“Fue en la ‘década larga' de 1820 a 1833 cuando se fundaron los pilares del sistema que aún nos rige como sociedad”.

Juan Luis Ossa Santa Cruz

Hace un tiempo escribí sobre la importancia de volver a pensar la década de 1820 en Chile; no solo por lo poco que se la ha estudiado en comparación con otros momentos históricos, sino por la riqueza de los debates y proyectos político-económicos surgidos al calor del ambiente posrevolucionario. En el último tiempo, historiadores como Susana Gazmuri, Armando Cartes, Andrés Baeza y Gabriel Cid han hecho contribuciones relevantes para comprender la enrevesada trama de los años veinte, analizando temas como la influencia de la Antigüedad en el proceso de construcción nacional, el papel de las provincias, las relaciones chileno-británicas en la esfera educacional o la implementación del régimen representativo.

Mi propio trabajo se ha concentrado en este período de supuesta “anarquía”, según el decir algo anacrónico de muchos historiadores pasados y actuales. Anacrónico, no porque el término no se haya utilizado, sino porque su uso descontextualiza las posibilidades que los actores tenían a mano, exigiéndoles resultados que simplemente eran imposibles o impensados de conseguir. Los veinte fueron una suerte de laboratorio en el que se experimentaron diferentes formas de gobierno, desde la monarquía constitucional hasta una república basada en la separación de los poderes. De ahí que las fuentes arrojen una enorme variedad de propuestas que podrían haber llegado a puerto (el federalismo es uno), pero que no contaron con el apoyo suficiente para lograrlo. Considerarlas en toda su complejidad puede poner freno tanto a las interpretaciones autoflagelantes como a las condescendientes.

En efecto, es solo a través de una cabal comprensión de lo que estaba ocurriendo en esa década, y no haciendo comparaciones extemporáneas con lo que había antes o después, que pueden sacarse conclusiones originales y propositivas. Estando en Inglaterra he vuelto a trabajar los reportes consulares alojados en los National Archives, los que, gracias a la pulcritud de los diplomáticos involucrados, permiten hacerse una idea general de la realidad del país. Si bien los informes no son meros recuentos de lo que acontecía en Chile, los cónsules entregan sus opiniones personales solo en materias específicas y, por lo mismo, suelen ser menos maniqueas que sus contrapartes chilenas. Más importante, en la mayoría de los casos los reportes están acompañados de documentos impresos que complementan y enriquecen lo que se busca ejemplificar, haciendo de la labor del historiador una experiencia doblemente placentera.

Podría decirse, por supuesto, algo similar de otras épocas y de otro tipo de fuentes y archivos. Sin embargo, me atrevo a decir que fue en la “década larga” que va de 1820 a 1833 cuando se fundaron los pilares del sistema que aún nos rige como sociedad. Razón más que suficiente para regresar a ella.

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Pablo Pérez A. Investigador adjunto COES, profesor Depto. Sociología UAH

El debate laboral ha estado colonizado por la discusión sobre el proyecto de ley que pretende reducir la jornada de trabajo ordinaria de 45 a 40 horas. Un cambio de este tipo es de gran trascendencia, tanto para empresarios como trabajadores. Por ello, es de suma relevancia analizar las consecuencias de políticas como esta basados en evidencia empírica. Solo de esa manera será posible elevar el nivel de un debate que, hasta ahora, parece no estar a la altura.

Una buena forma de comenzar a hacerlo es analizando experiencias previas. El resultado del debate legislativo en 2000-2001 se tradujo en una reforma que redujo la jornada de 48 a 45 horas. En esos años, diversos sectores del mundo político y empresarial advirtieron que un cambio de este tipo traería efectos altamente nocivos para el crecimiento económico, la inversión privada y la generación de empleo. Afirmaciones similares se escucharon cuando la reducción de la jornada laboral fue implementada en 2005. ¿Ocurrió efectivamente lo que se vaticinaba? La respuesta es simple: no. En 2001 el crecimiento del PIB fue de 3,3%, y este fue aumentando en los años siguientes, llegando hasta 7,2% en 2004. Más aún, al año siguiente de implementada la reducción de la jornada (2006), el crecimiento del PIB llegó a 6,3%. A riesgo de ser repetitivo, las cifras muestran fenómenos similares en términos de la tasa de desempleo: entre 2001 y 2007 ella se redujo de 10,4% a 8,4%. Tendencias similares y de más largo plazo pueden ser vistas en otros países que implementaron políticas similares.

