El accidente y el rescate habían quedado atrás, pero los efectos de ambos seguían junto a la familia Sepúlveda-Valdivia. Volvieron todos a Santiago después de un mes. Mario había actuado de forma diferente desde que su familia lo abrazó al salir de la mina, y todos esperaban que, con las pastillas para dormir que estaba tomando, se recuperara tanto del trauma del encierro y del hecho de haber estado tan cercano a la muerte como de la ansiedad y la desesperación que lo perseguían obsesivamente en esos momentos.

En Santiago no mejoró la situación. Mario trató de pasar días alejado de la familia, porque todavía no podía estar en lugares cerrados y rodeado de mucha gente. En su terreno en el campo, donde tiene una casa humilde, que le recuerda a lugares donde vivió en Parral, Mario trató de volver a la soledad, a sus caballos y a una existencia normal, como él la entendía.

Desafortunadamente, ese lugar, que tantas veces lo había protegido en momentos difíciles, ahora no le ayudaba a encontrar la paz que andaba buscando.

Había algo diferente en Mario que todos percibían, pero que nadie podía identificar claramente.

Katty, su esposa, decidió buscar ayuda. Fueron a los médicos que les habían asignado a los “treinta y tres” para seguir algún tipo de terapia después del accidente.

No soportaba las noches ni el calor

Una de las peores molestias era que Mario podía pasar días y noches enteras sin dormir. Pero existían otras cosas que no andaban bien. Mario lloraba sin control cada vez que recordaba el accidente, los sesenta y nueve días de encierro y el milagroso rescate. Nadie ni nada lo podían calmar o controlar. Hasta él mismo sentía que había perdido su autocontrol y la lógica que tenía antes del accidente.

A pesar de la gran crisis de ansiedad, Mario siguió dando entrevistas en los medios y continuó viajando, con los otros mineros del grupo, a diferentes lugares del mundo. Le costaba vencer sus miedos, y subirse a los aviones era un enorme desafío. Los lugares cerrados lo enloquecían. Sentía falta de aire, aunque estuviera asomado a la ventana de un cuarto. Trataba de evadir los ascensores, el metro y cualquier espacio que le recordara la mina. Necesitaba dormir con las luces prendidas y no soportaba el calor. Le daban pastillas para dormir y solo con eso lograba conciliar el sueño por un par de horas durante la noche. Lamentablemente, a la hora de despertar, la desesperación era más fuerte que antes de dormirse.

La dinámica interna de la familia se transformó. Como Mario no podía conciliar el sueño, el resto de la familia se mantenía alerta. No sabían qué podría llegar a hacer en las noches, él solo, deambulando por la casa, el campo o las calles del barrio. Katty tuvo que empezar a tomar pastillas para dormir, al igual que Scarlette, su hija, pero se turnaban para tomarlas y así siempre alguien estaba de guardia para cuidar a Mario. Francisco, el hijo menor, con solo trece años, empezó a transformarse, de muchas maneras, en el padre de su padre. Lo cuidaba a cada minuto, lo acompañaba en sus paseos y lo aconsejaba…

Los Sepúlveda-Valdivia me visitaron un domingo de enero, tres meses después de que Mario saliera del encierro en la mina. La familia completa se veía afectada profundamente. Hablamos todo el día, y Mario nunca pudo estar sentado más de dos minutos. Constantemente hacía bromas para que nuestra atención se enfocara en sus chistes y no en su visible nerviosismo. A menudo volvía al tema del accidente y repetía que se había salvado por milagro, que sus compañeros mineros eran sus hermanos y que siempre serían parte de su futuro. Sus pensamientos cambiaban en segundos y empezaba otro tema relacionado con el accidente, la vida en el refugio y la noche del rescate. No podía mantener el hilo de la conversación por mucho tiempo.

En momentos se desesperaba y decía que quizás debería haber perdido la vida en el accidente, porque muchas veces es mejor morir que vivir con esa desesperación que él sentía en esta nueva vida.

