Una lección básica de urbanismo arraigado a un lugar es ponerse a orillas de un río. Que el poblado se abalcone sobre las aguas y que sus bordes queden resguardados de los vientos; que el río sea el lugar de trabajo y, sobre todo, que tenga una amplia ribera en donde alzar las casas de sus habitantes.

Así es, desde hace alrededor de doscientos años, el poblado de Cáhuil, a unos doce kilómetros al sur de Pichilemu.

La lección se magnifica cuando se reconoce que un estero, el Nilahue, desemboca gradualmente en el mar y —antes de hacerlo— conforma una gran laguna —marisma o albufera— de aguas semidulces que participan del flujo y reflujo de las mareas del mar. Así, los habitantes de Cáhuil viven sobre dos hábitat. Uno, el terrestre, para la agricultura y, el otro, marino, que les convida el agua salada que entra a la laguna y en donde por medio de una habilidosa ingeniería artesanal, hecha de “cuarteles” y pequeñas parcelas acuáticas, el agua se deshidrata y ellos cosechan sal.

Esto es así desde la época precolombina, y en tiempos coloniales hasta se reconoció una “ruta de la sal” que la llevaba, cruzando cientos de kilómetros, hasta Valparaíso o a San Fernando.

Pocos son los poblados que hayan sido tan fieles a las razones que alguna vez tuvieron para nacer. Modelados por una naturaleza fuerte y una economía sustentable, clara e invariable en el tiempo, su imagen se perpetúa. Difícil es señalar a los cahuilenses como gente de mar o como campesinos… es que son mucho más que eso.

Ya desde septiembre, comenzarán a preparar la faena de la sal. A unos dos kilómetros al sur, por la orilla del río, está la salina llamada Las Barrancas, que por estos días está inundada. Entonces, abriendo y cerrando la barra (que da hacia el mar), se irá desaguando la laguna.

Al mismo tiempo se confeccionará toda una red de “tacos”, senderos, canaletas y unas cuadrículas en donde se apoza el agua restante. El sol hará lo demás… Así, ya en febrero la sal estará decantada, a la vista. Se le hará una fiesta y en marzo se estará en el “paleo”, acopio, y luego la venta.

Peces y papayas

No todo es sal. También la costa es pródiga en recursos y la mayoría de la gente que recolecta cochayuyo entre Cáhuil y Punta de Lobos es de aquí. En sus largas playas se pescan corvinas, tollos, pejegallos y peces de roca. Todos estos, sumados a los róbalos, lizas, roncadores, pejerreyes y carpas, pescados en las aguas salobres y tranquilas de la laguna, hacen la base de la espectacular culinaria de Cáhuil, que es muy variada y profesional.

Como si fuera poco, en la mayoría de los restaurantes, de postre, se ofrecen papayas. Es que, algo casi insólito, en cada huerto, en cada patio y hasta en la calle, como árbol urbano, hay papayos. Por estos días los árboles están llenos de frutos que irán madurando hacia noviembre. Mientras tanto, en la Feria Fluvial, entre otras verduras en conserva, se vende mermelada, confites y papayas al jugo; hasta sus arbolitos, en maceteros.

Así como las papayas y la sal son casi un emblema de Cáhuil, al lugar nunca se lo puede separar de su naturaleza silvestre. Siempre a la vista, nada una gran cantidad de especies de patos, taguas, cisnes de cuello negro, coscorobas, garzas… En la ribera sur de la laguna, a la siga de un arador y picoteando los gusanos que quedan a la vista, revolotea una gran cantidad de gaviotas. De cuerpo gris perlado y pecho blanco, con pico rojo oscuro y patas rojizas, es la gaviota cáhuil. Muy territorial, ella anida en grandes colonias un poco más al sur, en la Laguna Torca.

La celebración de octubre

El mundo intangible de Cáhuil también es intenso y vital para la sobrevivencia del hábitat humano. La fiesta de San Andrés, presente desde tiempos coloniales, es el pretexto para que cada 15 de octubre todo ese territorio costino se aúne en una celebración común. Es el momento en que las localidades vecinas —Ciruelos, Pumanque, Paredones, Lolol, Pichilemu, La Villa, Pañul— se hagan una sola expresión de fe y familiaridad.

A veces, la imagen del santo peregrina desde Pichilemu a Cáhuil, a Barrancas, a Pañul… Fiesta de mar y campo, muy íntima, sin “afuerinos”, cuya expresión máxima será el 30 de noviembre, con cabalgatas nocturnas, oraciones y bailes gracias a los cuales Cáhuil teje un manto de relaciones familiares, laborales y culturales. De esta última, loable es la riqueza del vocabulario territorial que en palabras propias va dando cuenta de todas las faenas que allí se realizan: las de la sal, del cochayuyo, de los alfareros o las que explican por qué allí se dan tan lindas papayas.

La llegada a Cáhuil, su imagen ensimismada a la orilla de la laguna, su limpieza total produce una alegría y contento que no se disipan. Es que todo se agolpa y se mantiene a la vista del viajero.

Como si fuese una pequeña “maquinita” de vida, allí todo tiene un sentido de precisión y de eternidad, como una lección básica de urbanismo, el arte de vivir.

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