“Lo que llamamos vida moderna

es un cúmulo

de mecanismos que definen de antemano los caminos por

los que tenemos permitido movernos”.

Hugo E. Herrera

Hay en Chile una tradición que se remonta a los albores, al origen en el cual ya no tenemos visión, donde se fragua la unión del indio y el hispano en los versos y fundaciones de un instrumento de cuerdas más hondo y complejo que la grácil guitarra: el guitarrón chileno. En el “canto a lo humano” y el “canto a lo divino” quedamos remitidos a la tierra y los adobes de las casas sobrias coloniales, en melodías cansinas que se demoran en sentimientos cadenciosos y abiertos al misterio recóndito de la existencia.

El vigor de la poesía y la literatura nacionales parecen hallar explicación en el suelo nutricio provisto por la jurisdicción de esa cofradía del alma y el paisaje que son los cantores “a lo poeta”. Aquí las fuerzas psicológicas determinantes dejan de ser oculares, el filo de los argumentos cede paso a una “lógica” de pulsiones de otra índole.

Las voces antiguas cantan, desde épocas idas con los siglos, la memoria entrecortada de lo que asoma como perdido. Podemos atisbar la densidad vital de un pasado que nos desborda como el sentimiento más familiar y reservado, ese que nos arrulló en las noches de invierno cuando la enfermedad nos exponía a la indeterminación del existir, a un poder tremendo que, a la vez, sin embargo, nos acogía.

Poder tremendo es el que se hace patente también en el acerado dispositivo al que llamamos vida moderna, un cúmulo de mecanismos escrutadores que definen de antemano los caminos por los que tenemos permitido movernos: la utilidad económica, los horarios controlados de trabajo, lo “políticamente correcto”, las maneras oculares de “entretención” e interacción con otros en las pantallas. El poder de la tecnología, sin embargo, no es acogedor, en él no hay misterio, es un poder inmenso, el que nos somete.

El guitarrón con sus notas nos reconduce, ciertamente, a un poder inmenso. A “lo tremendo” del misterio, los afectos y la enfermedad, las “bendiciones de la tierra” y el desastre tectónico, a una fuerza descomunal y arcana que es, empero, también sentido existencial.

Si el dispositivo tecnológico es un poder inmenso que en su ocularidad no acoge, sino que somete y escruta, que con su determinación objetivadora nos encierra en el mecanismo; los cadenciosos y cansinos temas de aquellos cantores de raigambre colonial nos remiten, como en el meditar tranquilo, como en la contemplación de los vientos y los mares, a una fuerza colosal, pero que nos recibe irrigando la vida de un extraño y eficaz sentido.

La disputa es severa, pues las determinaciones tecnológicas, y cada vez más, dificultan, con su entramado de trámites, horarios agendados y caminos prediseñados, la indeterminación pacífica, el espacio y el tiempo necesarios para simplemente estar, con el otro, con lo otro. En este traspié, recomiendo escuchar en calma a los fallecidos maestros, don Santos Rubio y don “Chosto” Ulloa.

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Escuchar a una figura pública anunciar que se querellará contra un particular por el delito de injuria o calumnia se ha vuelto tan rutinario que ya forma parte de nuestra cotidianidad política. Pero hay algo intrínsecamente problemático en el hecho de que alguien arriesgue penas de cárcel por haber emitido un juicio o una opinión. En primer lugar, porque se presta para el comportamiento estratégico: la forma más eficaz para acallar discursos críticos, oponentes políticos y periodistas ejerciendo su labor de investigación es la amenaza de tener que enfrentar un proceso penal.

De hecho, la sola posibilidad de ser víctima de una querella puede ser suficiente disuasivo para producir un efecto inhibitorio. Aun cuando un acusado de injuria sea inocente, las consecuencias económicas, laborales y reputacionales de un proceso en el que se arriesga la cárcel puede significar que los individuos se restrinjan de ejercer su legítimo derecho a la libertad de expresión. Esta amenaza velada genera un ambiente periodístico pacato y poco atrevido, incapaz de aventurarse en donde es más necesaria su labor: en situaciones que incomodan al poder político.