Lamentablemente, las declaraciones escuchadas en el debate por la reducción de la jornada laboral sugieren que en Chile estamos lejos de pensar la protección de los y las trabajadoras como parte de estrategias más amplias de desarrollo nacional. De continuar así, seguirán abundando las referencias a “copas Américas” o a “incendios forestales” y se perderá, una vez más, la oportunidad de discutir políticas públicas de largo plazo que contribuyan al bienestar de todos los involucrados en el debate laboral. Para profundizar sobre este y otros temas realizaremos este viernes, en el aula magna de la de la Universidad Alberto Hurtado, el seminario “El debate por las #40 horas. Visiones desde las ciencias sociales”.

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“En Bolivia se han quemado tres millones de hectáreas, pero Evo Morales no quiere declarar desastre nacional, porque, dice, no son un país limosnero”.

En 2008 intenté llegar a la selva boliviana por segunda vez, y no lo logré. Era la oriental, en Santa Cruz, y Evo ya estaba en el poder. Cruzando desde Calama casi congelados por el frío altiplánico llegamos hasta Uyuni, donde nos quedamos encerrados. En su plaza, aplanada con baldosas claras, pasamos varios días tomando lo único abundante: cerveza y sol. Los mineros cooperativistas de Potosí habían bloqueado todas las carreteras. Años después, los mismos mineros mataron a un subsecretario a pedradas.

Esta semana, diez años después, tampoco llegué muy lejos. Los incendios estaban quemando los bosques y pantanales de toda la región. Aunque llegué a Santa Cruz, no pude avanzar mucho. El chofer del bus me dijo, a unos kilómetros de llegar a San José de Chiquitos, que no iba a entrar porque si lo hacía le romperían los vidrios. Es la competencia, me dijo, los dueños de los “trufis” no nos dejan entrar con estos buses nuevos.

Ya se han quemado tres millones de hectáreas en Bolivia, dos veces la Región Metropolitana. Evo Morales no quiere declarar “desastre nacional”, porque, dice, no son un país limosnero. La edición del último domingo de Cambio, el diario que él fundó, trae apenas dos noticias de los incendios: un concejal diciendo “todavía tenemos la suficiencia económica, logística y humana para enfrentar y controlar este incendio que lamentablemente se ha producido”, y una página completa sobre cómo apagaron un foco. Las profundas y largas sequías causadas por el cambio climático hicieron que los incendios naturales y las quemas arrasaran el Amazonas. Evo, en una política que me recordó viejas prácticas rusas en Estonia y Ucrania, está regalando tierras en oriente a los bolivianos de occidente, quienes, inexpertos, quemaron bosques para meter ganado y cultivar la tierra. Los “chaqueos”, como les llaman, se les fueron de las manos.

En Bolivia se puede fumar en bares y restaurantes, los quioscos y almacenes son casi todos rojos e instalados por la Coca-Cola, y la Iglesia opina rampante y sonante en los diarios. La Constitución es del año 2009 y no dejaba a Evo reelegirse ahora, pero de repente se dio cuenta de que no le gustaba la idea. Le dieron ganas de quedarse más tiempo. Le pidió permiso al pueblo y este, en un referéndum en 2016, le dijo que no. No le importó y fue a preguntarle a “su” Tribunal Constitucional Plurinacional, que le dijo que se relajara, que podía reelegirse infinitamente. Las elecciones son en un mes más y cambiaron a varios jefes del Órgano Electoral Plurinacional por miembros de su Movimiento al Socialismo (MAS).

Acá, en Chile, ya instrumentalizaron las nobles causas de mujeres e indígenas. Hoy empezaron con el medio ambiente, pero incapaces de diferenciar un pato jergón de un cortacorrientes. Allá, así está la cosa, con un indígena socialista del siglo XXI súper preocupado del pueblo y la Pachamama.

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