El Mario Sepúlveda que me hablaba ese día no tenía mucha conexión con la imagen del hombre que yo había creado en mi imaginación después de las historias y los testimonios de la familia y los amigos. Ese día, frente a las dudas, me hice preguntas para entender al hombre y el momento: ¿Se sentía un mesías, el salvador de los mineros y elegido por Dios para predicar su palabra? ¿Estaba en un estado postraumático, causado por el accidente, y nunca se recuperaría? ¿Terminaría suicidándose sin poder controlar esa desesperación?

Mi amigo Leonardo Farkas

Mario: “Me molestaron mucho las cosas que decían de mí, cuando salí de la mina. Me acuerdo de que algunos decían que yo le hacía a la cocaína, ¡imagínate! Yo soy un hueón que no toma ni trago y jamás me metería drogas en el cuerpo. Otros decían que estaba loco. Algunas personas me odiaban por las cosas que decía en público. Nadie, aparte de mi familia, sabía la verdad de lo que yo estaba viviendo…

La pasé mal después del accidente, pero también la pasé bien, ¿cachái?

Salir de la mina y tener gente a mi lado, que nunca había tenido antes, igual me hizo sentir súper bien. Me gustaba que la gente me quisiera…

Hay muchas personas que me han respetado por lo que soy. Y con ese respeto me han ayudado. Una de esas personas que admiro es Leonardo Farkas. Yo tuve fe en este hombre hasta cuando estábamos atrapados en la mina. Él nos ayudó a todos sin conocernos, por la cresta. Nos mandó plata a cada uno de los treinta y tres. Y a mí me ha ayudado mucho desde que lo conocí…

Con él me pasaron cosas cómicas, igual. Me acuerdo de que una de sus invitaciones fue a un club de ricos. Me llevó hasta con chofer... comí harto y rico. Y, de repente, me trajeron un tazón, chico, que parecía sopa, que yo no había pedido. Y ¡plaf!, me la mandé pa dentro. Asquerosa…

Miré a mi amigo Farkas y lo veo que se empieza a lavar los dedos en esa m… de sopa. Ahí me di cuenta de lo que había hecho. Cómo iba a pensar que me iban a traer eso tan lindo pa que me lavara las manos, si yo ya me las había lavado antes de sentarme a comer, cuando fui al baño a mandarme la corta….

Él siempre me hizo sentir como una persona igual a él. Con una pura diferencia, que él tiene más lucas que yo. Pero, para él, eso no hace a las personas. ¡Admirable, Farkas!”.

La familia peregrinó por muchas consultas de doctores y Mario se sometió a variados exámenes físicos y psicológicos. Ya había pasado un año del accidente y nada podía controlar sus estados de ánimo. Los primeros diagnósticos tenían relación directa con los efectos del traumático accidente en la mina San José, y con esos venían prescripciones de calmantes y somníferos.

Mario odiaba los efectos de esos remedios, que lo dejaban en un estado similar al que sentía en la mina. “Me hacen sentir como si todavía estuviera preso”, decía Mario. Se sentía amarrado a la falta de libertad, de no estar despierto, alerta y con claridad de pensamientos. Sentía que no podía manejar solo a cualquier lugar. Y, lo más importante para él, sentía no poder ser el hombre de antes, el hombre que él creía haber sido antes del accidente.

Katty vivió los momentos más difíciles después del rescate. Sentía que el mundo avanzaba a pasos agigantados y ella estaba atrapada en un caos que era imposible de organizar. El teléfono sonaba sin parar y a veces tenía más de cinco llamadas esperando al mismo tiempo. Era la misma tensión desde que empezaba el día hasta que lograba tomarse la pastilla para dormir y empezar a conciliar el sueño. Innumerables medios de comunicación querían hablar con ella para coordinar entrevistas con su esposo. Llamaban de Chile y el resto del mundo.

