Hay una distancia entre lo que siento a nivel personal y lo que leo en las noticias. Prefiero quedarme con la humanidad”.

Carlos Cabezas (64 años) nos recibe en su estudio de grabación ubicado en una casona antigua en Providencia que arrienda hace una década.

Líder de Electrodomésticos, trío de culto en los 80, la banda desarrollaba un tipo de pop experimental en castellano desconocido en Chile, precursor, con sampleos a Jimmy Swaggart o Yolanda Sultana, innovando musicalmente con canciones como “Yo la quería”, en la que el vocalista cuenta la historia de un crimen pasional el día en que él va a cortarse el pelo.

Productor, compositor de bandas sonoras como la premiada “El Club”, de Pablo Larraín, y dueño de una destacada carrera solista, Cabezas es un músico autodidacta que encontró su vocación tardíamente, en Londres en 1984, cuando se dio cuenta de que no hacía falta pasar por el conservatorio para subirse a un escenario.

El ovallino, lejos de ser un músico cerebral, compone desde sus experiencias personales, buscando caminos propios, y desconfía de las canciones con mensajes.

Cuenta que en Concepción armó una banda especialmente para interpretar y reeditar su obra cumbre como solista, “El resplandor”, lanzado en 1997. El grupo reúne a Edita Rojas (Electrodomésticos) en batería, Gonzalo López (Los Bunkers) en bajo, Nicolás Quinteros en teclados, Mauricio Melo (Santos Dumont) y Paolo Murillo en guitarras.

Aparte de ser reeditado en vinilo, dvd y cd, la editorial Pez Espiral publicará este año un libro sobre ese ya clásico disco de los 90, con entrevistas y fotos que narran la historia de su grabación y la leyenda que forjó con el tiempo.

—“El resplandor” es un disco que sigue vivo en la memoria colectiva. ¿Por qué crees que envejeció bien?

—Puede ser pretencioso decirlo, pero se debe a que no está amarrado a ninguna moda estilística, ni a ninguna generación que lo haga anclarse a un tiempo en específico.

—¿Es un álbum visceral?

—En general, todo lo que hago, intento que sea visceral. Y es personal porque tiene experiencias de vida. No intentaba hablar necesariamente de mí, pero, a través de mi propia experiencia vital, aparecieron sensaciones y espacios de reflexión. Es un trabajo desordenado y probablemente no pasaría los filtros modernos de producción musical.

Independencia cultural

Le pregunto si cree que nos falta respetar más nuestra música. “Claro que sí. Eso puede que venga de antiguas maneras de enfocar el arte, porque generalmente asociamos y asumimos que la cultura está radicada en ciertas élites y que no merecemos que haya un nivel de sofisticación artística propia de nuestro pueblo. Siento que nos falta autovalorarnos. Somos acomplejados”.

Nacido y criado en Ovalle hasta los 12 años, terminó la enseñanza media en un internado en La Serena. A los 14, se vino de paseo a la capital a la casa de una amiga de su mamá, donde agarró una guitarra y no la soltó por semanas. Tras terminar el colegio, estudió ingeniería electrónica en Valparaíso; el golpe de Estado lo pilló en Santiago, y después dejó los estudios para trabajar de cocinero y viajar por Bolivia.

De vuelta en Chile, y para ganarse la vida, hizo el curso de controlador de tránsito aéreo y estuvo años 9 años trabajando entre Pudahuel y Cerrillos. “Se suponía que para hacer música en esa época tenías que tener una formación académica”, comenta.

Tras viajar a Inglaterra a la casa de una tía en 1984, se convenció de sus posibilidades para convertir su afición por la música en un destino. “Tenía unos primos allá y nos juntábamos a jugar a la pelota, a tomar cerveza, jugar pool y tocar guitarra. En Londres me di cuenta de que tocar música tenía la misma importancia que jugar a la pelota. Era algo normal, una cuestión doméstica”.

—¿Ahí se te acabó la solemnidad frente al arte?

—Ese viaje me cambió toda la perspectiva de mi aproximación a la música. Ya no tenía la sensación de que, para hacer música, tenías que ser un sacerdote, alguien tocado por los dioses. A la vuelta en Chile, aprovechando el vuelo, me fui derecho a comprar una guitarra a la Casa Amarilla (tienda de instrumentos con locales en Santiago y Viña).

—¿Es cierto que conociste a Electrodomésticos en Tongoy?

—Absolutamente. Ahí conocí a Ernesto Medina, quien tenía una guitarra. En ese tiempo casi no había instrumentos. El contexto cultural en dictadura era tan precario que cualquier cosa te alegraba el día. Por suerte en ese momento empezaron a aparecer estos juguetes musicales como las cajas de ritmo y los sintetizadores. Nosotros armamos una patota con Ernesto Medina y Silvio Paredes, nos juntábamos a tocar los tres y le sacábamos todo el partido posible a la tecnología.

—¿Cómo trabajaban en la práctica?

