es decir, nuestro arte adolece de un comportamiento maníaco-depresivo, como el fútbol.

—¿Y cómo evidenciaste esas tensiones en tu libro?

—“Filtraciones” tiene que ver con exhibir estos cambios de marcha tan lógicos y abruptos en el ánimo cultural del país. Fue la manera colectiva que tuvimos de tratar nuestras aflicciones y contagiarnos nuestras potencias. No creo que sea un libro sobre arte, por mucho que la palabra aparezca en la portada. Lo veo más en la línea de un fresco balzaciano; haciéndose de conversaciones entrecortadas, diálogos, fragmentos y jirones.

El corazón de Nemesio

—Nemesio Antúnez, arquitecto, fue el último director del Museo de Bellas Artes que fue artista. ¿Es la arquitectura la única disciplina en Chile capacitada para sentarse a negociar con el poder? Te lo menciono porque el actual director es Fernando Pérez.

—A Nemesio le tocó pensar la musealidad en medio de un gran dilema: el que durante la época de la UP se suscitó entre el arte y la cultura. A veces confundimos estos dos términos, pero no tienen nada que ver. El artista norteamericano Carl André decía que cultura es algo que los otros me infligen a mí, mientras que arte es lo que yo inflijo a los otros. Nemesio enfrentó con el corazón desgarrado ese período de enorme fervor político y escalada utópica de las vanguardias: por un lado era como tú señalas un artista —quería que el arte estuviera en la calle, que se transformara en vida, que fuera parte de un mundo en común— y, por el otro, estaba obligado a hacer gestión cultural.

—¿Cómo lo resolvió?

—Construyendo una red colectiva de envergadura y haciendo funcionar el museo como una potencia destituyente. Los empleados y funcionarios del Museo lo recuerdan como un gestor único. No conozco a Fernando Pérez, de cuya gestión todavía nadie está en condiciones de decir nada, pero la proximidad que mantiene con Piñera me parece más gravitante que el hecho de que sea arquitecto.

—El crítico Guillermo Machuca dice que Chile es un país poco abierto a la visualidad. ¿Estás de acuerdo?

—No. Machuca dice esto desde que lo conozco, y en un punto habría que creerle porque es bastante más especializado que yo. La escena artística local es parte de un jardín que él riega con un poco de napalm. Eso me gusta de Machuca, pero no estoy de acuerdo con lo de la visualidad: para mí Chile es un país eminentemente visual, un país de imágenes. Lo que no tiene es prosa.

—¿En serio? Algunos novelistas disputarían esa tesis.

—A la gente le cuesta mucho escribir en ocasiones cosas sencillísimas; la narración no funciona, sale impostada, trabada, se empasta. Es exactamente lo opuesto de lo que ocurre en Argentina, donde el país entero tiene una prosa y donde los buenos escritores —Di Benedetto, Saer, Chejfec— se dieron el lujo de escribir libros completos sin una sola imagen. En Chile solo hay imágenes, el problema es que si no hay prosa es difícil que se las exponga en el mundo de las formas.

—En este país poca gente compra obra porque menos del 5 por ciento de la población gana más de 2 millones de pesos. ¿Piensas que el arte en Chile perdió estatus cultural a diferencia de la literatura o el cine?

—Si la gente, como dices, gana en general menos de dos millones de pesos, podemos entonces perdonarles que no compren obras de arte. Yo se los perdonaría aunque ganaran doscientos millones. Chile es un país que está lleno de artistas, un país en el que las prácticas de la visualidad sobrepasan con creces las de la narrativa o el cine. No sé si habrá perdido estatus cultural; por el momento pienso que ese estatus no es la condición de ningún arte que se precie de tal.

—¿A qué atribuyes que el público masivo conozca solo a artistas como Roberto Matta o Claudio Bravo?

—Lo de Roberto Matta lo atribuyo a que las hizo todas: vendió obras por un millón de dólares y podía codearse con gente como Le Corbussier o Groupius mientras era capaz de treparse al camioncito de la Ramona Parra para hacer pintadas callejeras. Cuando llegaba a Chile, lo primero que hacía era soltarse la corbata, como un estudiante de liceo, y desparramaba por todos lados. Es como un personaje de Tarantino, ¿no? Lo de Bravo… Bueno, como es sabido, era un tipo muy realista (risas).

—¿Qué te provoca su obra?

—Me recuerda a un personaje del escritor argentino Juan José Saer: un pintor de provincia, que vivía reproduciendo su jardín; lo hacía con tal apego a la realidad, que pintaba desde su cuarto un banco con un sauce, después veía que el sauce ocupaba mucho lugar en el cuadro, que aplastaba el resto de las figuras, y entonces lo borraba. Después salía al jardín y arrancaba el sauce de un plumazo. Igual Claudio Bravo no es tan famoso, porque cuando me preguntaste yo pensé en el arquero.

No existen los milagros

—¿Piensas que la cultura Fondart, subvencionada por el Estado, ha perjudicado el estado actual del arte chileno?

—No, ¿por qué lo va a perjudicar? La mayoría de nuestros artistas se muere de hambre, y bajo esas condiciones de excepción lo de Fondart no me parece mal. Un ejemplo: durante la época del New Deal el Estado destinó en EE.UU. solo para proyectos de composición musical la módica suma de cinco mil millones de dólares en un año. Eso lo explica todo: músicos como Copland, Gershwin, Billie Holiday, Ellington o Benny Goodman no salieron de la nada. No existen los milagros económicos; existe el Estado.

—¿Quiénes son los artistas chilenos que han sabido entender el mercado y la publicidad?

—Bueno, yo creo que los artistas entienden el juego mediático; el problema es que el juego mediático no los entiende a ellos.

—Si hicieras un nuevo volumen sobre “Filtraciones”, ¿incluirías a más mujeres?

—No sé si incluiría a más mujeres por el hecho de que sean mujeres; sería un despropósito, una especie de prejuicio invertido. Ahora bien, para mí, Nelly Richard representa una especie de summum en lo referente a construir una escena artística fundamental. Es alguien que, en el ámbito del arte, lo hizo prácticamente todo.

¿Qué piensas de gente sin paso por la universidad como Papas Fritas?

—Esun artista al que admiro profundamente: me gusta su trabajo y no me importa que haya ido o no a la universidad, cosa que no sabía. Además, las universidades son prácticamente los únicos lugares en los que el arte deja de pensar. La gestión, la productividad académica, la indexación han hecho que la universidad sea actualmente el lugar donde descansamos de la posibilidad de reflexionar.

—¿Por qué crees que los artistas modernos defienden causas como los derechos humanos, el tema mapuche o las demandas LGBT, y ya no se hacen cargo de la provocación en el arte?

—Son luchas profundamente justas y urgentes, hay que apoyarlas. Por otra parte, en este país, las cosas han llegado a tal punto que defender una causa políticamente correcta es una especie de provocación. Igual, el arte no está solo para provocar; es un dispositivo con el que contamos todos para construir nuevas comunidades, para definir las maneras autónomas en que queremos estar juntos. El movimiento feminista es en este sentido tan artístico como político, porque configura un anudamiento nuevo entre los cuerpos, las voces y los discursos. A muchos podrá no gustarles, pero la comunidad desde la que tienen estas consideraciones ya ha sido destruida y ahora hay otra, una comunidad distinta.

—El auge de la ultra derecha puede contradecir eso…

—Me parece que Bolsonaro, Trump y esta clase de gente no va a durar mucho; hablan desde un mundo que ya no existe. En el campo de lo político, se puede estar muerto sin todavía notarlo.

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