Katty estaba a cargo de toda la coordinación, pues Mario no estaba en condiciones de organizar su vida y menos un horario diario de trabajo caótico, que jamás había tenido antes. En unos meses, había pasado de ser un campesino/minero/desconocido a convertirse en “Súper Mario”, el hombre del momento. Aquel que todos necesitaban entrevistar, conocer más y, sobre todo, escuchar para que contara su experiencia y la de sus treinta y dos compañeros. La ironía era que, mientras más pedían de él y más grande era el caos, Mario se alegraba de estar rodeado por ese tumulto público. Quería sentirse, nuevamente, necesitado por los demás, como lo hizo en la desesperación de la mina, donde su ansiedad se calmaba cuando tenía la obligación de no quebrarse por sus compañeros.

Las necesidades externas que presionaban a Katty la hacían alejarse de la realidad de ver a Mario enfermo. Ella no lo veía cuando estaba en un avión, camino a alguno de los lugares donde fueron invitados los treinta y tres mineros. Tampoco se daba cuenta de que cuando Mario se iba a su parcela en el campo, no dormía en toda la noche. No estaba presente cuando él se desesperaba en los viajes y salía en alguna ciudad desconocida, en la mitad de la noche, a caminar por horas hasta quedar agotado…

Los médicos le habían repetido innumerables veces que Mario se iba demorar años en ser el que era antes, y ella confió en ese diagnóstico hasta que pasó un año del accidente y su esposo no iba mejorando, sino que, todo lo contrario, iba perdiendo la calma y el insomnio lo consumía cada vez más. Vivía a diario en alternativas extremas.

Fue un examen de sangre el que les dio la primera luz al final del túnel.

El resultado de este trajo muchas repuestas, que, unidas a otros diagnósticos parciales, identificaron por primera vez el cambio en Mario. Descubrieron que el campesino minero sufría de bipolaridad. La primera pregunta que se hizo la familia fue: ¿desde cuándo tiene esta enfermedad? La respuesta no es clara y nadie puede asegurar que ha sido desde siempre. Tampoco pueden decir en qué momento se le manifestó por primera vez. Pero Katty, el día que le dieron el diagnóstico, reaccionó con enorme tristeza y con un extraño sentido de alivio. Por fin ahora podía dar nombre a los cambios abruptos de ánimo de Mario: personalidad cambiante, constantes y extensos desvelos y una ansiedad galopante.

Katty ese día pudo evaluar toda su vida con Mario y entender los altos, altos y bajos, bajos. El entender a Mario fue como comenzar a entenderse también a ella misma. Mario no aceptó el diagnóstico de inmediato. Pensaba que era un estado temporal y que no tendría que tomar remedios el resto de su vida. Pero desde que salió de la mina estaba molesto con las críticas de las personas que no entendían su estado de salud y creaban falsas narrativas sobre la razón de sus estados eufóricos en las entrevistas.

“Viajaba dopado y sin dormir”

Mario: “Muchos seguían jodiendo con que yo andaba drogado o chiflado, y eso me cagaba la onda mucho. Pero, por otro lado, a mí no me sorprendían tanto esos comentarios, porque hasta yo me estaba convenciendo de que me había convertido en un hueón rayado. Tenía pesadillas terribles de que seguía en la mina. Seguía metido en ese hoyo asqueroso, hediondo, inundado de agua y sin suficiente oxígeno pa respirar. Me despertaba gritando y me faltaba el aire. Tiritaba como afiebrado y, hasta después de despierto, no podía convencerme de que estaba fuera de la mina. La Katty y yo íbamos al médico juntos y me daban más remedios.

Viajaba dopado y sin dormir. Cuando estaba frente al público cambiaba por completo y me convertía en bueno pa la chacota y contaba puras cosas cómicas para que la gente gozara y, al mismo tiempo, contaba lo que vivimos con un poco más de dramatismo. Yo no cacho de psicología, ni mucho, tampoco, de mi enfermedad. Pero creo que contar la historia mil veces me ha ayudado no solo a enfrentar el trauma del accidente, sino que empecé a vivir mejor con la bipolaridad, creo yo, por lo menos.