—Trabajamos artesanalmente con estos nuevos medios y de esa manera nos saltamos la academia. Aparte, tampoco teníamos el plan de ser músicos, sino que queríamos pasarlo bien. Yo creo que el hecho de no tener expectativas nos daba una energía distinta e hizo que los casetes empezaran a circular en galerías de arte y en las exposiciones de algunos artistas como (Eugenio Dittborn y Carlos Leppe).

—Ustedes nunca fueron una banda convencional.

—Nosotros hacíamos bases que nos divertían, con cantantes improbables, como Jimmy Swaggart o Yolanda Sultana. El protocolo de la época exigía que cualquier grupo musical en Chile tenía que tener bajo, batería, guitarra y un cantante. Nosotros teníamos otro lenguaje. Por eso éramos tímidos al pararnos en un escenario. Las primera vez que tocamos fue de espaldas al público, pero después fue todo muy rápido: a los 4 meses tuvimos la oportunidad de tocar en el Espaciocal y en el examen de grado de Silvio (en la PUC).

—¿Cómo circulaba su música en dictadura?

—En casetes pirateados. Tratábamos de separarnos del lenguaje que había en el país. Todo el espectro político estaba sobrecalentado y para los jóvenes era difícil sentirse parte de eso. Intuitivamente tendíamos a buscar lenguajes distintos y a expresar de otra manera lo que estábamos viviendo. No teníamos planes comunicacionales ni panfletos.

—Pero algunas de sus canciones se leyeron en clave política.

—Con el tiempo se hizo esa lectura, pero nosotros no teníamos conciencia de eso. Por ejemplo, la canción “Andy Panda va a Alemania” tenía a Goebbels sampleado, pero no fue deliberado.

—No querían dar mensajes con sus temas.

—Creo que los trabajos artísticos que te entregan mensajes nunca han sido fértiles. Siempre me he sentido muy lejano a eso. No me gusta la gente que pontifica a través de las canciones y que te dice cómo tienes que hacer las cosas.

—¿Crees en el misterio del arte?

—Se supone que el arte te ayuda a conocerte mejor y para eso hay que ser súper honesto en la expresión que desarrollas. Entonces siento que, con la música que hemos hecho, la gente se relaciona de una forma mucho más intuitiva que intelectual.

—Valoras la honestidad musical.

—Creo que hoy en día, con las fake news y la desinformación, estamos habitando un espacio gris en términos de realidad. Entonces, el arte en general, y la música sobre todo, son espacios donde todavía hay verdad, honestidad. Cuando un músico canta arriba de un escenario tiene que demostrarse vulnerable, expuesto. En ese sentido creo que hay una exigencia de alineamiento ético.

—¿Qué es lo que sientes tocando en vivo arriba de un escenario?

—Es catártico. Normalmente la sensación que tengo es que se trata de una celebración de todos los integrantes que están tocando arriba del escenario. Es como un equipo de fútbol, en el que todos somos figuras. Más que una entrega unidireccional de un mensaje, tocar en vivo es una especie de trance comunitario. El público se relaciona con las canciones desde su experiencia de vida y por eso resuena de distinta manera en cada persona. Por eso todavía la gente va a ver bandas en vivo: porque es una experiencia única.

—¿Te molesta que el público esté filmando un concierto con celulares?

—Realmente no me molesta mucho, pero creo que si alguien está filmando con un celular el concierto se lo está perdiendo. Parte de los efectos secundarios de la tecnología actual es que nos impide estar presentes en los lugares. Si vas caminando por un parque mirando el celular, no estás en el parque. A lo mejor estamos en una ruta de desmaterialización.

Años y años

Carlos Cabezas cuenta que, por estos días, está viendo la serie inglesa “Years and Years”, emparentada con la exitosa “Black Mirror”. “Es una distopía sobre cómo pueden ser las cosas en un futuro cercano. Tiene mucho que ver con la tecnología y hace una presentación brutal del populismo político”, reflexiona.

—En referencia a la posibilidad de una nueva Constitución, escribiste que nos habíamos hecho amigos del sarcasmo, la hipocresía, la inteligencia individual. ¿Crees que nos falta compromiso actualmente?

—Eso tiene que ver con como somos los chilenos. No nos cuesta nada gritar desde la galería, pero nos cuesta comprometernos colectivamente. Es súper fácil estar en desacuerdo, pero eso es quedarse en una zona de confort. Estamos viviendo un individualismo exacerbado que nos hace pensar que, para que te vaya bien a ti, le tiene que ir mal al otro. Pero en Chile hay mucha más humanidad de la que aparece en los noticiarios.

—¿Eres optimista entonces?

—Sí, no tengo esa visión fatalista de que todos vamos caminando hacia el abismo. Esa es una sensación que está muy arraigada, que todo está mal. Hay problemas graves como el cambio climático, pero no siento que vayamos a desaparecer en 2050. Tengo una sensación más positiva porque veo gente todos los días. Hay una distancia enorme entre lo que siento a nivel personal y lo que leo en las noticias. Prefiero quedarme con la humanidad.

LEER MÁS