Los estrechos senderos sobre las colinas litorales se borraron. Las extensas planicies de pastos y matorrales nativos dieron paso a forestaciones de pinos y eucaliptus. Las pocas casas que hubo en los valles fueron bajando a la costa, sumándose a los poblados que lentamente construían los veraneantes. Como celebración es bueno recordar que por estos mismos parajes hacía sus excursiones el gran escritor Manuel Rojas.

“A pie por Chile” llamó a su libro de relatos y en donde varios corresponden a caminatas entre el río Rapel y el poblado de Llico.

Sorprende que este Chile cercano a Santiago fuese tan desconocido y de atmósfera surreal. Su “lejanía” y lo intrincado de su topografía, hoy, mediando las carreteras y el automóvil, casi no se creerían. Las parcelaciones y loteos, la construcción de costaneras… fueron terminando con aquella drástica soledad y escenario de andanzas sorprendentes y contemplativas.

Las excursiones de don Manuel —según su libro— se realizaron durante unos 40 años, entre 1929 y 1967. Caminaba sobre ámbitos muy solitarios, por los límites litorales de alguna hacienda, que las había muchas. San Enrique, Maitenlahue, La Manga… El río Rapel debía cruzarse en balsa. Era difícil llegar a este punto por la noche: los meandros del río, sus islotes y vegetación confundían. La ruta del escritor nunca era la misma, pues no había caminos mayores que obligaran una dirección y solo seguía los de la intuición, guiado por el sonido del mar o los senderos que quedaban después de que por allí pasara un cochayuyero, un carbonero y su burro, o una recua de mulas que llevara sal.

Pan con queso

Nunca caminó seguro por la orilla de la playa, siempre interrumpida por abruptos farellones y roqueríos que se internaban en el mar.

Entonces lo hizo más adentro, por colinas, arenales, por lagunas que iba encontrando y, sobre todo, por planicies en donde a veces se perdió y, sentado, comía pan con queso. Además de que eran recorridos de norte a sur (o viceversa), solo se infiere que muchas eran caminatas nocturnas, en las que junto a compañeros de viaje eran alumbrados por la luna y su resplandor sobre arenas o aguas. “Quizás dónde estaremos…”, decía a cada rato. Y seguía comiendo pan con queso.

En ese tiempo ya existían San Antonio y Pichilemu, entidades a las que había llegado el ferrocarril. Desde una de esas estaciones iniciaba sus viajes. Aunque don Manuel no siempre nombra los lugares a los que se acerca, hoy, gracias a la movilidad vial, se pueden descubrir aquellos por los que pasó.

Su cruce del río Rapel es muy nítido. Todavía salvaje, era hábitat de coipos, cisnes y taguas grandes. De lejos vislumbra Matanzas y sus casas. Y comienza, tal como se puede hacer hoy, a ver e identificar fósiles en Navidad y Pupuya. Dicen que esta formación geológica tiene unos 50 millones de años: turritélidos, olivas, trocus, terebras, dentalium y pecten son algunos de los moluscos fósiles que allí están incrustados en los muros del sendero.

Don Manuel evoca también el camino “el costino” o “de la sal” que partía en Valparaíso y al final empalmaba con Cáhuil, Boyeruca y Bucalemu. Trigo, garbanzos, ovejas en Mallermo y La Cueva, ve al pasar. Lagunas de aguas dulces, otras saladas; Petrel, Alcones.

La Punta de Lobos que hoy es una península con un recorrido guiado y asientos, don Manuel la vio salvaje y llena de lobos marinos. Caleta de los Piures, La Puntilla, Costa de Panilonco son lugares que tenían pocos habitantes y que hoy están urbanizados.

Cerca, por la playa al sur de Pichilemu está la Laguna del Perro, que en ese tiempo era casi fantasmal y mítica. Al fin, sin que don Manuel se hubiese explayado sobre ellos, el viajero actual —desde el automóvil— se da cuenta de su paso por la Quebrada del Nuevo Reino, Paredones, Ciruelos, Bucalemu, Nilahue y esas díscolas y movedizas lagunas del Agua Dulce, Torca y Talicura. No solo lugares, también pájaros, flores, insectos

Sin urgencias

Aparte de las descripciones del paisaje que camina, quedan las reflexiones que le promueve el caminar y que hoy suenan como una “Teoría del viaje”. Primero, tener tiempo, pues hay que caminar despacio, sin apuros ni urgencias. Lo otro es que no hay que imponerse un destino, pues el destino es caminar. Lo último es conversar con la gente que sale al camino.

Todos los lugares que él recorrió se pueden volver a caminar en su nombre. Septiembre y octubre son una buena época para desplazarse, más o menos en solitario, y el silencio se llenará de sonidos naturales y de reflexión.

Hoy, la contemplación puede ser desde un asiento, mirando el estuario y desembocadura del río Rapel. Así no lo vio don Manuel; sin embargo, recrear su espíritu desde el recogimiento sería similar. En este fin del invierno, nuestros pasos pueden recorrer sus huellas y con eso hacer un ejercicio de admiración por este gran viajero.

El escritor Manuel Rojas en uno de sus viajes.

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