Cuando andaba con remedios me pasaron cosas increíbles, que todos las miraban como chistosas, que yo hacía a propósito, creo yo. En un templo en Santiago, nos recibieron de la plana mayor de la Iglesia y sus feligreses. Yo, entre esta gente tan importante, con un terno incómodo y una corbata que me cortaba el pescuezo medio a medio y no me dejaba ni mover la cabeza, me sentía como las pelotas. Ese día nos pusieron en un templo enorme, enfrente de muchas personas. Yo tengo ‘patas', así que nunca soy tímido frente al público. Como siempre, estaba en mi salsa. Nos pusieron unos sillones cubiertos con sedas resbalosas y elegantes que eran más incómodas... Hablaron los pastores y me presentaron, mientras todos estábamos de pie. Cuando dijeron: “Tomen asiento”, yo me tiré pa atrás y se cayó mi sillón, que estaba agarrado a los otros, y como un dominó siguió cayéndose toda la línea de sillones, las sedas que los envolvían, y la plana mayor de pastores, con el resto de la comitiva, cayó de culo pa atrás con las patas pa arriba. Volaron turbantes y las señoras, enredadas en los vestidos, con el poto al aire. Todo el mundo matándose de la risa pensando que yo lo había hecho como chiste. Y na, poh. Esas cosas me han pasado siempre en la vida y ahora me pasaban más por andar traumado, creo yo.

Nadie se podría haber imaginado que yo andaba como las huevas en esos tiempos, porque era como un robot. Y hacía lo que tenía que hacer y lo que creía que la gente quería de mí. Era una máquina que trabajaba sin petróleo y, más encima, sin control humano. Tenía el cuerpo como separado de la mente. Me pasaban ideas por la cabeza a mil kilómetros por hora y, aunque me sentía agotado, sin dormir ni en los hoteles ni en los aviones, no podía parar de pensar y, sin poder parar los pensamientos, no podía dormir.

Y en esos tiempos, muchas personas se aprovecharon de mí.

Me venían a cada rato a hablar de negocios y de programas que no eran serios, y yo caía…”.

Los expertos que he entrevistado y que han tenido la oportunidad de evaluar a Mario concuerdan en que el accidente pudo haber impulsado a Mario a un completo descontrol de su bipolaridad y que, en su caso, las posibilidades de mantener un equilibrio no son muy prometedoras.

Mario deja de tomar remedios cuando se siente bien; su bipolaridad es más de estados maniacos que de condición depresiva, y eso es complicado de controlar en su caso. Él prefiere estar con extrema energía y sentirse invencible y feliz siempre. Entre los especialistas entrevistados, algunos opinan que, quizás, antes del accidente Mario podía controlar sus estados anímicos mucho mejor que después del encierro y la desesperación del trauma ocasionado por tener que enfrentar cara a cara a la muerte, durante el accidente y el encierro. Esto habría trastornado y cambiado los mecanismos de defensa que él mismo había logrado crear para superar la bipolaridad. Estos mismos expertos opinan que, con el tiempo y la ayuda de la terapia, puede volver a recuperarlos.

“Prefiero andar electrificado que dormido”

Mario: “Yo siempre fui acelerado y eso todos los que me conocen lo saben. Un tipo que andaba constantemente haciendo cosas por todos lados. Siempre contento y bueno pa la talla... Pero algo me pasó adentro de la mina. No sé qué fue. Yo no soy médico pa diagnosticarme, pero creo que lo que me han dicho, que soy bipolar ahora, lo empiezo a entender perfectamente. Es una cosa difícil de aguantar y a veces dudo si voy a poder vivir como vivía antes del accidente. Lo peor es no poder dormir ni un minuto y no poder dejar de pensar todo el día y toda la noche.

Obsesionado siempre. Las pastillas de porquería que me dan me dejan atontado y eso no lo soporto. Prefiero andar electrificado que dormido.

Y esa es la parte que nadie me entiende. Yo creo que mi estado le trae más problemas a mi familia que a mí, porque ellos no están acostumbrados a verme así. Creo que es agotador pa ellos, más que pa mí, que vivo la enfermedad de otra manera. Al estar ansioso y con tanta energía, hago más cosas y ayudo a más gente. Mi vida tiene más sentido cuando estoy ansioso que cuando me deprimo. Deprimido estoy como la mierda y me parece que no valgo nada. Animado puedo cambiar el mundo”.

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