No solo los periodistas han sido víctimas de esta espada de Damocles. Recientemente hemos sido testigos de cómo las querellas de injuria han sido utilizadas por académicos para amedrentar a estudiantes que se han atrevido a denunciar situaciones de acoso sexual, y por alcaldes para perseguir a ciudadanos que los critican por redes sociales. No se trata de que las figuras públicas —quienes deben soportar un mayor nivel de escrutinio por parte de la sociedad— no cuenten con herramientas para defenderse ante expresiones de mala fe que busquen dañar su honra. Se trata de que estas herramientas sean proporcionales y no se transformen en armas de intimidación que acallen el debate público.

En esta materia, vale la pena imitar a países como Estados Unidos o México, donde la persecución de este tipo de conductas injuriosas no es criminal, sino que a través de una acción indemnizatoria en un juicio civil. De esta forma, nos acercaremos un poco más a un marco institucional que habilite una esfera pública plural, desinhibida y vigorosa.

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“No hay instrumento alguno que obligue a legislar sobre

el aborto o el matrimonio de

la manera en que lo desea cierto progresismo”.

Claudio Alvarado R. Instituto de Estudios de la Sociedad

Los derechos humanos llevan un par de meses en el centro de la agenda pública, no solo por la indudable carga simbólica del “11”. Si a fines de julio la polémica fue el nombramiento de Sergio Micco en el INDH (un católico contrario al aborto no tendría la legitimidad necesaria para dirigir este organismo, rezaba la doxa dominante en Twitter), hace pocas semanas los dardos apuntaron contra el Plan Nacional de Derechos Humanos, elaborado por el Ministerio de Justicia. Según activistas y líderes políticos comprometidos con las banderas LGTB, al “no promoverse” en este plan el llamado matrimonio igualitario, Chile incumpliría sus obligaciones internacionales en la materia.

Ambos casos, sin embargo, revelan un severo equívoco respecto de la naturaleza de los derechos humanos y, en particular, de los instrumentos que los regulan. Y quien mejor explicó todo esto, en un par de entrevistas recientes, fue el propio Micco. En sus palabras, los derechos reconocidos en el ámbito internacional estipulan un “mínimo civilizatorio” tan significativo como acotado. Ese mínimo consiste en la prohibición expresa de crímenes como la tortura, la esclavitud y otros semejantes: ahí no caben dos lecturas posibles. El punto es que basta una revisión (muy) rápida de los tratados vigentes para advertir que esa clase de prohibiciones no son la regla general, sino la excepción.

En efecto, la regla general son cláusulas abiertas que se refieren a aspectos muy relevantes de la vida común, como las libertades civiles clásicas o los derechos sociales, pero cuya característica principal es admitir diversas lecturas y concreciones. Su importancia es indiscutible —son como los contornos del bien común, al decir de John Finnis—, pero se trata de directrices sin fuerza concluyente, salvo en el caso de las prohibiciones señaladas. Así lo reconocen los propios tratados, al menos en forma implícita, con su frecuente remisión al legislador. Serán el debate político y la deliberación democrática de cada Estado los que deberán concluir, determinar e implementar el contenido específico de los derechos declarados en términos amplios.

En consecuencia, ni las diatribas contra Micco ni los cuestionamientos al Plan Nacional de Derechos Humanos tienen fundamento. A fin de cuentas, no hay instrumento alguno que obligue a legislar sobre el aborto o el matrimonio de la manera en que lo desea cierto progresismo (de hecho, el tenor literal de los tratados más emblemáticos pareciera respaldar la postura contraria). Por el bien de la discusión democrática y el “mínimo civilizatorio” que protegen los derechos básicos, conviene recordar estas distinciones tan elementales como olvidadas en la actualidad.

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